El Buda enseñó que la existencia humana tiene tres características principales: la impermanencia, la ayoidad y el sufrimiento o la insatisfacción.
La tercera marca de la existencia es el sufrimiento, la insatisfacción. Como Suzuki Roshi lo expresó, sólo practicando en una continua serie de situaciones agradables y desagradables adquiriremos una auténtica fuerza interior. Aceptar que el dolor es inherente y vivir nuestra vida sabiéndolo es crear las causas y condiciones para ser felices.
En pocas palabras, sufrimos cuando nos resistimos a la noble e irrefutable verdad de la impermanencia y la muerte. Sufrimos no porque seamos básicamente malos o nos merezcamos un castigo, sino por nuestros trágicos malentendidos.
En primer lugar, esperamos que aquello que siempre está cambiando sea aprensible y previsible. Nacemos con un intenso deseo de resolución y seguridad que gobierna nuestros pensamientos, palabras y acciones. Somos como los tripulantes de una barca que se está deshaciendo a pedazos y que intentan sostenerse en el agua. La dinámica, la energética y la corriente natural del universo no son admisibles para una mente convencional. Nuestros prejuicios y adicciones constituyen unos patrones mentales que nacen del miedo que nos suscita un mundo fluido. Como tomamos lo que siempre está cambiando por permanente, sufrimos.
En segundo lugar, actuamos como si estuviéramos separados de todo lo demás, como si fuéramos una identidad fija, cuando nuestra verdadera situación es la del sin sí-mismo. Insistimos en ser Alguien, con una A mayúscula. Buscamos la seguridad afirmando que valemos mucho o nada, que somos superiores o inferiores. Perdemos un tiempo precioso exagerando o idealizando las cosas, o menospreciándonos, asegurando con suficiencia que sí, que así es como somos. Confundimos la apertura de nuestro ser —la inherente maravilla y sorpresa que produce cada momento— con un yo sólido e irrefutable. Y este malentendido nos hace sufrir.
En tercer lugar, buscamos la felicidad en los lugares equivocados. El Buda llamó a este hábito «confundir el sufrimiento con la felicidad», como una polilla que vuela hacia una llama. Como bien sabemos, las polillas no son las únicas que se destruyen a sí mismas para sentirse mejor temporalmente. Con relación a la idea que tenemos de la felicidad, somos como el alcohólico que bebe para eliminar una depresión que aumenta con cada trago, o como el drogadicto que se pincha para huir de un sufrimiento que aumenta con cada dosis.
Una amiga mía que siempre está siguiendo alguna dieta señaló que estas enseñanzas serían más fáciles de seguir si nuestras adicciones no nos hicieran sentir mejor temporalmente. Como nos producen una fugaz satisfacción, seguimos atados a ellas. Al seguir buscando una gratificación instantánea, al perseguir todo tipo de adicciones —algunas en apariencia benignas y otras claramente letales—continuamos fortaleciendo los antiguos hábitos de sufrimiento. Fortalecemos los patrones disfuncionales.
Así, cada vez somos menos capaces de vivir con el más fugaz malestar o incomodidad. Nos acostumbramos a buscar en el acto algo que alivie el estado de tensión nerviosa en el que vivimos. Lo que empieza siendo un pequeño cambio de energía —un pequeño nudo en la boca del estómago, una vaga e indefinible sensación de que está a punto de ocurrirnos algo malo— se agrava el convertirse en una adicción. Así es como intentamos hacer que la vida sea previsible, como confundimos aquello que siempre produce sufrimiento con lo que nos traerá felicidad y nos dejamos atrapar por el repetitivo hábito de aumentar nuestra insatisfacción. En la terminología budista, este vicioso ciclo se llama samsara.
Cuando empiezo a dudar de que yo tenga lo que hace falta para tener siempre presente la impermanencia, la ayoidad y el sufrimiento, me animo recordando la alentadora frase de Trungpa Rimpoché de que no hay ningún remedio para el calor ni el frío. No hay ningún remedio para los hechos ineludibles de la vida.
Esta enseñanza sobre las tres marcas de la existencia nos motiva a dejar de luchar contra la naturaleza de la realidad. Dejamos de lastimar a los demás y de lastimarnos a nosotros mismos en nuestros esfuerzos por huir de la alternancia del placer y el dolor. Podemos por fin relajarnos y estar plenamente presentes en nuestra vida.
Extracto del libro:
Los lugares que te asustan:
El arte de convertir el miedo en fortaleza
Pema Chödrön
Fotografía de Internet
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