Según la mayoría de los tratados sobre el amor conyugal, para tener una buena relación de pareja se necesitan un cúmulo de «virtudes» de las que no todos disponemos.
Algunas de estas cualidades, consideradas imprescindibles, son: compromiso, sensibilidad, generosidad, consideración, lealtad, responsabilidad, confiabilidad, cooperación, adaptación, reconocer errores, perdonar, solidaridad, altruismo, etcétera, etcétera.
¡Qué cantidad de cosas! Si alguien hubiera incorporado a su ser todos estos valores estaría próximo a la santidad y no necesitaría pareja. La realidad nos muestra que la gran mayoría de nosotros estamos muy lejos de ese nivel de excelencia y cuando iniciamos una relación afectiva lo hacemos con toda nuestra defectuosa humanidad a cuestas. No te enamoras de un «pedazo» de la persona, no puedes fragmentarla a tu gusto ni ignorar sus «vicios» y carencias, porque tarde o temprano harán su aparición: te relacionarás con todo lo que es el otro, con lo bueno, lo malo y lo feo. Está claro, entonces, que el conocimiento real de la pareja debería ser antes y no después del matrimonio.








