Es imposible convivir sanamente sin un equilibrio entre el “dar” y el “recibir”. Si una de las partes es mal dador, pero le gusta recibir afecto, es probable que estemos ante un avaro afectivo o un narcisista en potencia. Por el contrario, cuando la persona es una dadora de tiempo completo y no cree merecer afecto, la sumisión está presente. Para que la relación amorosa funcione, no debe haber desequilibrios muy marcados.
Si somos sinceros, en el cuerpo a cuerpo, en la intimidad afectiva, bajo las sábanas, en las peleas, en los logros personales y en cada espacio de convivencia compartida siempre esperamos alguna equivalencia afectiva. No digo que haya que ser milimétrico y llevar contabilidades momento a momento. Lo que sostengo es que la desigualdad del intercambio acaba por destruir cualquier vínculo. Si doy diez, me conformo con un ocho. Más aún, si el amor me lo permitiera, hasta un siete estaría bien. Jamás podría contentarme con una relación que no llenara, al menos en parte, mis expectativas afectivas. Repito: la idea no es pegarse de ridiculeces que son superfluas e intrascendentes, sino discriminar cuándo se justifica y cuándo no. Es decir, elegir lo verdaderamente importante.
Estando en plena reconciliación después de una separación, la esposa de uno de mis pacientes se negó a prepararle el desayuno al marido porque el pacto que tenían era “un día cada uno”, y ese día no le tocaba a ella. Cuando él le pidió el favor porque no había podido dormir bien, la mujer refunfuñó, esgrimió consignas feministas y criticó duramente la falta de seriedad de su cansado esposo ante los acuerdos pautados. Un nazi en faldas, rígido e intransigente. Esto no es reciprocidad sino quisquillosidad obsesiva y malquerencia.
Por el contrario, hay casos en que el intercambio sí necesita nivelarse. Recuerdo el caso de un señor insatisfecho sexualmente, casado con una mujer inorgásmica y absolutamente fría. Ella nunca pudo aceptar el problema. Se negaba a pedir ayuda profesional y menospreciaba las necesidades sexuales de su esposo por considerarlas “exabruptos masculinos” (vale la pena señalar que en los últimos seis meses solamente habían tenido cuatro relaciones). Su argumento rayaba en la terquedad: “Puedo vivir sin sexo… No me hace falta… Para mi hay cosas más importantes que hacer el amor… ¿Por qué tengo que ceder yo?... ¿Por qué no puede él acoplarse a mí?” Ante la negativa persistente de ella, el hombre decidió separarse: “Necesito sentir que la mujer que está a mi lado me desea… Quiero verla feliz entre mis brazos y que se entregue a mí, no sólo en espíritu sino en cuerpo… Si doy sexo y no lo recibo, me queda la desagradable sensación de no hacerla sexualmente feliz… Yo disfruto si ella disfruta… No soy capaz, no puedo negociar sobre esto”.
Cuando se trata de aspectos esenciales, recibir se convierte en una cuestión de derechos y no en un culto al ego. Hay cosas primordiales a las cuales no podemos renunciar porque son imprescindibles para la supervivencia psicológica; y aunque no las hagamos explícitas, damos por sentado que deben existir para que la relación afectiva siga su curso. Si soy fiel, espero fidelidad; si soy honesto, espero honestidad; si soy cariñoso, espero ternura. De no ser así, no me interesa.
Del libro:
Walter Riso
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
¡aho! Gracias comentar.
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.