El jurista y filósofo Norberto Bobbio decía: «Quien esté libre de prejuicios que tire la primera piedra.» Muchos prejuicios permanecen latentes u ocultos hasta que algún hecho los saca a la superficie.
En una investigación que se llevó a cabo en la Universidad de California-Irvine,77 se le pidió a un grupo de estudiantes blancos que vieran un vídeo donde se podían ver diferentes situaciones en las que un hombre empujaba levemente a otro durante una discusión. Cuando un hombre blanco empujaba a un negro, la gran mayoría de los estudiantes interpretaban la conducta como «no violenta» o como un «juego»; pero si el que empujaba a un blanco era un negro, los indicadores se invertían y la gran mayoría de ellos evaluaban el empujón como un acto claramente «violento». Cabe señalar que los estudiantes elegidos para el experimento social no tenían, supuestamente, prejuicios raciales. Estos datos se han extrapolado de muchas otras investigaciones posteriores con distintos tipos de prejuicios (por ejemplo, de edad, de sexo, de raza o de clase social), y han mostrado que existen disparadores que sacan a flote, de manera inconsciente, aprensiones, recelos y escrúpulos que nuestra mente consciente no conoce o no quiere aceptar.78
Insisto: nadie está libre. «Yo no soy clasista», me decía una paciente angustiada por su futuro yerno. «Mientras eran novios no me importaba que él trabajara en un taller mecánico, aunque mi hija fuera ingeniera y viviéramos en un barrio mejor. Pero ahora que se van a casar, ya no sé... La familia no me gustó. Son, cómo decirle... un poco ordinarios. La verdad es que no me los imagino alternando con nuestros amigos.» Todo iba bien, hasta que el «mecánico» mostró intenciones de entrar a formar parte de su familia. No importaba que fuera una buena persona, que tratara bien a su hija y que la amara. Lo que le pesaba a la señora era la «clase social» de su futuro yerno. Sin embargo, en su vida cotidiana la mujer no manifestaba posiciones clasistas; por el contrario, se mostraba como una persona aparentemente abierta y no excluyente con la gente humilde. Aun así, cuando le pulsaron el interruptor, el prejuicio saltó como una fiera agazapada.
Todo parece indicar que las posiciones segregacionistas extremas y descaradas de antaño han sido reemplazadas por formas más implícitas de discriminación.79,80 Pensemos por un momento en la actitud que se tiene en la actualidad hacia las personas obesas. Aparentemente, nadie las discrimina (aunque la ropa sea cada vez más pequeña); no obstante, los estudios de la última década muestran que las personas con sobrepeso se casan con menos frecuencia, son las que ocupan los peores empleos y tienen menos dinero que la gente delgada. Además, son vistas como menos atractivas, menos inteligentes, más infelices, menos disciplinadas y poco exitosas.81 Nadie puede negar que la obesidad está estigmatizada. Una mujer joven y bastante atractiva, que trabaja en una compañía de informática, me hizo el siguiente comentario: «En la empresa donde trabajo todos son “guapos”. Al dueño le parece poco conveniente que haya gente fea o gorda... No tengo nada contra ellos, pero la imagen de la empresa mejora si sus empleados son bien parecidos. No es una cuestión de discriminación, sino de estética. ¿Me entiendes?» La afirmación no le produjo el mínimo rubor. Para ella era lógico y natural que en su trabajo los «bellos» fueran los privilegiados. Anoté el nombre de la empresa y me prometí que jamás compraría un producto de esa marca. Yo sé que mi decisión no va a eliminar los prejuicios del mundo, pero me hace sentir mejor. Cada vez que compro tinta para mi impresora, pienso: «Este dinero no va para ustedes.»
En ocasiones, el prejuicio que aparece en la guerra de las diferencias impide a las personas o a las empresas crecer en lo que hacen. Recuerdo el caso de un amigo que trabajaba en una importante fábrica de gaseosas y se prohibía a sí mismo probar otras marcas como una forma de lealtad empresarial. Para él, ningún refresco de la competencia estaba a la altura; más aún, cuando se le pedía que le hiciera una crítica a su empresa, inmediatamente señalaba los defectos de las otras. En cierta ocasión le dije: «¿Cómo hacen para mejorar el producto si magnifican lo propio y minimizan lo ajeno? ¿No deberían ser más autocríticos?» Su respuesta fue tajante: «¡Esto no se trata de autocrítica, sino de fidelidad!» ¿Fidelidad a quién? A la empresa, a los patrocinadores, a la junta de accionistas, al logotipo o cualquier otro símbolo que identifique la agrupación financiera a la cual pertenecía. Como si la amistad o la adherencia a una colectividad implicara una curiosa forma de ceguera parcial. Yo pienso que debería ser similar a lo que hacemos con nuestros hijos: los criticamos porque los queremos, no importa que sean parte de nosotros.
El etnólogo italiano Vittorio Lanternari82 relata dos antiguos mitos en los que el prejuicio aparece de manera clara y explícita. El primero corresponde a los indios cheroqui de Norteamérica, quienes cuentan que el Gran Espíritu creador del universo, queriendo crear a los humanos, fabricó tres estatuas y las puso en el horno para que se cocieran. La que se sacó muy rápido era blanca y estaba mal cocida; de ella procede el hombre blanco. La segunda estaba cocida al punto, era de color rojizo y de ella descienden los indios americanos. Y la tercera, por olvido del Gran Espíritu se pasó de cocción y quedó negra; de ella deriva el hombre negro. De las tres razas que fueron creadas en América, queda claro que para los cheroquis la más dotada y agraciada es su estirpe india.
Algo similar explica el mito de los manus de Europa Central, quienes cuentan por qué los gitanos tienen el privilegio de la piel morena respecto a los demás pueblos. De manera similar al mito cheroqui, Dios utilizó figuras de arcilla, y hubo tiempos de cocción. La que fue extraída demasiado pronto dio origen al hombre blanco; la que se dejó cocer demasiado engendró al hombre negro y, de la que se mantuvo el tiempo adecuado de cocido, nacieron los gitanos, justos y perfectos.
77. Duncan, B. J. (1976). «Differential social perception and
attribution of intergroup violence: testing the lower
imits of stereotyping of blacks.» Journal of Personality
and Social Psychology, 34, 590-598.
78. Greenwald, A. G.; Banaji, M. R.; Rudman, L. A.; Farnham,
S. D., Nosek, B. A. y Rosier, M. (2000). «Prologue to a
unified theory of attitudes, stereotypes, and selfconcept.
» En Forgas, J. P. (Ed.). Feeling and thinking:
The role of affect in social cognition and behaviour.
Nueva York: Cambridge University Press.
79. Baron, R. A. y Byrne, D. (1998). Psicología social. Madrid: Prentice Hall.
80. Kinder, D. R. y Sears, D. O. (1985). «Public opinion and political action.» En Lindzey G. y Aroson E. (Eds.). The handbook of social psychology. Nueva York: Random House.
81. Hebl, M. R. y Heatherson, T. F. (1998). «The stigma of obesity in woman: The difference in black and with.» Personality and Social Psychology Bulletin, 24, 417-426.
82. Lanternari, V. (1983). L´incivilimento dei barbiri. Bari: Dedalo.
Extracto del libro:
El arte de ser flexible
Walter Riso
Fotografía tomada de internet
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