En el exilio, en México, haciendo cola en la Dirección de Migración, murió Carlos Martínez Moreno.
Tarde en la noche, Anhelo Hernández estaba velando a su amigo. Se había quedado a solas con él. Mutilado de su amigo, Anhelo no encontraba consuelo. De nada le servía decirse que vivas seguían las palabras que había escrito, su esplendor, su ironía filosa:
—Nos jodiste, gordo —pensó en voz alta.
Y otra voz sonó, a sus espaldas:
—¿Lo lloramos, señor?
Alzada entre las sombras, que temblaban a la luz de los cirios, la llorona esperaba una respuesta.
—A él no le gusta que lo lloren —dijo Anhelo.
La profesional de las lágrimas no se movió. Y tampoco se movió cuando Anhelo sacó unas monedas del bolsillo, se las puso en la mano y la despidió con un gesto.
Anhelo se quedó sentado ante el cajón donde Carlos yacía. La llorona, de pie, no lloraba ni se iba.