viernes, 15 de diciembre de 2017

EL DISCRETO ENCANTO DEL AUTORITARISMO


No es fácil aceptar y funcionar adecuadamente bajo la dirección de una persona autoritaria, porque el miedo y la rabia van echando raíces: el primero inmoviliza y el segundo produce indignación. 

Recuerdo que cuando estudiaba ingeniería, para pagarme los estudios trabajaba de dibujante proyectista de ascensores. Mi jefe era un hombre exigente y autoritario y sus normas, extremadamente rígidas: no podíamos dejarnos el pelo largo o tenerlo caído sobre la frente, los zapatos tenían que coincidir con el color del cinturón, pasaba revista para ver si las batas tenían alguna mancha de tinta y establecer turnos para que limpiáramos la oficina. A mí me tocaba los jueves: había que barrer, fregar suelos y paredes, desempolvar los tableros de dibujo y hacer el café, entre otras tareas. Pero lo más insoportable era la ironía y la manera humillante de mostrar su desagrado. Cuando un trabajo no le gustaba, simplemente rasgaba la hoja, hacía una bola con el papel y la tiraba a la basura. Después nos decía, entre sarcástico y furioso: «¡Míreme, míreme a los ojos, inútil! ¿Usted piensa que soy estúpido o qué? ¡O lo hace bien o se larga!»

Lo perverso era que no nos decía qué hacíamos mal. Así que cuando iniciábamos un nuevo plano, la incertidumbre nos producía verdaderos ataques de ansiedad. Además, en ese régimen fascista no podía existir la mínima conversación, murmullo o comentario. Había que levantar la mano para todo, mientras él se paseaba entre los tableros como un verdugo hambriento. Todo esto era soportado por unos treinta dibujantes que necesitábamos el trabajo y que nos moríamos de miedo. 

Un día, ya hartos del maltrato y animándonos unos a otros, decidimos protestar. Entonces, tras la hora del almuerzo decidimos no entrar en nuestro lugar de trabajo y acordamos quedarnos en la parte de abajo de la fábrica, ante la mirada sorprendida y solidaria de la mayoría de los obreros. Nada más enterarse, el jefe se puso hecho un energúmeno, y bajó acompañado por algunas personas de seguridad. Nos gritó, nos amenazó e incluso empujó a unos cuantos, pero, aunque asustados, resistimos valientemente la provocación. Nunca olvidaré la expresión de furia e impotencia de aquel hombre. La indignación era tal, que se le hinchaban las venas de la frente y los labios se le ponían morados. Parecía un toro furioso dispuesto a embestirnos. Pero nosotros, animados no sé por qué, seguíamos firmes en nuestra consigna: «¡Queremos hablar con el gerente!» Finalmente, nos recibieron los altos mandos e hicimos una catarsis con todo lujo de detalles. Al oír el relato, el gerente nos pidió que le diéramos otra oportunidad al «pequeño Mussolini» (así lo llamábamos a sus espaldas), pero la mayoría no quería saber nada. Uno de mis compañeros se animó a decir lo esencial: «Ya no le creemos... No lo respetamos como jefe. Necesitamos a alguien que nos trate bien y al que no le tengamos miedo.»

Y es verdad, la agresión y la violencia no se borran de un plumazo. Tras deliberar unos minutos, la directiva llegó a la conclusión de que apoyaba al jefe y nos dijeron que los que no estuviéramos de acuerdo podíamos presentar la renuncia, cosa que hicimos unos cuantos. No quiero imaginarme las consecuencias para los que no pudieron o no quisieron retirarse. 

Ahora, al cabo de los años, me reafirmo en aquella juvenil intuición: le obedecíamos por miedo y no por convicción. El don de mando no nace de la dominación y la subyugación. Es un arte o una virtud que permite la comunicación entre las personas. Del mismo modo que no podemos forzar el amor o a que la gente piense de cierta manera, no puede existir una buena autoridad si no hay admiración o respeto hacia las cualidades de quien dirige. 

Autoritarismo y rigidez mental casi siempre van juntas.106 Sólo a modo de ejemplo: las personas autoritarias muestran más prejuicios,107 generan pocas habilidades de afrontamiento108 y son marcadamente etnocentristas, antidemocráticas y fundamentalistas.109,110 Una verdadera amenaza pública, aunque mucha gente disimule y se resigne. Algunos autores sostienen que la educación de una mente autoritaria puede desembocar en una personalidad sádico / agresiva, caracterizada por asperezas en las relaciones interpersonales, dogmatismo, intolerancia, alta motivación por el poder y hostilidad indiscriminada y permanente.111 Una legión de supermonstruos en un solo personaje.

  • 107. Altemeyer, B. (2004). «Highly dominating, highly authoritarian personality.» The Journal of Social Psychology, 144, 421-448. 
  •  108. Oesterreich, D. (2005). «Flight into security: A New approach and measure of the authoritarian personality.» Political Psychology, 26, 275-283. 
  •  109. Adorno, T. W.; Frenkel- Brunswik, E.; Levinson, D. J. y Sanford, R. N. (1965). La personalidad autoritaria. Buenos Aires: Editorial Proyección. 
  •  110. Altemeyer, B. y Hunsberg, B. (2005). «Fundamentalism and authoritarianism.» En Paloutzian, R. F. y Park, C. L. (Eds.). Handbook of the psychology of religion and spirituality. Nueva York: The Guilford Press. 
  •  111. Millon, T. (1999). Trastornos de la personalidad. Barcelona: Masson.


Extracto del libro: 
El arte de ser flexible
Walter Riso
Fotografía tomada de internet

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