sábado, 20 de junio de 2020
EL MIEDO AL TERRORISMO
Cuando hoy en día viajamos en avión, todo el mundo nos parece sospechoso y tenemos miedo de que en el momento menos pensado aparezca un terrorista. Como cualquiera puede transportar explosivos o esconder una bomba, nos vemos obligados a pasar por un escáner corporal. Y como el miedo impera por doquier, de ello ni siquiera se libran las personas que, como yo, visten hábitos monásticos. Quienes nos precedieron generaron este clima de miedo que con el paso del tiempo no ha hecho más que crecer. Ignoramos cómo tratar nuestro sufrimiento y son muy pocas las personas que saben enfrentarse al miedo y trascenderlo.
Alimentamos el deseo de venganza; queremos castigar a quienes nos han hecho sufrir y creemos que eso nos hará sufrir menos.
Queremos ser violentos con ellos para escarmentarles. Cuando un terrorista hace estallar una bomba en un autobús o en un avión, nadie sobrevive. El deseo de dañar que alberga el terrorista se origina en su propio sufrimiento. Quien ignora el modo de tratar su propio sufrimiento puede tratar de aliviarlo castigando a los demás.
El Buda dijo: «Después de observar profundamente el estado mental de las personas que no son felices, he atisbado, oculto bajo su sufrimiento, un cuchillo muy afilado. Ese cuchillo, que no alcanzan a ver, es el que les impide relacionarse con el sufrimiento».
En lo más profundo de nuestro corazón yace una daga cubierta de muchas capas. En ese sufrimiento inconsciente se asienta la causa de que hagamos sufrir a otras personas. Pero tú puedes descubrir y extraer ese puñal y contribuir, una vez que lo hayas hecho, a extraer el puñal que otros llevan clavado en su corazón. El dolor provocado por ese cuchillo ha estado presente mucho tiempo y, por más que sigas aferrándote a él, tu dolor no hará sino crecer hasta que quieras castigar a quienes consideras causantes de tu sufrimiento.
Extracto del libro:
Miedo
Thich Nhat Hanh
Fotografía tomada de internet
viernes, 19 de junio de 2020
LA PERLA
Había un hombre llamado Nasuh, que se ocupaba en el baño del servicio de las mujeres. Su cara era muy afeminada, lo que le permitía disimular su virilidad. Era un maestro en el arte del disfraz. Desde hacía años actuaba así y nadie había descubierto su secreto. Pero, a pesar de su cara y de su voz aflautada, su deseo era ardiente. Cubría su cabeza con un velo, pero era un joven ardoroso.
Se arrepentía a menudo de esta actividad, pero su deseo volvía a imponerse. Un día fue a ver a un sabio para que éste le procurase el socorro de sus plegarias. El sabio comprendió enseguida la situación y no dejó que se le notara nada. Sus labios estaban como cosidos pero, en su corazón, los secretos ya estaban desvelados. Pues los que conocen los secretos tienen la boca sellada.
Así, con una ligera sonrisa, dijo al joven:
«¡Que Dios te haga arrepentirte de lo que tú sabes!».
Esta plegaria atravesó los siete cielos y fue aceptada, pues las plegarias de este sheij eran diferentes de las demás. Dios creó, pues, un pretexto para sacar a Nasuh de la situación en la que se encontraba. Un día, cuando Nasuh llenaba un barreño de agua, la hija del sultán extravió una perla. Era una de las joyas que adornaban sus pendientes. Todas las mujeres presentes se precipitaron por todos lados para encontrarla y cerraron las puertas. Por mucho que buscaron por todas partes, la perla siguió sin aparecer. Para no omitir nada, se decidió registrar a las personas presentes, mirar en su boca, sus orejas y en todos los orificios y aberturas. Se ordenó a todos que se desnudaran para ser registrados.
Nasuh, retirado en un rincón, con el rostro pálido, estuvo a punto de desvanecerse de miedo. Pensaba en la muerte y su cuerpo temblaba como una hoja. Se decía:
«¡Oh, Dios mío! ¡He pecado mucho! He faltado a mis buenas resoluciones. Y cuando me llegue el turno de ser registrado, ¿quién puede decir cuántas torturas sufriré? Siento ya el olor a quemado de mis pulmones. ¡Ah! ¡No deseo a nadie, ni siquiera a un infiel, que conozca un trance semejante! ¡Ojalá que mi madre no me hubiese concebido! ¡O que un león me hubiese devorado! ¡Oh, Dios mío! Me confío a tu misericordia. ¡Ten piedad de mí! Concédeme la gracia pues cada poro de mi piel siente como una mordedura de serpiente. Si cubres mi vergüenza, me arrepentiré de todos mis pecados. ¡Acepta una vez más mi arrepentimiento y si no cumplo esta promesa, haz de mí lo que quieras!».
Mientras que mascullaba así. Nasuh oyó decir a alguien:
«Hemos registrado a todo el mundo. Pero ¿dónde está Nasuh? Que venga para ser también registrada».
Al oír esto, Nasuh se derrumbó como un muro que se viene al suelo. Su razón lo abandonó y permaneció en el suelo, inanimado. En este estado, mientras estaba fuera de sí mismo, pudo alcanzar el secreto de la verdad. Mientras que nada subsistía de su existencia, se concedió un favor a su alma. Ésta escapó de la razón para unirse a la verdad. Entonces fue cuando afluyó la oleada de la misericordia.
De repente, alguien gritó:
«¡Aquí está la perla! ¡Acabo de encontrarla! ¡Tranquilizaos y alegraos conmigo!».
Las mujeres aplaudieron diciendo:
«¡Todo solucionado!».
El alma de Nasuh volvió a la superficie y sus ojos vieron de nuevo la luz. Todos le pedían perdón por haber dudado de su honradez.
«¡Te hemos calumniado, Nasuh! Pero, como eras tú la que estaba más cerca de la hija del sultán, ¿no era normal que fueses la primera sospechosa?».
De hecho, las mujeres habrían querido empezar el registro por ella, pero, por respeto a su intimidad con la hija del sultán, habían querido dejarle así la ocasión de desembarazarse de la perla. Mientras que ellas pedían perdón, Nasuh decía:
«No os excuséis. Soy culpable y mi culpabilidad supera la vuestra. Lo que me sucede es un favor de Dios pero, en realidad, soy peor de lo que imagináis. Todo lo que hayáis podido decir sobre mí no es ni la centésima parte de mis pecados. Quien cree conocer mis faltas, no conoce sino una ínfima parte de ellas. Dios, que cubre con un velo toda vergüenza, conocía bien mis pecados. Iblis, que fue mi maestro durante algún tiempo, se había convertido en discípulo mío. Dios conocía mis faltas, pero las ha ocultado para ahorrarme la vergüenza. Con su misericordia, me ha abierto el camino del arrepentimiento. Aunque cada uno de mis pelos se convirtiese en una lengua, eso no bastaría para expresar mi gratitud».
Algún tiempo después, vino alguien de parte de la hija del sultán para invitarlo a cumplir su servicio en el baño. No quería, le dijeron, ser servida sino por ella. Nasuh respondió:
«¡Vete! Yo ya he salido de esa situación. ¡Di que Nasuh está enfermo!».
Y se decía:
«¡He muerto y resucitado! Este instante de temor que he vivido es inolvidable. ¡Después de tal advertencia, sólo un asno perseveraría en el error!».
150 Cuentos sufíes
Maulana Jalāl al-Dīn Rūmī
Fotografía tomada de internet
jueves, 18 de junio de 2020
REFLEJO
Luna sobre agua.
Siéntate en soledad.
Si las aguas son plácidas, la luna será reflejada perfectamente. Si nos aquietamos, podemos reflejar perfectamente lo divino. Pero si nos involucramos sólo en las actividades frenéticas en las que participamos cotidianamente, si buscamos imponer nuestros propios esquemas sobre el orden natural, y si nos permitimos estar absortos en opiniones egocéntricas, la superficie de nuestras aguas se volverán turbulentas. Entonces no podemos ser receptivos al Tao.
No hay esfuerzo que podamos hacer para aquietarnos. La verdadera quietud viene naturalmente de momentos de soledad en que dejamos que nuestra mente se asiente.
Tal como el agua busca su propio nivel, la mente gravitará hacia lo sagrado. El agua turbia se volverá clara si se le permite quedarse tranquila, y así también se aclarará la mente si se le permite estar en calma.
Ni el agua ni la luna hacen ningún esfuerzo por lograr un reflejo. De la misma manera, la meditación será natural e inmediata.
Extracto del libro:
365 Meditaciones Tao
Fotografía tomada de internet
miércoles, 17 de junio de 2020
11.ILUSIÓN Y DESILUSIÓN.
Hay un malentendido inmediato con el que todo Ego se defiende cuando escucha describir a las ilusiones y a los deseos como las causantes de todo sufrimiento. Esta reacción irreflexiva e ignorante se justifica afirmando rotundamente que sin ilusión, sin interés, sin apasionamiento, nos paralizamos y nos convertimos en piedras, en zombis. La precipitación defensiva no nos permite comprender que lo que el Zen propone es, simplemente, no ser dominados por las ilusiones, los deseos, las pasiones porque en tal caso no somos nosotros mismos, sino esclavos y robots dirigidos por el placer, el gusto, el beneficio… etc.
El “sino”, sino natural (no condicionado, no manipulado) del Hombre es formar parte de la Naturaleza como especie humana que es, con su Propia Naturaleza, su auténtico rostro (sin máscara), original.
Bibliografía:
La luciérnaga ciega: Soko Daido Ubalde
Fotografía tomada de internet
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