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viernes, 9 de junio de 2023

CUALIDADES DE LA MAITRI: LA FIRMEZA


Cuando meditamos se cultivan cuatro cualidades de la maitri: la firmeza, vernos con claridad, experimentar nuestra agitación emocional y estar atentos al momento presente.

La firmeza. Cuando practicamos la meditación estamos reforzando nuestra capacidad de ser firmes con nosotros mismos. Al margen de lo que nos ocurra —que nos duela todo el cuerpo, que nos aburramos, que nos durmamos o tengamos los pensamientos y las emociones más salvajes— estamos siendo leales a nuestra experiencia. Aunque muchos meditadores se lo planteen, no salimos corriendo y gritando de la habitación. En lugar de ello, aceptamos este impulso como un pensamiento más, sin etiquetarlo como correcto o incorrecto. No se trata de una empresa fácil. Nunca subestimes tu tendencia a huir cuando algo te duela.

Se nos anima a meditar a diario, aunque sea por un breve espacio de tiempo, para cultivar esa firmeza. Nos sentamos, pues, a meditar en cualquier tipo de circunstancia: estemos sanos o enfermos, de buen humor o deprimidos, tanto si creemos que la meditación nos funciona como que se está cayendo a pedazos. Y a medida que sigamos sentándonos a meditar, descubriremos que la meditación no consiste en entender o en alcanzar algún estado ideal, sino en poder estar presentes con nosotros mismos. Cada vez vemos con mayor claridad que no nos liberaremos de nuestros hábitos autodestructivos a no ser que desarrollemos una compasiva comprensión de lo que son.

Un aspecto de la firmeza es el ser consciente de tu cuerpo. Como la meditación hace hincapié en trabajar con la mente, es fácil olvidar que tienes un cuerpo. Cuando te sientas a meditar, es importante relajarte en tu cuerpo y entrar en contacto con lo que está ocurriendo dentro de él. Empezando por la cima de la cabeza, dedica algunos minutos a ser consciente de cada parte del cuerpo. Cuando llegues a alguna zona dolorida o tensa, inspira y espira tres o cuatro veces siendo consciente de ella.

Y cuando llegues a las plantas de los pies, detente, o si lo prefieres, vuelve a hacer este barrido por el cuerpo, desde los pies hasta la cima de la cabeza. Y después, durante la sesión de meditación, podrás recuperar rápidamente y en cualquier momento, la sensación general de ser consciente de tu cuerpo. Durante un momento fíjate sólo en que estás aquí, sentado, rodeado de sonidos, olores, imágenes y dolores; inspirando y espirando. Mientras meditas sentado, conecta así una o dos veces con tu cuerpo cuando lo desees. Y luego, vuelve a la técnica. 

En la meditación descubrimos nuestra inherente agitación. Algunas veces nos levantamos y dejamos de meditar, y otras, conseguimos seguir sentados pero meneamos y retorcemos el cuerpo, y nuestra mente está muy lejos, lo cual puede resultar tan molesto que nos parece que no podemos seguir meditando. Sin embargo, esta sensación no sólo nos enseña algo sobre nosotros, sino sobre lo que significa ser humano. Todos obtenemos seguridad y consuelo del mundo imaginario de los recuerdos, las fantasías y los planes. En realidad, no deseamos permanecer con la desnudez de nuestra experiencia presente. Estar presentes nos cuesta muchísimo. Hay momentos en los que sólo la suavidad y el sentido del humor nos dan la fuerza para tranquilizarnos.

La instrucción más importante es: «¡Sigue... sigue... sigue estando contigo mismo! Aprender a estar con uno mismo en la meditación es como adiestrar a un perro. Si lo adiestramos a base de golpes, acabaremos con un perro obediente, pero muy inflexible y más bien aterrado. El perro puede que obedezca a nuestras órdenes de «¡Quieto! ¡Ven! ¡Échate! y ¡Siéntate!», pero también estará neurótico y confundido. En cambio, si lo adiestramos con bondad, se volverá flexible y confiado, y no se alterará cuando las situaciones se vuelvan imprevisibles e inseguras.

De modo que siempre que nos distraigamos, hemos de animarnos con suavidad a «seguir estando con nosotros mismos» y a tranquilizarnos. ¿Te sientes nervioso?

¡Sigue! ¿La mente no cesa de discurrir? ¡Sigue! ¿El miedo y el odio te invaden?

¡Sigue! ¿Las rodillas y la espalda te duelen? ¡Sigue! ¿Qué hay hoy para almorzar?

¡Sigue! ¿Qué estoy haciendo aquí? ¡Sigue! ¡No puedo soportarlo ni un minuto más!

¡Sigue! Así es como cultivamos la firmeza.


Extracto del libro:
Los lugares que te asustan:
El arte de convertir el miedo en fortaleza
Pema Chödrön
Fotografía de Internet

sábado, 19 de marzo de 2022

APRENDER A ESTAR CONTIGO MISMO


La práctica de la meditación es un buen sistema, en realidad excelente, para 
eliminar las guerras del mundo: tanto las pequeñas guerras personales como las del planeta.

Chögyam Trungpa Rinpoche

Como especie, nunca debemos subestimar la poca tolerancia que manifestamos frente al malestar. Animarnos a sentir nuestra propia vulnerabilidad es algo nuevo que podemos usar. Meditar sentados nos ayuda a aprender a hacerlo. Este tipo de meditación, conocida también como la práctica de ser consciente, es la base para el aprendizaje de la bodichita. Es el asiento natural, la base-hogar del guerrero-bodisatva.

Practicar la meditación sentado cultiva la bondad incondicional y la compasión, las cualidades relativas de la bodichita. Nos permite acercarnos más a nuestros pensamientos y emociones para entrar en contacto con nuestro cuerpo. Es un método para cultivar una incondicional amistad con nosotros mismos y para abrir la cortina de la indiferencia que nos separa del sufrimiento de los demás. Constituye nuestro vehículo para aprender a ser realmente afectuosos.

Poco a poco, a través de la meditación, empezamos a notar que hay unos espacios entre nuestro diálogo interior. Mientras estamos hablando constantemente con nosotros mismos, experimentamos una pausa, como si despertáramos de un sueño. Reconocemos con claridad nuestra capacidad para relajarnos, el espacio, la ilimitada consciencia que existe ya en nuestra mente. Experimentamos momentos de vivir el presente que son sencillos, directos y despejados.

Este volver a la inmediatez de nuestra experiencia constituye el aprendizaje de la bodichita incondicional. Al estar simplemente aquí, nos relajamos cada vez más a la abierta dimensión de nuestro ser. Es como salir de un mundo de fantasía y descubrir la simple verdad.

Sin embargo, no tenemos ninguna garantía de que meditar sentados nos aporte algún beneficio, ya que podemos practicar durante años sin penetrar en nuestro corazón y en nuestra mente si usamos la meditación para fortalecer nuestras falsas creencias: para que nos proteja del malestar que sentimos; para cambiar; o para cumplir nuestras esperanzas y eliminar nuestros miedos. Y esto nos ocurre al no comprender bien por qué practicamos.

¿Por qué meditamos? es una pregunta que es bueno hacerse. ¿Por qué hemos de preocuparnos en pasar un tiempo a solas con nosotros mismos?

En primer lugar, es conveniente comprender que la meditación no sólo sirve para sentirnos bien. Creer que meditamos con este fin es estar abocados al fracaso.

Cada vez que nos sentamos a meditar, todos suponemos que no lo estamos haciendo a la perfección, incluso el meditador más avezado experimenta algún tipo de dolor psicológico y físico. La meditación nos muestra tal como somos, con nuestra confusión y nuestra cordura. Este hecho de aceptarnos enteramente tal como somos se llama maitri, es mantener una sincera y directa relación con lo que somos.

Intentar cambiarnos de nada sirve, ya que implica luchar con uno mismo y menospreciarse. Y el propio menosprecio es probablemente la forma más poderosa de tapar la bodichita.

No intentar cambiarnos ¿significa que hemos de seguir con nuestro enfado y adicciones hasta el día que muramos? Es una buena pregunta. Intentar cambiarnos es inútil porque a la larga nos estamos resistiendo a nuestra propia energía. El mejorar puede traer resultados temporales, pero una transformación duradera sólo se dará cuando nos honremos a nosotros mismos por nuestra condición de fuente de sabiduría y compasión. Somos, como Santideva, el maestro budista del siglo VIII, señaló, como un ciego que encuentra una piedra preciosa enterrada en una pila de basura. Justo aquí, en lo que nos gustaría tirar, en lo que nos resulta repulsivo y nos asusta, es donde descubrimos la calidez y la claridad de la bodichita.

La meditación se convierte en un proceso transformador sólo cuando empezamos a relajarnos con nosotros mismos. Sólo cuando nos relacionamos con nosotros mismos sin moralizar, sin dureza y sin engaños, podremos desprendernos de los patrones mentales perjudiciales. Querer renunciar a los antiguos hábitos sin la maitri se convierte en insultante. Éste es un punto importante.

Cuando meditamos se cultivan cuatro cualidades de la maitri: la firmeza, vernos con claridad, experimentar nuestra agitación emocional y estar atentos al momento presente. Estas cualidades no sólo se aplican al meditar sentados, sino que son esenciales para todas las prácticas de la bodichita y para afrontar las situaciones difíciles en la vida cotidiana.



Extracto del libro:
Los lugares que te asustan:
El arte de convertir el miedo en fortaleza
Pema Chödrön
Fotografía de Internet

martes, 18 de enero de 2022

EL SUFRIMIENTO O LA INSATISFACCIÓN


El Buda enseñó que la existencia humana tiene tres características principales: la impermanencia, la ayoidad y el sufrimiento o la insatisfacción.

La tercera marca de la existencia es el sufrimiento, la insatisfacción. Como Suzuki Roshi lo expresó, sólo practicando en una continua serie de situaciones agradables y desagradables adquiriremos una auténtica fuerza interior. Aceptar que el dolor es inherente y vivir nuestra vida sabiéndolo es crear las causas y condiciones para ser felices.

En pocas palabras, sufrimos cuando nos resistimos a la noble e irrefutable verdad de la impermanencia y la muerte. Sufrimos no porque seamos básicamente malos o nos merezcamos un castigo, sino por nuestros trágicos malentendidos.

En primer lugar, esperamos que aquello que siempre está cambiando sea aprensible y previsible. Nacemos con un intenso deseo de resolución y seguridad que gobierna nuestros pensamientos, palabras y acciones. Somos como los tripulantes de una barca que se está deshaciendo a pedazos y que intentan sostenerse en el agua. La dinámica, la energética y la corriente natural del universo no son admisibles para una mente convencional. Nuestros prejuicios y adicciones constituyen unos patrones mentales que nacen del miedo que nos suscita un mundo fluido. Como tomamos lo que siempre está cambiando por permanente, sufrimos.

En segundo lugar, actuamos como si estuviéramos separados de todo lo demás, como si fuéramos una identidad fija, cuando nuestra verdadera situación es la del sin sí-mismo. Insistimos en ser Alguien, con una A mayúscula. Buscamos la seguridad afirmando que valemos mucho o nada, que somos superiores o inferiores. Perdemos un tiempo precioso exagerando o idealizando las cosas, o menospreciándonos, asegurando con suficiencia que sí, que así es como somos. Confundimos la apertura de nuestro ser —la inherente maravilla y sorpresa que produce cada momento— con un yo sólido e irrefutable. Y este malentendido nos hace sufrir.

En tercer lugar, buscamos la felicidad en los lugares equivocados. El Buda llamó a este hábito «confundir el sufrimiento con la felicidad», como una polilla que vuela hacia una llama. Como bien sabemos, las polillas no son las únicas que se destruyen a sí mismas para sentirse mejor temporalmente. Con relación a la idea que tenemos de la felicidad, somos como el alcohólico que bebe para eliminar una depresión que aumenta con cada trago, o como el drogadicto que se pincha para huir de un sufrimiento que aumenta con cada dosis.

Una amiga mía que siempre está siguiendo alguna dieta señaló que estas enseñanzas serían más fáciles de seguir si nuestras adicciones no nos hicieran sentir mejor temporalmente. Como nos producen una fugaz satisfacción, seguimos atados a ellas. Al seguir buscando una gratificación instantánea, al perseguir todo tipo de adicciones —algunas en apariencia benignas y otras claramente letales—continuamos fortaleciendo los antiguos hábitos de sufrimiento. Fortalecemos los patrones disfuncionales.

Así, cada vez somos menos capaces de vivir con el más fugaz malestar o incomodidad. Nos acostumbramos a buscar en el acto algo que alivie el estado de tensión nerviosa en el que vivimos. Lo que empieza siendo un pequeño cambio de energía —un pequeño nudo en la boca del estómago, una vaga e indefinible sensación de que está a punto de ocurrirnos algo malo— se agrava el convertirse en una adicción. Así es como intentamos hacer que la vida sea previsible, como confundimos aquello que siempre produce sufrimiento con lo que nos traerá felicidad y nos dejamos atrapar por el repetitivo hábito de aumentar nuestra insatisfacción. En la terminología budista, este vicioso ciclo se llama samsara.

Cuando empiezo a dudar de que yo tenga lo que hace falta para tener siempre presente la impermanencia, la ayoidad y el sufrimiento, me animo recordando la alentadora frase de Trungpa Rimpoché de que no hay ningún remedio para el calor ni el frío. No hay ningún remedio para los hechos ineludibles de la vida.

Esta enseñanza sobre las tres marcas de la existencia nos motiva a dejar de luchar contra la naturaleza de la realidad. Dejamos de lastimar a los demás y de lastimarnos a nosotros mismos en nuestros esfuerzos por huir de la alternancia del placer y el dolor. Podemos por fin relajarnos y estar plenamente presentes en nuestra vida.



Extracto del libro:
Los lugares que te asustan:
El arte de convertir el miedo en fortaleza
Pema Chödrön
Fotografía de Internet

domingo, 16 de enero de 2022

LA AYOIDAD


El Buda enseñó que la existencia humana tiene tres características principales: la impermanencia, la ayoidad y el sufrimiento o la insatisfacción.

LA AYOIDAD
La segunda marca de la existencia es la ayoidad. Como seres humanos somos impermanentes como todo lo demás. Cada célula de nuestro cuerpo está cambiando continuamente. Los pensamientos y las emociones surgen y desaparecen sin cesar.

Cuando pensamos que somos incompetentes o que no tenemos remedio, ¿en qué nos estamos basando? ¿En este fugaz momento? ¿En el éxito o el fracaso de ayer? Nos aferramos a una idea fija de lo que somos y ésta nos paraliza. No hay nada ni nadie que sea fijo. Que la realidad del cambio nos dé libertad o nos produzca una horrible ansiedad no tiene importancia. Lo importante es preguntarnos: ¿los días de mi vida me producen más sufrimiento o aumentan mi capacidad para gozar?

A veces la ayoidad se denomina sin sí-mismo. Estas palabras pueden dar pie a una confusión. El Buda no estaba insinuando que desaparezcamos o que podamos eliminar nuestra personalidad. En una ocasión un estudiante preguntó: «La experiencia de la ayoidad ¿no podría hacer que la vida se volviera gris?». No es así.

Lo que el Buda señaló es que la idea fija que albergamos de nosotros mismos como entidades sólidas y separadas de los demás es dolorosamente limitadora. Es posible avanzar por el drama de nuestra vida sin creer con tanta seriedad en el personaje que representamos. Tomarnos tan en serio, pensar que somos tan absurdamente importantes, supone un problema para nosotros. Creemos que tenemos razón de estar molestos por todo. Que estamos en lo cierto al menospreciarnos o creer que somos más inteligentes que los demás. La importancia que nos otorgamos nos lastima, nos limita al estrecho mundo de lo que nos gusta y nos disgusta. Acabamos muertos de aburrimiento con nosotros mismos y con el mundo, sin poder estar nunca satisfechos.

Tenemos dos alternativas: o nos cuestionamos nuestras creencias o no nos las cuestionamos. O bien aceptamos las versiones fijas que nos hemos hecho de la realidad, o bien empezamos a cuestionárnoslas. Según la opinión del Buda, aprender a mantenernos abiertos y curiosos, aprender a eliminar nuestras suposiciones y creencias, es el mejor uso que podemos dar a nuestra vida humana.

Cuando aprendemos a despertar la bodichita, estamos alimentando la flexibilidad de nuestra mente. En el lenguaje sencillo, el sin sí-mismo es una identidad flexible. Se manifiesta como curiosidad, adaptabilidad, sentido del humor y alegría. Constituye nuestra capacidad para relajarnos sin saberlo todo ni averiguarlo todo, sin estar seguros de lo que somos ni tampoco de lo que cualquier otra persona es.

Hay una historia de un padre que se enteró de que su único hijo había muerto en un combate. Desconsolado, se encerró en su casa durante tres semanas y no quiso recibir ningún tipo de apoyo o consuelo. A la cuarta semana su hijo volvió a casa. Al ver que no había muerto, los aldeanos se echaron a llorar. Llenos de alegría acompañaron al joven hasta el hogar de su padre y llamaron a la puerta. «Padre», dijo el hijo, «he vuelto». Pero el anciano no quiso contestar. «Tu hijo está aquí, no ha muerto en la guerra», le dijeron los aldeanos. Pero el anciano no abrió la puerta.

«¡Marchaos y dejadme llorarle en paz!», gritó. «Sé que mi hijo se ha ido para siempre y no lograréis engañarme con vuestras mentiras.»

A nosotros nos ocurre lo mismo. Estamos tan seguros de lo que somos y de lo que los demás son, que esta idea nos ciega. Si otra versión de la realidad viniera a llamar a nuestra puerta, nuestras ideas fijas nos impedirían aceptarla.

¿Cómo vamos a usar esta breve vida? ¿Vamos a reforzar nuestra perfeccionada habilidad de luchar contra la incertidumbre o vamos a aprender a dejar de apegarnos? ¿Vamos a aferrarnos tercamente a «Yo soy de esta forma y tú de aquella otra»? ¿O vamos a ir más allá de nuestra estrecha mentalidad? ¿Podemos empezar a aprender a ser un guerrero que aspira a conectar de nuevo con la flexibilidad natural de su ser y a ayudar a los demás a hacer lo mismo? Si empezamos a avanzar en esa dirección, se empezarán a abrir ante nosotros infinitas posibilidades.

La enseñanza de la ayoidad nos señala nuestra naturaleza dinámica y cambiante.

Este cuerpo nunca se ha sentido exactamente como se está sintiendo ahora. Esta mente está pensando algo que, por repetido que parezca, nunca había pensado antes.

Puedo decir: «¿No es eso maravilloso?». Pero normalmente no lo experimentamos así, sino que nos pone nerviosos y corremos a aferrarnos a algo. El Buda fue lo bastante generoso como para mostrarnos una alternativa. No estamos atrapados en la identidad del éxito o del fracaso, ni en cualquier otra, ya sea en la imagen que los demás tienen de nosotros o en la que nosotros mismos tenemos. Cada momento es único, desconocido y totalmente fresco. En el entrenamiento de un guerrero, la ayoidad es causa de alegría y no de miedo.



Extracto del libro:
Los lugares que te asustan:
El arte de convertir el miedo en fortaleza
Pema Chödrön
Fotografía de Internet

miércoles, 20 de octubre de 2021

LOS HECHOS INELUDIBLES DE LA VIDA



Empezamos a adoptar una fresca actitud cuando vemos que el ayer ya ha 
transcurrido y que el ahora acaba de pasar; hoy es hoy, y el ahora es un momento nuevo. No es de otro modo: a cada hora, a cada minuto todo cambia. Si dejamos de observar el cambio, dejamos de ver que todo cuanto ocurre es nuevo.

DZIGAR KONGTRUL RIMPOCHÉ

El Buda enseñó que la existencia humana tiene tres características principales: la impermanencia, la ayoidad y el sufrimiento o la insatisfacción. Según el Buda, las vidas de todos los seres están marcadas por estas tres cualidades. Reconocer en nuestra propia experiencia que estas cualidades son reales y verdaderas nos ayuda a relajarnos porque aceptamos las cosas tal como son. 

Cuando oí estas enseñanzas por primera vez me parecieron intelectuales y lejanas. Pero cuando me animaron a prestar atención —a sentir curiosidad por lo que ocurría en mi cuerpo y en mi mente— algo en mí cambió. Podía ver desde mi propia experiencia que nada era estático. Mis estados de ánimo están cambiando constantemente como el tiempo. Y, sin duda, no puedo controlar los pensamientos o las emociones que van a surgir a continuación ni detenerlos. La quietud es seguida por el movimiento, y el movimiento retorna a la quietud. Incluso el dolor físico más persistente, si le prestamos atención, vemos que cambia como las mareas.

Siento gratitud hacia el Buda por señalar que aquello contra lo que luchamos durante toda la vida puede aceptarse como una experiencia ordinaria. La vida sube y baja continuamente. La gente y las situaciones son imprevisibles, como todo lo demás. Todos conocemos el dolor de no obtener aquello que deseamos: los santos, los pecadores, los vencedores y los perdedores. Me siento agradecida de que alguien viera la verdad y nos la señalara para que no suframos esta clase de dolor por nuestra incapacidad de percibir correctamente las cosas.

Que nada es estático o fijo, que todo es fugaz e impermanente, es la primera marca de la existencia. Es una realidad ineludible. Todo se encuentra en un proceso.

Todo —cada árbol, cada brizna de hierba, los animales, los insectos, los seres humanos, los edificios, cualquier ente animado e inanimado— está cambiando siempre, a cada momento. No necesitamos ser místicos o físicos para saberlo. Sin embargo, en nuestra experiencia personal, nos resistimos a este hecho básico. Esta realidad significa que la vida no va a ser siempre como deseamos. Significa que nos ofrecerá tanto pérdidas como ganancias, pero a nosotros esto no nos gusta.

En una ocasión cambié de trabajo y de casa al mismo tiempo. Me sentí insegura, inestable y sin un suelo bajo mis pies. Deseando que me dijera algo que me ayudara a afrontar estos cambios, me quejé ante Trungpa Rimpoché diciéndole que tenía problemas con las transiciones. Él me miró con una expresión de no comprenderme y me dijo: «Siempre estamos en una transición». Y después añadió: «Si te limitas a afrontar la situación de una manera relajada, no tendrás ningún problema».

Sabemos que todo es impermanente, que todo acaba agotándose. Aunque aceptemos esta verdad con el intelecto, emocionalmente nos produce una profunda aversión. Deseamos que todo sea permanente y esperamos que así sea. Nuestra tendencia natural es buscar seguridad, creer que podemos encontrarla. Aunque experimentamos la impermanencia cada día como frustración, usamos nuestra actividad diaria para protegernos contra la fundamental ambigüedad de nuestra situación, gastando muchísima energía al intentar protegernos de la impermanencia y la muerte. No nos gusta que nuestro cuerpo cambie de forma. No nos gusta envejecer.

Tememos las arrugas y la piel que cuelga. Usamos productos de belleza como si de verdad creyésemos que nuestra piel, nuestro cabello, nuestros ojos y nuestros dientes escaparán milagrosamente de la verdad de la impermanencia.

Las enseñanzas budistas aspiran a liberarnos de esta limitada forma de relacionarnos con el mundo. Nos animan a irnos relajando poco a poco y sin reservas ante la normal y obvia verdad del cambio. Aceptar esta verdad no significa ver sólo el lado malo de las cosas, sino empezar a comprender que no somos los únicos que no controlamos nuestra vida. Dejamos de creer que existe gente que haya logrado escapar de la incertidumbre.



Extracto del libro:
Los lugares que te asustan:
El arte de convertir el miedo en fortaleza
Pema Chödrön
Fotografía de Internet

sábado, 16 de octubre de 2021

DESCUBRIENDO EL MANANTIAL (EL SEÑOR DE LA MENTE)


Una enseñanza que nos ayuda a realizar este proceso de desbloquear la bodichita (corazón/mente abierto o iluminado) es la de los tres señores del materialismo. Se trata de las tres formas en que intentamos protegernos de este mundo fluido e indefinible, de las tres estrategias que usamos para obtener una ilusión de seguridad.

El tercer señor, el señor de la mente, es el que usa las estrategias más sutiles y seductoras. Entra en acción cuando intentamos evitar el desasosiego persiguiendo estados mentales especiales. Con este objetivo podemos tomar drogas, hacer deporte, enamorarnos o realizar prácticas espirituales. Hay muchas formas de obtener estados alterados de conciencia. Estos estados especiales son adictivos.

Romper con la experiencia mundana nos hace sentir de maravilla, y entonces deseamos volver a hacerlo. Por ejemplo, los meditadores noveles suelen esperar que con la práctica puedan trascender el dolor de la vida ordinaria. A ellos les resulta decepcionante, como mínimo, que les digan que mantengan los pies en el suelo y permanezcan abiertos y receptivos tanto al aburrimiento como al gozo.

A veces la gente tiene experiencias asombrosas cuando menos se lo espera.

Hace poco una abogada me contó que mientras esperaba en la esquina de una calle a que el semáforo se pusiera en verde, le ocurrió algo extraordinario. De pronto, su cuerpo se expandió volviéndose tan inmenso como el universo. Instintivamente sintió que ella y el universo eran una sola cosa. No dudó en absoluto de que aquello fuera cierto. Descubrió que había estado en un error al creerse separada de todo lo demás.

Huelga decir que la experiencia afectó a sus creencias e hizo que se planteara qué es lo que hacemos con nuestra vida, al dedicar tanto tiempo a intentar proteger la ilusión de nuestro territorio personal. Comprendió cómo esta situación conduce a las guerras y a la violencia que están aumentando por todo el planeta. El problema surgió cuando empezó a apegarse a su experiencia, a desear experimentarla de nuevo. La percepción ordinaria ya no la satisfacía: la hacía sentirse mal y desconectada. Creyó que si no podía mantener aquel estado alterado, moriría al cabo de poco tiempo.

En los años sesenta conocí a gente que tomaba LSD cada día creyendo que podrían estar colocados constantemente. En lugar de ello, acabaron con los sesos fritos. Conozco a hombres y mujeres que son adictos a enamorarse. Como Don Juan, no pueden soportar que el fuego inicial empiece a apagarse y siempre buscan establecer una nueva relación.

Aunque las experiencias más supremas nos muestren la verdad y nos enseñen lo que estamos intentando aprender, en esencia no son importantes. Si no podemos integrarlas en los altibajos de nuestra vida, si nos apegamos a ellas, se convertirán en un obstáculo. Confiamos en que nuestras experiencias son válidas, pero después hemos de seguir progresando y aprender a congeniar con nuestros vecinos. En tal caso, incluso la percepción interior más asombrosa empezará a impregnar nuestra vida. Como dijo Milarepa, el yogui tibetano del siglo XII, al oír las supremas experiencias que tuvo su discípulo Gampopa: «No son buenas ni malas. Sigue meditando». El problema no yace en los estados especiales en sí mismos, sino en su cualidad adictiva. Ya que es inevitable que aquello que sube ha de volver a bajar, cuando tomamos refugio en el señor de la mente estamos destinados a sufrir una decepción.

Cada uno de nosotros usa una variedad de tácticas habituales para evitar sentir la vida tal como es. Éste es, en pocas palabras, el mensaje de los tres señores del materialismo. Esta sencilla enseñanza constituye, por lo visto, la autobiografía de cualquiera. Cuando usamos estas estrategias, gozamos menos de la ternura y las maravillas que nos ofrecen los momentos más anodinos. Conectar con la bodichita es de lo más cotidiano.

Cuando no huimos de la incertidumbre de la vida cotidiana, entramos en contacto con la bodichita. Es una fuerza natural que desea aflorar. En realidad, es incontenible. Una vez dejamos de bloquearla con las estrategias de nuestro ego, la refrescante agua de la bodichita empieza sin duda a fluir. Podemos hacer que mane más despacio o podemos contenerla; sin embargo, a la menor fisura, la bodichita acabará siempre apareciendo, como esas hierbas y flores que brotan en la acera en cuanto hay una grieta.



Extracto del libro:
Los lugares que te asustan:
El arte de convertir el miedo en fortaleza
Pema Chödrön
Fotografía de Internet

domingo, 3 de octubre de 2021

DESCUBRIENDO EL MANANTIAL (EL SEÑOR DE LAS PALABRAS)


Una enseñanza que nos ayuda a realizar este proceso de desbloquear la bodichita (corazón/mente abierto o iluminado) es la de los tres señores del materialismo. Se trata de las tres formas en que intentamos protegernos de este mundo fluido e indefinible, de las tres estrategias que usamos para obtener una ilusión de seguridad.

El segundo de los tres señores del materialismo es el señor de las palabras.

Representa la forma en que usamos cualquier tipo de ideas para que nos den una ilusión de seguridad sobre la naturaleza de la realidad. Cualquier «ismo» —político, ecológico, filosófico o espiritual— puede usarse incorrectamente de este modo. El término de «políticamente correcto» es un buen ejemplo de cómo funciona este señor. Cuando creemos que nuestra opinión es la correcta, podemos volvernos muy intolerantes y estar predispuestos en contra de los errores de los demás.

Por ejemplo, ¿cómo reacciono cuando mis opiniones sobre el Gobierno son cuestionadas? ¿Cómo reacciono cuando los demás no están de acuerdo con mis ideas sobre la homosexualidad, los derechos de la mujer o el medio ambiente? ¿Qué ocurre cuando la opinión que tengo sobre fumar o beber es puesta en tela de juicio?

¿Qué es lo que hago cuando alguien no comparte mis convicciones religiosas?

Los nuevos practicantes suelen adoptar la meditación o las enseñanzas budistas con gran entusiasmo. Sentimos que formamos parte de un grupo nuevo, estamos contentos de tener una nueva perspectiva. Pero ¿juzgamos entonces a la gente que ve el mundo de distinta manera? ¿Nos cerramos a los demás porque no creen en el karma?

El problema no yace en las propias creencias, sino en cómo las usamos para experimentar la sensación de tener un suelo bajo nuestros pies, para creer que tenemos razón y que el otro está equivocado, para evitar sentir la inquietud de no saber lo que nos está ocurriendo. Esto me recuerda a un individuo que conocí en los años sesenta cuya pasión era protestar contra las injusticias. Cuando parecía que un conflicto iba a resolverse, se sumía en una especie de pesimismo. Pero cuando surgía una nueva injusticia que defender, volvía a estar eufórico.

Jarvis Jay Masters es un amigo mío budista que ahora está en el pabellón de los condenados a muerte. En su libro Finding Freedom, explica qué sucede cuando nos dejamos seducir por el señor de las palabras.

Una noche mientras estaba sentado en la cama leyendo, su vecino Omar le gritó:

«Eh, Jarvis, pon el canal siete». Jarvis lo puso quitando el sonido. Al mirar las imágenes que aparecían en la pantalla vio una muchedumbre enfurecida agitando los brazos. Preguntó a su vecino: «¿Eh, Omar, qué ocurre?». Y éste le contestó: «Es el Ku Klux Klan, Jarvis, están chillando y gritando que los negros y los judíos tienen la culpa de todo».

Unos minutos después Omar gritó: «Eh, mira lo que sale ahora por la tele».

Jarvis miró la pantalla y vio a una multitud manifestándose que agitaba pancartas, mientras algunas personas eran detenidas por la policía. Dijo: «Sólo con verlos adivino que están enojados por algo. ¿Pero por qué gritan?». Omar le contestó:

«Jarvis, es una manifestación de ecologistas. Están pidiendo que cesen la tala de los bosques, las matanzas de las focas y todo lo demás. ¡Fíjate en esa mujer que protesta furiosamente con el micrófono y toda esa gente gritando!».

Al cabo de diez minutos Omar volvió a llamarle: «¡Eh, Jarvis! ¿Aún estás mirando la tele? ¿Ves lo que sale ahora?». Jarvis levantó los ojos y esta vez vio a mucha gente trajeada con una expresión de estar furiosa por algo. Preguntó: «¿Qué les ocurre a esos tipos?». Y Omar le respondió: «Jarvis, son el presidente y los senadores de Estados Unidos que se están peleando y discutiendo delante de las cámaras de la televisión nacional, cada uno intenta convencer al público de que el otro tiene la culpa de la terrible situación económica existente».

Jarvis respondió: «Bueno, Omar, de lo que sí estoy seguro es de que esta noche he aprendido algo interesante. Aunque vistan como el Ku Klux Klan, como los ecologistas o con caros trajes, todas esas personas tienen la misma expresión furiosa en sus rostros».

Tener una convicción razonable sobre algo que creemos que es correcto, puede llevarnos a dejarnos atrapar por el señor de las palabras. Sin embargo, descubrir que nos indignamos al defender nuestra convicción es un signo de que sin duda hemos ido demasiado lejos y de que nuestra capacidad para cambiar está bloqueada.

Las creencias y los ideales se han convertido en otra forma de levantar muros.



Extracto del libro:
Los lugares que te asustan:
El arte de convertir el miedo en fortaleza
Pema Chödrön
Fotografía de Internet

sábado, 2 de octubre de 2021

DESCUBRIENDO EL MANANTIAL (EL SEÑOR DE LA FORMA)


Una enseñanza que nos ayuda a realizar este proceso de desbloquear la bodichita (corazón/mente abierto o iluminado) es la de los tres señores del materialismo. Se trata de las tres formas en 
que intentamos protegernos de este mundo fluido e indefinible, de las tres estrategias que usamos para obtener una ilusión de seguridad. Esta enseñanza nos anima a familiarizarnos con las estrategias del ego, para ver claramente cómo seguimos persiguiendo la comodidad y la tranquilidad de un modo que tan sólo fortalece más aún nuestros miedos.

El primero de los tres señores del materialismo se denomina el señor de la forma. Representa la manera en que nos refugiamos en los objetos externos para obtener una sensación de seguridad. Empezamos observando los métodos que usamos para huir: ¿Qué hago cuando me siento ansioso, deprimido, aburrido o solo?

¿Intento sentirme mejor con la «terapia de ir de compras»? ¿O me refugio en el alcohol y la comida? ¿Intento animarme tomando drogas, practicando el sexo o buscando aventuras? ¿Prefiero retirarme en la belleza de la naturaleza o en el delicioso mundo que me proporciona una buena novela? ¿Lleno el espacio llamando por teléfono, navegando por Internet o mirando la televisión durante horas? Algunos de estos métodos son peligrosos, en cambio otros son divertidos o incluso bastante benignos. Lo importante es que podemos abusar de cualquier sustancia o actividad para huir de la sensación de inseguridad. Cuando nos volvemos adictos al señor de la forma, estamos creando las causas y las condiciones para que el sufrimiento aumente. No podremos obtener una satisfacción duradera por mucho que lo intentemos. En lugar de ello, los sentimientos de los que intentamos huir se volverán más fuertes.

Una analogía tradicional para el dolor que causa el señor de la forma es un ratón atrapado en una ratonera porque no ha podido resistirse al queso. El Dalai Lama ha dado la vuelta a esta analogía de un modo muy interesante. Cuenta que cuando era niño y vivía en el Tíbet, solía intentar atrapar ratones no porque deseara eliminarlos, sino porque quería ser más listo que ellos. Dice que los ratones del Tíbet deben de ser más inteligentes que los ratones corrientes, porque nunca logró atrapar ninguno. En lugar de ello se convirtieron en sus modelos de conducta iluminada. Le dio la impresión de que, a diferencia de la mayoría de nosotros, aquellos ratones habían llegado a la conclusión de que lo mejor para ellos era renunciar al efímero placer que les producía un pedacito de queso a cambio del duradero placer de vivir. Él nos animó a seguir su ejemplo.

Al margen de cómo nos dejemos atrapar, nuestra reacción habitual no es la de sentir curiosidad por lo que nos está ocurriendo. No nos dedicamos a investigar de manera natural las estrategias del ego, sino que la mayoría nos limitamos a buscar ciegamente algo familiar que asociamos con que nos hará sentir mejor y después nos preguntamos por qué no estamos satisfechos. La aproximación radical a la práctica de la bodichita es prestar atención a lo que hacemos. Sin juzgarlo, aprendemos a aceptar con suavidad cualquier cosa que nos ocurra. Y, al final, puede que decidamos dejar de lastimarnos como solemos hacerlo.



Extracto del libro:
Los lugares que te asustan:
El arte de convertir el miedo en fortaleza
Pema Chödrön
Fotografía de Internet

domingo, 26 de septiembre de 2021

DESCUBRIENDO EL MANANTIAL



Un ser humano forma parte de la totalidad que llamamos «el universo», es una 
parte limitada en el tiempo y el espacio. Se experimenta a sí mismo, a sus pensamientos y sentimientos, como algo separado del resto, lo cual constituye una especie de ilusión óptica de la mente. Esta ilusión supone una prisión para nosotros y nos limita a nuestros deseos personales y al afecto que sentimos por unas pocas personas cercanas a nosotros. Nuestra tarea debe ser liberarnos de esta prisión ampliando el círculo de comprensión y compasión para contener a todos los seres vivos y a toda la naturaleza en su belleza.

ALBERT EINSTEIN

Mientras excavábamos la tierra para construir los cimientos de nuestro centro de retiro en Gampo Abbey, topamos con un lecho de roca y se abrió en él una grietecilla, por la que un minuto después goteaba agua. Y al cabo de una hora el agua fluía a borbotones y la grieta se había ensanchado.

Encontrar la bondad básica de la bodichita es lo mismo, es como descubrir un manantial de agua viva que había estado cubierto temporalmente por una sólida roca.

Cuando sentimos el centro del dolor, cuando nos sentamos con el malestar sin intentar eliminarlo, cuando somos conscientes del dolor que nos causa la desaprobación o la traición y dejamos que éste nos suavice, son los momentos en que conectamos con la bodichita.

Conectar con ese tembloroso y tierno lugar tiene un efecto transformador.

Permanecer en él puede producirnos una sensación de incertidumbre o ponernos los nervios de punta, pero también nos hace sentir mucho mejor. Estar ahí sin más, aunque sólo sea por un momento, supone un genuino acto de bondad hacia nosotros mismos. Ser lo bastante compasivos para contemplar nuestros propios miedos exige, por supuesto, tener valor, y sin duda parece ir en contra de nuestro instinto, pero es lo que necesitamos hacer.

Es difícil saber si reír o llorar ante la difícil situación de los seres humanos.

Henos aquí llenos de sabiduría y sensibilidad y —sin saberlo siquiera— las cubrimos para protegernos de la inseguridad que sentimos. Aunque tengamos el potencial para ser tan libres como una mariposa, preferimos misteriosamente el pequeño y horrible capullo del ego.

Una amiga mía me contó la situación de sus ancianos padres en Florida: «Viven en una zona sumida en la pobreza y la penuria; la amenaza de violencia parece ser muy real. La forma en que se relacionan con ella es vivir en una comunidad protegida por un muro y vigilada por perros y puertas eléctricas, con la esperanza de que no pueda entrar nada malo. Por desgracia, a los amigos de mis padres cada vez les da más miedo salir de esos muros. Desean ir a la playa o al campo de golf, pero están demasiado asustados como para moverse. Aunque ahora paguen a alguien para que les haga las compras, cada vez se sienten más inseguros. Últimamente incluso tienen miedo del personal autorizado a entrar: de los que arreglan los electrodomésticos, los jardineros, los fontaneros y los electricistas. Su aislamiento está haciendo que sean incapaces de afrontar un mundo imprevisible». Esta situación es muy similar a los mecanismos del ego.

Como Albert Einstein señaló, la tragedia de sentirnos separados de los demás reside en que esta ilusión acaba convirtiéndose en una prisión. Pero lo que es más triste aún es que la posibilidad de ser libres nos turba cada vez más. Cuando se abren las barreras, no sabemos qué hacer. Necesitamos que nos prevengan un poco más sobre lo que se siente cuando los muros empiezan a derrumbarse. Necesitamos que nos digan que tener miedo y temblar forma parte del crecimiento personal y que el desapego requiere valor. No reuniremos el valor para a ir a los lugares que nos dan miedo a no ser que investiguemos de una forma compasiva los mecanismos del ego. Así que hemos de preguntarnos: «¿Qué hago cuando siento que no puedo afrontar lo que me está ocurriendo? ¿Qué es lo que me da fuerza y en qué confío?».

El Buda enseñó que la flexibilidad y la apertura nos dan fuerza interior, y que huir de la vacuidad nos debilita y hace sufrir. Pero ¿hemos comprendido que la clave reside en familiarizarnos con nuestras huidas? Una actitud abierta no surge de luchar contra nuestros miedos, sino de conocerlos a fondo.

En vez de atacar esos muros y barreras con un mazo, lo que hacemos es prestarles atención. Con suavidad y sinceridad, nos acercamos a ellos. Los tocamos, los olemos y llegamos a conocerlos bien. Empezamos un proceso de aceptación de nuestras aversiones y deseos. Nos familiarizamos con las estrategias e ideas que usamos para levantar esos muros: ¿Cuáles son las historias que me cuento? ¿Qué es lo que me repugna y me atrae? Empezamos a sentir curiosidad por lo que ocurre en nuestro interior. Sin juzgar lo que vemos como bueno ni malo, nos limitamos a contemplarlo con la mayor objetividad. Somos capaces de observarnos con sentido del humor, sin que esta investigación nos ponga demasiado serios, moralizadores o tensos. Año tras año, aprendemos a mantenernos abiertos y receptivos a cualquier cosa que surja. Y lentamente, muy poco a poco, las grietas de los muros van ensanchándose y, como por arte de magia, la bodichita acaba fluyendo libremente.


Extracto del libro:
Los lugares que te asustan:
El arte de convertir el miedo en fortaleza
Pema Chödrön
Fotografía de Internet
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