sábado, 22 de enero de 2022

MÁS ALLÁ DE NUESTRA ESTRECHA MENTALIDAD


 

EL VENDEDOR DE TÉS


Había una vez un anciano que solía gestionar 
una sala flotante de té al aire libre en los bellos parajes de los alrededores de Kioto, antigua capital imperial de Japón.

En primavera buscaba los lugares en los que las flores eran más hermosas, y en otoño encontraba zonas en las que había el mejor follaje; allí sacaba sus útiles de té y colocaba asientos para esperar a los excursionistas que disfrutaban de las vistas.

Los estetas de Kioto estaban encantados y solían reunirse donde montaba la tetería. No pasó mucho tiempo antes de que el Viejo Vendedor de Tés llegara a ser muy conocido en la capital.

Pocas personas sabían que el anciano era un Maestro zen de incógnito. Estudiante de zen desde su infancia, había visitado instructores budistas a lo largo de todo el país. Permanentemente de viaje, carecía de propiedades materiales y se dedicaba por completo al estudio del budismo.

Después de alcanzar el despertar zen, había hecho el compromiso de estudiar y autoperfeccionarse para siempre, con el objeto de evitar desviarse del sendero hacia la total iluminación por asumir prematuramente una condición de autoridad.

Tras sus amplios viajes, el Maestro regresaba a su lugar de origen para ayudar a su primer instructor de zen. Cuando éste murió, el Maestro nombró a uno de sus discípulos para heredar la abadía.

El mismo desapareció y fue a Kioto, dejando tras sí para siempre el cargo monástico. En aquel momento dijo: «El que sean correctos los propios medios de vida es una cuestión de espíritu, no de apariencias. No quiero aprovecharme del hábito de monje para vivir a costa de las limosnas de los demás.»

Así, empezó a vender tés para mantenerse.

Solía decir bromeando a la gente: «Soy pobre y carezco de medios para comer carne. Soy viejo y no puedo satisfacer a una esposa. La manera de vivir de un vendedor de tés es adecuada para mí.»

Más adelante, el Maestro quemó todos sus útiles de té y se retiró.

Finalmente, murió en una ermita en el año 1763, a la edad de ochenta y nueve años.

Cuando instalaba la tetería, el anciano solía colgar el siguiente cartel:

«El precio del té es cuanto me dés, desde cien libras de oro hasta medio céntimo. Puedes incluso beber gratis si quieres; pero no te puedo hacer una oferta mejor que ésta.»

Cuando al final quemó sus utensilios y se retiró, éstas fueron sus palabras a su canasta de acarreo:

«Siempre he estado solo y he sido pobre, sin un pedazo de tierra ni una azada. Me has ayudado durante muchos años, acompañándome a las montañas de primavera y a los ríos de otoño, vendiendo tés bajo los pinos y a la sombra de los cañaverales de bambú. Así pues, no me ha faltado dinero para comer y he pasado de los ochenta años.

»Pero ahora soy tan viejo que no tengo la fuerza para utilizarte más. Ocultando mi cuerpo en la Estrella Polar, estoy a punto de acabar mis días. Por miedo a que seas deshonrada en el futuro por manos mundanas, te recompenso con el Trance del Fuego: transfórmate ahora en medio de las llamas.
»;Cómo podemos expresar esta transformación?

Consumido el fuego, despejada la eternidad, todo queda consumado; pero las montañas verdes están ahí como siempre en medio de las blancas nubes. Ahora te confío al espíritu del fuego.»



Extracto del libro:
Antología Zen
Cien historias de iluminación
Versión de Thomas Cleary
Fotografías tomadas de Internet

viernes, 21 de enero de 2022

TU RELACIÓN SE BASA EN LA RECIPROCIDAD CUANDO:


 

JUSTICIA DISTRIBUTIVA Y JUSTICIA CONMUTATIVA


 

DE LA GENEROSIDAD, AL AMOR RECÍPROCO


Los siguientes valores guía (solidaridad, reciprocidad y autonomía) te servirán para ubicar el amor en un sitio mejor y más gratificante. La ausencia de cualquiera de ellos hace insostenible cualquier relación, por más buena voluntad, que tengan los implicados.

Segundo valor: De la generosidad, al amor recíproco.

Les guste o no a los dadores compulsivos, debe existir un intercambio básico para que el amor de pareja pueda funcionar. Si le eres fiel a tu pareja, esperas fidelidad; si eres tierno, esperas ternura; si das sexo, esperas sexo, en fin: esperas. Aunque pueda haber momentos especiales en los que te desligues de cualquier retribución futura, una de las expectativas naturales que acompaña el amor de pareja es la reciprocidad. El amor recíproco va más allá del puro dar, que caracteriza a la generosidad, y propone una relación basada en el "dar" y el "recibir". La generosidad es moralmente superior, pero la reciprocidad es el motor de la vida en pareja. La comunicación y la capacidad de resolver problemas quedan incompletas sin la correlación dador-receptor.

No es posible aceptar una relación desigual, si queremos mantener un amor constructivo y saludable. Un joven me decía, no sin tristeza: "Mi novia cree que es una reina. Hay que atenderla, darle gusto, contemplarla. A mí antes me nacía, pero ya llevo mucho tiempo dando dando sin recibir nada a cambio... No se preocupa por mí como yo lo hago por ella. Necesito que alguien me consienta, necesito sentirme querido. Por ejemplo, cuando tenemos sexo, me toca a mí hacerlo todo... Ya no es placentero, sino extenúante. Tengo una amiga nueva que es lo opuesto...

Posiblemente quiera más a mi novia, pero prefiero empezar una relación de igual a igual con alguien más". Es difícil no darle la razón. No estoy diciendo que haya, que ser milimétrico en las relaciones, ya que no todos tenemos las mismas necesidades ni las, mismas capacidades (no somos idénticos) o que haya que tirar la generosidad a la basura. Lo que sugiero es mantener una correspondencia equitativa que nos haga sentir bien. La reciprocidad positiva está relacionada con la percepción de equilibrio y armonía, con el sentimiento le imparcialidad y justicia.

Haciendo una analogía con el pensamiento de Aristóteles y santo Tomás, un amor justo es él que combina tanto la justicia distributiva (repartir cargas y beneficios proporcionalmente entre los miembros de la pareja). Como la justicia conmutativa (evitar la estafa y el fraude en cualquiera de sus formas). No es que no podamos cambiar de opinión, pero es mejor hacerlo de manera honesta, tratando de salvaguardar el bien común y produciendo el menor daño posible. La reciprocidad supera el placer de la gratitud o el "celo de amor" del que hablaba el filósofo Baruch de Spinoza, es decir, hacer el bien a aquél que nos lo ha hecho, devolver el bienestar recibido.

Por su parte, Alain propuso (citado por Comte-Sponville en su Diccionario Filosófico) una máxima de cómo ser justo en las relaciones interpersonales: "En cualquier contrato y en cualquier intercambio, ponte en el lugar del otro, pero con todo lo que sabes, y, suponiéndote tan libre de necesidades como un hombre puede serlo, mira si en su lugar, aprobarías ese intercambio o ese contrato". Si pudiéramos aplicar la sugerencia de Alain, sin resquemores ególatras y de corazón, nuestras relaciones afectivas estarían libres de explotación y maltrato.

Tu relación se basa en la reciprocidad cuando:

El intercambio afectivo y material es equilibrado y justo.
Los privilegios son distribuidos equitativamente.
El acceso a los derechos y deberes es igual de parte y parte.
Ninguno de los miembros intenta sacar ventajas o explotar al otro.
No hay la sensación de "estafa" afectiva.
No tienes que recordarle a tu pareja lo que necesitas.
Ninguno piensa que merece más que el otro.
Existe una correspondencia mutua sobre lo fundamental.

Tu pareja no es recíproca, si no le importa lo que piensas y sientes. En el amor, el que da, casi siempre espera recibir o tiene expectativas al respecto, Es el equilibro natural del amor justo y equitativo.



Extracto del libro:
Los límites del amor
Walter Riso
Fotografías tomadas de Internet

jueves, 20 de enero de 2022

PERFECCIONES


 

PEQUEÑA HISTORIA AUTOBIOGRAFICA


Había una vez un señor que vivía como lo que era:

una persona común y corriente.

Un buen día, misteriosamente, notó que la gente empezó a halagarlo diciéndole lo alto que era:

- Qué alto que estás!
- Cómo has crecido!
- Te envidio la altura que tenés...

Al principio esto lo sorprendió, así que, durante unos días, notó que se miraba de reojo al pasar frente a los escaparates de los negocios y en los espejos de los subterráneos...

Pero el hombre siempre se veía igual, ni tan alto ni tan bajo...

Él trató de restarle importancia, pero cuando después de unas semanas, notó que tres de cada cuatro personas lo miraban desde abajo, empezó a interesarse en el fenómeno.

El señor compró un metro para medirse. Lo hizo con método y minuciosidad, y después de varias mediciones y rechequeos, confirmó que su estatura era la de siempre.

Los otros seguían admirándolo.

- Qué alto que estás!
- Cómo has crecido!
- Te envidio la altura que tenés...

El hombre empezó a pasar largas horas delante del espejo mirándose. Trataba de confirmar si era realmente más alto que antes.

No había caso: él se veía normal, ni tan alto ni tan bajo.

No contento con eso, decidió marcar, con una tiza en la pared, el punto más alto de su cabeza (tendría así una referencia confiable de su evolución).

La gente insistía en decirle:

- Qué alto que estás.
- Cómo has crecido...
- Te envidio la altura que tenés.

... y se inclinaban para mirarlo desde abajo.

Pasaron los días.

Varias veces el hombre volvió a marcar con tiza la pared, pero su marca estaba siempre a la misma altura.

El hombre empezó a creer que se estaban burlando de él, así que, cada vez que alguien le hablaba sobre alturas, éste cambiaba de tema, lo insultaba o simplemente se iba sin decir una palabra.

De nada sirvió... la cosa seguía.

- Qué alto que estás!
- Cómo has crecido!
- Te envidio la altura que tenés...

El hombre era muy racional y todo esto, pensó, debía tener una explicación.

Tanta admiración recibía y era tan lindo recibirla que el hombre deseó que fuera cierto...

Y un día se le ocurrió que quizás... sus ojos lo engañaban.

El podría haber crecido hasta ser un gigante y por algún conjuro o hechizo, ser el único que no lo podía ver...

- Eso! Eso debía ser lo que estaba pasando!

Montado en esta idea, el señor empezó a vivir, desde entonces, un tiempo glorioso.

Disfrutaba de las frases y las miradas de los otros.

- Qué alto que estás!
- Cómo has crecido!
- Te envidio la altura que tenés...

Había dejado de sentir ese complejo de impostor que tan mal lo tenía.

Un día sucedió el milagro.

Se paró frente al espejo y realmente le pareció que había crecido.

Todo empezaba a aclararse. El hechizo había terminado, ahora él también podía verse más alto.

Se acostumbró a pararse más erguido.

Caminaba tirando la cabeza para atrás.

Usaba ropa que lo hacía más estilizado y se compró varios pares de zapatos con plataformas.

El hombre empezó a mirar a los otros desde arriba.

Los mensajes de los demás se transformaron en asombro y admiración.

- Qué alto que estás!
- Cómo has crecido!
- Te envidio la altura que tenés...

El señor pasó del placer a la vanidad y de ésta a la soberbia sin solución de continuidad.

Ya no discutía con quien le decía que era alto, más bien avalaba su comentario e inventaba algún consejo sobre cómo crecer rápidamente.

Así pasó el tiempo, hasta que día... se cruzó con el enano.

El señor vanidoso se apuró a pararse a su lado, imaginando anticipadamente sus comentarios, se sentía más alto que nunca...

Pero, para su sorpresa, el enano permaneció en silencio.

El señor vanidoso carraspeó, pero el enano no pareció registrarlo. Y aunque se estiró y estiró hasta casi desarticular su cuello, el enano se mantuvo impasible.

Cuando ya no pudo más, le susurró:

- ¿No te sorprende mi gran altura? ¿No me ves gigantesco?

El enano lo miró de arriba abajo, lo volvió a mirar y con escepticismo dijo:

- Mire, desde mi altura todos son gigantes y la verdad es que desde aquí, Ud. no me parece más gigante que otros.

El señor vanidoso lo miró despectivamente y como único comentario le gritó:

- ¡Enano!

Volvió a su casa, corrió hacia el gran espejo de la sala y se paró frente a él...

No se vio tan alto como esa mañana.
Se paró junto a las marcas en la pared.
Marcó con una tiza su altura, y la marca...
se superpuso a todas las anteriores!...

Tomó el metro y temblorosamente se midió, confirmando lo que ya sabía:

No había crecido ni un milímetro...
Nunca había crecido ni un milímetro...

Por primera vez en mucho tiempo volvió a verse uno más, uno igual a todos los otros.

Volvió a sentirse de su altura: ni alto ni bajo.

¿Qué iba a hacer ahora cuando se encontrara con los demás?

Ahora él sabía que no era más alto que nadie.

El señor lloró.
Se metió en la cama y creyó que no iba a salir nunca más de su casa.
Estaba muy avergonzado de su verdadera altura.
Miró por la ventana y vio a la gente de su barrio caminar frente a su casa.
Estaba muy avergonzado de su verdadera altura.
Miró por la ventana y vio a la gente de su barrio caminar frente a su casa...
... todos le parecían tan altos!!!
Asustado volvió a correr para ponerse frente al espejo de la sala, esta vez para comprobar si no se había achicado.
No. Su altura parecía la de siempre...

Y entonces comprendió...

Cada uno ve a los demás mirándolos desde arriba o desde abajo.

Cada uno ve a los altos o a los bajos según su propia posición en el mundo, según su limitación, según su costumbre, según su deseo, según su necesidad...

El hombre sonrió y salió a la calle.

Se sentía tan liviano que casi flotaba por la vereda.

El señor se encontró con cientos de otros que lo encontraron gigante y algunos otros que lo vieron insignificante, pero ninguno de ellos consiguió inquietarlo.

Ahora él sabía que era uno más.
Uno más...
Como todos...




Extracto del libro:
Cuentos para pensar
Jorge Bucay
Fotografía de Internet

miércoles, 19 de enero de 2022

IDEAS QUE CIEGAN


FORMULA PARA SER FELIZ


Diez, doce años atrás, hice un descubrimiento que trastocó y revolucionó mi vida, 
convirtiéndome en un hombre nuevo. Descubrí una formula que me permite ser feliz por el resto de la vida, que permite disfrutar cada minuto de la vida. Redescubrí la vida.

Al escuchar esto, alguien podrá asombrarse y preguntarme: 

_¿Cómo se enteró sólo diez o doce años atrás? ¿No ha leído usted los Evangelios?

¡Por supuesto que leí los Evangelios! ¡Pero no la había visto! La fórmula estaba allí, en los Evangelios, pero yo no la había comprendido. Más tarde, cuando ya la había descubierto, la hallé en los textos sagrados de las principales religiones y me asombré: la había leído y no la había visto, no la había comprendido. Ojalá la hubiera descubierto cuando era más joven.

¡Qué diferente habría sido todo!

¿Cuánto tiempo me llevará transmitir a otros esa fórmula? ¿Todo un día? Voy a ser honesto: sólo un par de minutos. No creo que requiera más de dos minutos transmitirla.

Captarla o comprenderla llevaría...¿veinte años?, ¿quince años?, ¿diez años?, ¿diez minutos?, ¿un día?, ¿tres días? ¡Quién sabe! Eso depende de cada uno.



Extracto del libro:
Medicina del alma
Anthony de Mello
Fotografías tomadas de Internet
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