Es una variación del punto anterior («YA LO HE DECIDIDO»), una forma de esperanza ilimitada. A pesar de las buenas intenciones, y para desgracia de los fanáticos del optimismo, desear algo con todas las fuerzas no es suficiente para que la realidad cambie, los mares se abran o las manzanas se conviertan en sandías. Podríamos pararnos frente a un camión que se acerca velozmente y desear de todo corazón que no nos atropelle o subirnos a un piso treinta y con todo nuestro ser desear volar antes de lanzarnos, pero es mejor dejarle un espacio al escepticismo. Es mejor no intentarlo. El deseo es un motor importante, no cabe duda, y es el impulso vital que nos mueve hacia nuestros fines más preciados, pero es evidente que no posee el poder sobrenatural que le atribuimos. El deseo puede obrar como profecía autorrealizada; es decir, actuar sobre el medio, casi siempre de manera no consciente, para hacer que nuestras expectativas, positivas o negativas, se cumplan. Pero eso nada tiene que ver con hacer milagros o contrariar las leyes de la naturaleza. Una de las respuestas típicas del dogmático ante una evidencia en contra abrumadora es sacarse de la manga el siguiente pensamiento mágico: «Todo es posible.»
Pero no, no todo es posible. Al menos en esta vida y en este planeta. Y no es pesimismo oscurantista, sino realismo crudo y saludable. Es verdad que hay gente que se cura inexplicablemente de un cáncer, pero hay otras que no. Algunos salen adelante luchando y confiando en que un ser superior los ayudará en su recuperación, pero otros muestran mejorías sustanciales cuando aceptan que lo peor pueda ocurrir. La entrega total y realista al universo, a la divina providencia, o como queramos llamarlo, también puede sacarnos del problema.