domingo, 4 de marzo de 2018

VIVIR EN LA MEMORIA O EN LA IMAGINACIÓN ES VIVIR EN LA NO EXISTENCIA


EL SECRETO DE BYRNE


Las siete leyes del Universo han sido desde tiempos inmemoriales una guía para filósofos, religiosos, magos y científicos. Incluso en el hinduismo o en la kábala se habla del poder del pensamiento y de la mente y la palabra en términos semejantes.

Autores como Wallace James Allen con Como un hombre piensa, así es su vida o Charles F. Haanel con La llave maestra ya se referían a los contenidos de estas siete leyes, que finalmente se han reducido a una sola bautizada como la «ley de la atracción», la cual se puso en boca y mente de todos gracias al libro y la película El secreto de Rondha Byrne.

Simplificándolo al máximo, el libro de Byrne nos dice que todo lo que nos llega lo atraemos a través de lo que tenemos en nuestra mente, de lo que pensamos, ya que somos grandes imanes.

Byrne divide la ley de la atracción en tres pasos:

1. Debes pedir lo que quieres, pensarlo o escribirlo en un trozo de papel en tiempo presente.

2. Obtendrás respuesta, ya que el Universo responderá a tu petición.

3. Para recibir se necesita estar en consonancia con lo que estás pidiendo, por eso debes comportarte como si ya se hubiera realizado tu deseo.

Como dicen las siete leyes del Universo y también la ley de la atracción, todo es energía, ¿y qué explica mejor el comportamiento de dicho elemento que la física cuántica?

Y ahora la cuántica. 

Es precisamente aquí, en la física, donde encontramos la otra rama de la que podríamos llamar la «ley de la atracción». Los científicos cuánticos afirman que la realidad depende del observador y puede ser alterada por él.

En el documental ¿Y tú qué sabes? podemos ver cómo la realidad se reduce a la percepción del sujeto y somos nosotros quienes, a través de nuestras creencias, sentimientos y pensamientos creamos nuestro entorno. De nuevo, dicho de otro modo: lo que crees es lo que creas.

TRANSFORMACIÓN


sábado, 3 de marzo de 2018

7 PECADOS CAPITALES


De rodillas en el confesionario, un arrepentido admitió que era culpable de avaricia, gula, lujuria, pereza, envidia, soberbia e ira:

Jamás me confesé. Yo no quería que ustedes, los curas, gozaran más que yo con mis pecados, y por avaricia me los guardé.


¿Gula? Desde la primera vez que la vi, confieso, el canibalismo no me pareció tan mal.

¿Se llama lujuria eso de entrar en alguien y perderse allí adentro y nunca más salir?

Esa mujer era lo único en el mundo que no me daba pereza.

Yo sentía envidia. Envidia de mí. Lo confieso.

Y confieso que después cometí la soberbia de creer que ella era yo.

Y quise romper ese espejo, loco de ira, cuando no me vi.

YO PECADOR


Me confieso, padre, y disculpe la demora. Fue a fines del año 93, creo, si no recuerdo mal. Yo volaba hacia Madrid, y en el avión estaba leyendo un diario español, para ponerme al día con las novedades de la madre patria. Un aviso, bastante grande, me llamó la atención. Era un convento haciendo publicidad. Un convento de clausura, en Granada, que andaba escaso de monjas. Yo no sé si usted conoce, padre. El convento había sido fundado, no sé cuándo, para albergar más de cien monjas, y ya no tenía más que nueve. El aviso invitaba a las muchachas españolas a meterse al encierro, y les prometía la gloria: «¡Entrégate al Señor!», decía el aviso, y decía: «¡El te dará el goce eterno!» Como lo oye. Aquello me fulminó, padre, le ruego que comprenda. ¡El goce eterno! Me sentí humillado. Y entonces, padre, lo confieso, cometí el sacrificio de pensar que Dios Nuestro Señor estaba practicando la competencia desleal. Juro que me arrepentí en el acto, pero reconozco que justo en ese momento el avión pegó tremenda sacudida.
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