jueves, 25 de noviembre de 2021

EN QUÉ QUEDAMOS: ¿EGOÍSMO O ALTRUISMO?


Las teorías clásicas sobre este lema postulan o bien que el egoísmo es una condición innata de los seres humanos (Hobbes) o que las personas estamos naturalmente inclinadas a la benevolencia y la simpatía (Hume). Como suele pasar en casi todos los debates, los extremos son válidos solamente para casos excepcionales. La mayoría de nosotros está ubicada entre el egoísmo narcisista y el altruismo de la madre Teresa: ni monstruos acaparadores ni bellas almas. La filósofa Victoria Camps, en el libro Paradojas del individualismo, sobre la oposición egoísmo/altruismo, afirma; Éstos no son tan dicotómicos, no es fácil distinguir en ellos el puro egoísmo de la voluntad del-bien. En la práctica, todo aparece más ambiguo y mezclado, porque en realidad, ni el individuo es tan egoísta ni su razón es capaz de conocer el bien absoluto, La vida interpersonal del día a día parece estar más cerca de una teoría pluralista: somos egoístas y altruistas a la vez. Los investigadores han encontrado que los comportamientos benévolos esconden tintes egoístas y que ponen en duda el desinterés total e inexorable. Cuando hacemos el bien, podemos sentirnos alegres ("Me siento feliz cuando hago el bien"), esperar una recompensa a largo plazo ("Iré al cielo"), recibir refuerzo social ("Soy un héroe") o evitar sentirnos mal ("Hago el bien porque sufro con el dolor ajeno"). Cuando le damos un caramelo a un niño para que deje de llorar, no somos altruistas ni generosos, sino pragmáticos.

El problema aparece cuando la entrega entra en conflicto con nuestras creencias y principios. Por ejemplo: si tu pareja te suplica que lo ayudes a conseguir su dosis personal de cocaína, ¿lo harías? Si tu marido te pide que le permitas seguir viendo a su amante por un tiempo porque no es capaz de renunciar a ella, ¿aceptarías? Si tu novio te pide que cambies de profesión porque se siente desplazado, ¿harías a un lado tu vocación? Si tu pareja necesita ir a jugar al casino y te pide parte del dinero que han ahorrado, ¿la complacerías? La abnegación que practicamos la mayoría de los humanos transita puntos medios, que no necesariamente son lo óptimos. Si aplicamos la fórmula aristotélica, diríamos que para alcanzar un justo medio entre el egoísmo y el altruismo, habría que entregar aquello que consideramos justo, en el momento y durante el tempo apropiado, por un motivo noble y correcto. La virtud de la moderación: razón, buen sentido y sabiduría. La pregunta que surge es apenas obvia: ¿quién es capaz de transitar esos caminos de templanza óptima y no salirse del cauce de vez en cuando? No sé de ninguno. ¿Qué hacer entonces? Una solución elegante es lo que se conoce como altruismo recíproco: yo te doy y esperó que tú me des, así sea algún día, no con avaricia, sino en aras de la supervivencia de la pareja o el grupo. Cuando se practica por todos los miembros de una comunidad determinada, el beneficio es general y si la comunidad es de dos, mucho más fácil. No se trata de recuperar necesariamente la "inversión" con creces, sino de cooperar sabiendo que si algún día estoy en las mismas, la retroalimentación estará disponible. A veces eres tú, a veces soy yo: acuerdo humanitario. No tiene que ser exacto el balance, pero sí proporcionado. Lo importante es que en todo intercambio, los "individualismos responsables" se conecten y trabajen conjuntamente a favor del bien común. Con eso basta. Por tanto, puedes decir un rotundo "no", cuando la exigencia de tu pareja se devuelve en tu contra o afecta tu bienestar y no sentir culpa por ello.

Miguel de Unamuno, en el libro el Sentimiento trágico de la vida, plantea una diferencia que resume muy bien lo que quiero decir. Una cosa es afirmar: "Ama a tu prójimo como a ti mismo" (que incluye el amor propio como punto de referencia) y otra muy distinta decir: "¡Ámate!", a secas (lo cual sería una invitación al narcisismo). Por eso, Unamuno se refiere al egoísmo bien entendido como el principio de la gravedad psíquica, el punto de conexión a tierra donde el yo se consolida.

Recapitulemos:

"¡Ámate!": inducción al narcisismo (tendencia al individualismo irresponsable).

"¡Ama a tu prójimo!": inducción al sacrificio por el sacrificio (tendencia al altruismo radical).

"¡Ama a tu prójimo como a ti mismo!": síntesis saludable; suma valorativa. Inducción a la ética como amor propio (individualismo responsable, altruismo recíproco, sabiduría afectiva).

¿Dónde quedan los sentimientos, entonces? Son el motor, la energía de la entrega. En la dedicación saludable, amorosa y sensata, existen tres posibilidades:

• Congratulación: "Tu alegría me alegra". (Ojo: cuando la alegría de tu pareja ya no te alegra y/o por el contrario te produce fastidio, ya no la amas).

• Compasión: "Tu dolor me duele". (Ojo: cuando el dolor de tu pareja ya no te duele y/o por el contrario te fastidia, ya no la amas).

• Empatia:"Me identifico con tus emociones, sean buenas o malas". (Ojo: cuando ya no hay conexión, no hay relación.

Si no procesas las emociones de tu pareja, ya no la amas).

El secreto de toda dedicación saludable, en la que nadie sobra y la independencia nos acerca a la persona amada, es la mezcla del individualismo y el altruismo, un poco de cada uno, pero ambos amenizados por el sentimiento del amor.



Extracto del libro:
Los límites del amor
Walter Riso
Fotografías tomadas de Internet

miércoles, 24 de noviembre de 2021

EL FINAL DE LA EXPLORACIÓN


 

NO PUEDES ESCAPAR


 

¿POR QUÉ SUFRIMOS?


NO dejaremos de explorar,
y el final de la exploración
será llegar al punto de partida
y conocer el sitio por primera vez.

T. S. Eliot, «Little Gidding»



He sido, la mayor parte de mi vida, un pequeño yo triste y solitario, una ola deprimida en el océano cósmico de la vida. Me sentía totalmente separado de ese océano, y vivía en lucha constante conmigo mismo y con los demás, sin disfrutar jamás de un solo momento de descanso. Pasé muchos años intentando desesperadamente encajar, triunfar, conectarme con los demás, encontrar amor, descubrir mi sitio en el mundo, pero, a pesar de todos mis esfuerzos, caí en una depresión cada vez más profunda. Culpaba a todo y a todos de cómo me sentía: a mis genes, la química de mi cerebro, la educación que recibí, mis padres, mis amigos, mi jefe, la crueldad de la vida, nuestra sociedad obsesionada con el dinero, los medios de comunicación, los carnívoros, los políticos, las corporaciones, los «malhechores»... Mi desdicha nada tenía que ver conmigo, o eso creía yo. Era la única respuesta posible a una vida que se había vuelto contra mí. La vida era cruel, era injusta, era hostil; la vida me había maldecido. La culpaba de mi desdicha, y sentía que tenía perfecto derecho a hacerlo. «Si hubieras pasado por lo que yo he pasado, ¡tú también te sentirías como yo!»: así es como me gustaba justificar mi desdicha ante los demás.

La vida no había estado a la altura de mis expectativas, la gente me había defraudado y, por más que lo intentara, no tenía ningún control sobre el rumbo que mi existencia había tomado. A consecuencia de todo ello, acabé postrado en cama, sin energía para levantarme, asqueado, con un sentimiento de opresión y ganas de morir, sin fuerzas ni ánimo para hacer frente al día que se presentaba. ¿Qué sentido tenía salir de la cama? Detrás de la puerta de mi habitación, lo único que me esperaba era más desdicha. Sabía lo que era la vida, y quería eludirla a cualquier precio. La vida era dolor, y yo no quería sentir dolor.

¿Cómo había terminado así? En pocas palabras, a lo largo de los años había forjado muchas ideas sobre cómo debía ser la vida. Había recopilado muchas creencias acerca de la realidad, muchas teorías sobre la manera en que realmente funcionaban las cosas, muchos conceptos sobre lo que debía y no debía suceder en el mundo. Había llegado a infinidad de conclusiones sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal, sobre lo que era bueno y era lo malo, lo que era normal y anormal, apropiado e inapropiado.

Y tenía muchas imágenes de mí mismo que había intentado sostener en pie, muchas exigencias sobre cómo quería que los demás me vieran y cómo quería verme a mí mismo.

Deseaba ver y que los demás vieran en mí a un triunfador, a un hombre atractivo, inteligente, generoso, bueno, compasivo y virtuoso. Pero la vida se interponía continuamente en mi camino impidiendo que se cumplieran mis deseos; la vida, sencillamente, no me dejaba ser quien yo quería ser. La vida no me entendía. Nadie captaba quién era yo. ¡Nadie me entendería jamás! El hecho de ver frustradas mis expectativas de la vida y de juzgarme, además, a mí mismo continuamente me acarreaba dolor, y yo detestaba el dolor y no quería tener que soportarlo ni un minuto más.

A pesar de todo, alrededor de los veinticinco años, tras una serie de percepciones muy lúcidas, empecé a entender con claridad que, en el nivel más básico, la depresión que sufría era en realidad la experiencia de mi profunda resistencia a la vida. No es que experimentara algo ajeno a mí llamado depresión. No es que algo llamado depresión me estuviera sucediendo. Lo que experimentaba era mi propia guerra interior con la manera de ser de las cosas, y, en la raíz de esa guerra, estaba mi propia ignorancia de quién era realmente. Había dejado de ver la completud de la vida; había olvidado cuál era mi verdadera naturaleza, e, indignado, me había lanzado a combatir la experiencia presente. Incapaz de darme cuenta de quién era en realidad, e identificándome por tanto como un «yo» separado, había entrado en guerra con el momento presente.

La depresión estaba enteramente relacionada con mi forma de ver el mundo: con los juicios que hacía de él, las creencias que tenía de él, las exigencias que albergaba sobre cómo debería ser este momento. Por debajo de aquella tentativa de controlar la vida con el pensamiento, estaba el miedo a los desafíos, a las pérdidas y, en última instancia, a la muerte. La resistencia que le oponía a la vida me llevó a una depresión extrema, suicida..., pero todos estamos desconectados de la integridad en mayor o menor medida, y el grado en que nos desconectamos de la integridad es el grado en que sufrimos. Yo me había desconectado de la vida totalmente, y el sufrimiento se hizo insoportable. Me había convertido en un cadáver andante, pero no era la vida la culpable de ello; inocentemente, lo había hecho yo, en mi porfiada búsqueda de una integridad futura que nunca iba a llegar.

En la raíz de la depresión estaba el sentimiento de que yo era una persona separada..., un yo individual, una entidad desvinculada de la vida en sí y apartada de este momento. Y aquel yo individual tenía que encontrar la manera de mantener, sostener y sustentar algo llamado «mi vida»..., de orquestarlo, de hacer que tomara la dirección en la que yo quería que fuera, de tener control sobre ello. Eso es lo que me habían enseñado desde muy niño, y eso es lo que el mundo me había estado gritando: se esperaba de mí que tomara las riendas de mi vida, que supiera lo que quería y fuera capaz de lanzarme a conseguirlo. Los demás parecían saber todos dónde estaban, qué hacían, adonde iban, y yo, en cambio, era incapaz de sostener en pie el relato de mi vida sin que me cayera encima y me aplastara. La depresión fue la experiencia de no ser capaz de mantener mi vida en pie y de sentir, como consecuencia, que mi vida, literalmente, me deprimía.

En la actualidad, veo que a todos nos «deprime» (del latín premere, «presionar», y de, «hacia abajo») el peso de nuestras vidas, el peso de nuestra historia y de nuestros futuros imaginados. En este sentido, puede decirse que ¡todos estamos deprimidos en mayor o menor medida!, pese a que solo cuando el peso se vuelve prácticamente imposible de acarrear nos atribuyamos el calificativo de «deprimidos» y nos separemos de nosotros mismos y de los demás. Aunque no todos suframos de depresión clínica, todos vamos por ahí cargados con un relato de nosotros mismos que hemos ido elaborando, intentando hacer que nuestra vida vaya por donde queremos que vaya. Y, en uno u otro nivel, todos fracasamos en esa tentativa de ser quienes no somos.

Mi sufrimiento tomó forma de depresión, angustia existencial, timidez enfermiza y total falta de intimidad en mis relaciones. Pero todos sufrimos a nuestra manera; ahora bien, o vemos en el sufrimiento un estado terrible que se ha de evitar a toda costa o lo vemos por lo que realmente es: una señal muy clara que nos indica el camino de vuelta a casa.

En medio de la depresión extrema, brilló de pronto otra posibilidad: quizá mi fracaso al intentar sostener mi vida no fuera en realidad una enfermedad, una perturbación mental ni una señal de debilidad o de disfunción. Quizá, de entrada, aquella no fuera mi vida, la vida que debía sostener en pie, y yo no fuera quien pensaba que era. Quizá la verdadera libertad no tuviera nada que ver con ser una ola mejor dentro del océano, con perfeccionar el relato de mí mismo que me contaba. Quizá la libertad tenía que ver sola y exclusivamente con despertar del sueño en el que somos olas separadas, y con abrazar todo lo que aparece en el océano de la experiencia presente. Quizá ese fuera mi trabajo, mi verdadera vocación en la vida: aceptar profundamente la experiencia presente, desprenderme de todas las ideas sobre cómo debería ser este momento, en vez de empeñarme en sostener una falsa imagen de mí mismo.

Empecé a perder interés en fingir que era lo que no era. Empecé a perder interés en oponer resistencia al momento presente. Empecé a enamorarme de la experiencia presente. Descubrí la profunda aceptación inherente a cada pensamiento, a cada sensación, a cada sentimiento, y el sufrimiento comenzó a caer en picado. Me di cuenta de que no era un ser defectuoso ni nunca lo había sido, y de que esto era igualmente aplicable a todos los demás seres humanos del planeta.



Extracto del libro:
La más profunda aceptación
Jeff Foster
Fotografías tomadas de Internet

martes, 23 de noviembre de 2021

NO NOS GUSTA LA IMPERMANENCIA


 

VIVE LA VIDA


La vida necesita inmenso valor. Los cobardes existen simplemente, no viven, porque toda su vida está basada en el miedo y la vida basada en el miedo es peor que la muerte. Viven en una clase de paranoia, tienen miedo de todo; y no solamente de cosas reales, sino también de cosas irreales. Le tienen miedo al infierno, a los fantasmas, a Dios. Tienen miedo de mil y una cosas que ellos mismos u otros como ellos, se han imaginado. Es tanto el miedo que vivir se hace imposible. Sólo los valientes pueden vivir.

El primer paso para aprender, es el valor. A pesar de todos los miedos, uno debe empezar a vivir. ¿Y por qué se necesita valor para vivir?, porque la vida es inseguridad. Si le das demasiada importancia a la seguridad, a la estabilidad, permanecerás confinado en un pequeño rincón, casi en una prisión fabricada por ti mismo. Será segura, pero no tendrá vida. Será segura pero no tendrá ni aventura ni éxtasis. !La vida consiste en explorar, en ir hacia lo desconocido, en alcanzar las estrellas! Sé valiente y sacrifica todo por la vida; nada vale más que ella. No sacrifiques tu vida por pequeñas cosas: dinero, seguridad, estabilidad. Nada de ello tiene valor. Uno tiene que vivir su propia vida tan totalmente como sea posible, entonces, la alegría llega. Solamente entonces es posible una desbordante dicha.

Aquellos que quieren vivir realmente tienen que afrontar muchos riesgos. Tienen que adentrarse más y más en lo desconocido. Tienen que aprender una de las lecciones más fundamentales: que no existe hogar, que la vida es un peregrinaje sin principio ni fin. Sí, hay lugares donde puedes descansar, pero son simplemente para pasar la noche y a la mañana siguiente te tienes que ir de nuevo. La vida es un continuo movimiento, nunca llega a ningún final. Es por eso que la vida es eterna.



FUENTE: OSHO: ‘Vida, Amor, Risa’, 1ª parte, discurso 10º, de la dirección internet www.oshogulaab.com

lunes, 22 de noviembre de 2021

CON OJOS BIEN ABIERTOS


 

FORZAR LA VIDA PARA QUE ENCAJE CON CONCEPTOS


En la cultura occidental se nos educa para saber lo que vendrá a 
continuación y para intentar conformarlo en función de nuestros deseos.

Por eso hay tanto sufrimiento, porque tratamos de forzar la vida para que encaje con un concepto particular. Después buscamos a quien esté de acuerdo con ese concepto y luchamos contra quien esté en desacuerdo con él. Pero aunque salgamos victoriosos de nuestra lucha, nos sentimos insatisfechos, sin plenitud.

"Esperar y ver" no significa necesariamente que te quedes sentado en el sofá y no te muevas más ni tampoco que te levantes del sofá y te muevas.

Es mucho más profundo que eso. Una vida activa puede ser vivida en actitud vigilante, y también una vida inactiva puede ser vivida de la misma manera.

Habrá muchas comprensiones. Habrá muchas revelaciones y experiencias cada vez más profundas. Y, en medio de todo ello, mantente vigilante a lo que no se ha movido, a lo que siempre ha sido pleno, radiante e impoluto. Las comprensiones serán aún más profundas. Disfrútalas cuando vengan, diles adiós al pasar y mantente vigilante a lo que no se ha movido, a lo que no se ha desvanecido en la experiencia de pérdida, a lo que no ha aumentado con la experiencia de ganancia.

Sé vigilancia. La alegría más profunda de la experiencia humana es mantenerse vigilante. No es una tarea. Es pura dicha. Una dicha que se mantiene despierta y vigilante a lo que nunca se mueve, a lo que siempre está presente. Sé eso. Entonces verás esta entidad de tu vida actual desplegarse exquisitamente, como se abre una flor. Cuando empiece a morir, morirá con elegancia, como muere una flor. No tienes que sumergirla en cera a fin de conservarla para siempre. La muerte no es el enemigo. El miedo a la muerte es el adversario. Es el resultado de haberte identificado erróneamente como una entidad particular. Tu verdadera identificación es el cielo del Ser.



Extracto del libro:
Libertad y resolución
Gangaji
Imágenes tomadas de internet
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