Me confieso, padre, y disculpe la demora. Fue a fines del año 93, creo, si no recuerdo mal. Yo volaba hacia Madrid, y en el avión estaba leyendo un diario español, para ponerme al día con las novedades de la madre patria. Un aviso, bastante grande, me llamó la atención. Era un convento haciendo publicidad. Un convento de clausura, en Granada, que andaba escaso de monjas. Yo no sé si usted conoce, padre. El convento había sido fundado, no sé cuándo, para albergar más de cien monjas, y ya no tenía más que nueve. El aviso invitaba a las muchachas españolas a meterse al encierro, y les prometía la gloria: «¡Entrégate al Señor!», decía el aviso, y decía: «¡El te dará el goce eterno!» Como lo oye. Aquello me fulminó, padre, le ruego que comprenda. ¡El goce eterno! Me sentí humillado. Y entonces, padre, lo confieso, cometí el sacrificio de pensar que Dios Nuestro Señor estaba practicando la competencia desleal. Juro que me arrepentí en el acto, pero reconozco que justo en ese momento el avión pegó tremenda sacudida.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
Eduardo Galeano
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