jueves, 31 de enero de 2019

NO ES EL CARÁCTER SINO LA CONSCIENCIA


YO NO CREO EN ABSOLUTO EN EL CARÁCTER. Deposito mi confianza en la consciencia. Si una persona se hace más consciente, su carácter se transforma. Pero esa transformación es completamente distinta: no está controlada por la mente; es algo natural, espontáneo. Y siempre que tu carácter es natural y espontáneo posee una belleza propia; en otro caso, ya puedes cambiar, ya puedes abandonar la ira, pero ¿dónde la abandonarás? Tendrás que dejarla en tu propia consciencia. Puedes cambiar una parte de tu vida, pero te desprendas de lo que te desprendas volverá a expresarse desde otro ángulo. Tiene que ser así. Puedes bloquear un arroyo con una roca; empezará a correr por otra parte, porque no puedes destruirlo. La ira existe en ti porque eres inconsciente, la avaricia existe en ti porque eres inconsciente, la posesión y la envidia existen porque eres inconsciente.

Así que no me interesa cambiar tu ira; sería como podar las ramas de un árbol con la esperanza de que el árbol desaparezca algún día. No sucederá; por el contrario, cuanto más lo podes más frondoso crecerá.

De ahí que vuestros llamados santos sean las personas más impuras del mundo, unos farsantes. Sí, vistos desde fuera parecen muy santos: demasiado santos, como sacarina, demasiado azucarados, empalagosos, repugnantes. Lo único que puedes hacer es presentarles tus respetos y marcharte corriendo. No puedes vivir con esos santos ni siquiera veinticuatro horas: ¡te morirías de aburrimiento! Cuanto más cerca de ellos, más perplejo y confundido te sentirás, porque empezarás a comprender que se han despojado de la ira por un lado, pero que ha entrado por otro lado de su vida.

La gente normal y corriente se enfada de vez en cuando, y esa ira es fugaz, momentánea. Después vuelven a reírse, vuelven a ser amables; las heridas no les duran mucho. Pero los llamados santos, con ésos, la ira es casi permanente. Simplemente están enfadados, y por nada especial. Han reprimido tanto la ira que simplemente están enfadados, en un estado permanente de furia. Se verá en sus ojos, se verá en su nariz, en su cara, en su modo de vida.

Lu Ting comía en un restaurante griego porque el dueño, Papadopoulos, preparaba un arroz frito realmente bueno. Iba todas las noches y pedía «aloz flito».

Al oírlo, Papadopoulos se moría de risa. A veces estaba con un par de amigos para que oyeran a Lu Ting pedir el «aloz flito». El chino se sintió tan herido en su orgullo que fue a una clase de fonética para aprender a pronunciar correctamente «arroz frito».

La siguiente vez que fue al restaurante dijo claramente:
-Arroz frito, por favor.

Sin dar crédito a lo que había oído, Papadopoulos preguntó:
-¿Qué ha dicho?

Lu Ting gritó:
-¡Lo has oído muy bien, gliego de mielda!

No hay mucha diferencia entre «aloz flito» y «gliego de mielda».

Cierras una puerta e inmediatamente se abre otra. Así no se produce la transformación.

Cambiar tu carácter es fácil; la verdadera tarea consiste en cambiar tu consciencia, en hacerte consciente, más consciente, más intensa y apasionadamente consciente. Cuando eres consciente resulta imposible enfadarse, resulta imposible ser avaricioso, envidioso, ambicioso.

Y cuando desaparecen la ira, la ambición, la envidia, el sentimiento de posesión, el deseo, se desata toda la energía que los acompaña. Esa energía se transforma en dicha. Y entonces no llega del exterior, sino que ocurre en el interior de tu ser, en lo más recóndito de tu ser.

Y cuando accedes a esa energía te conviertes en un campo receptivo, en un campo magnético. Atraes el más allá... cuando te conviertes en un campo magnético, cuando se reúne, cuando se junta en tu interior toda la energía que desperdicias inútilmente en tu inconsciencia. Cuando te transformas en un lago de energía, empiezas a atraer a las estrellas, empiezas a atraer el más allá, el paraíso mismo.

Y en el punto de encuentro de tu consciencia con el más allá es donde surge la dicha, la verdadera felicidad. No sabe nada de infelicidades; es pura felicidad. No sabe nada de la muerte; es pura vida.

No sabe nada de la oscuridad; es pura luz, y saber es la meta. Buda Gautama iba en su busca y un día, tras seis años de lucha, lo logró.

Tú también puedes lograrlo, pero he de recordarte una cosa: al decir que puedes lograrlo yo no estoy despertando el deseo de que lo hagas.

Simplemente constato un hecho: que si te conviertes en un estanque de inmensa energía, sin dejarte distraer por nada mundano, ocurre. Es más algo que ocurre que algo que se hace. Y es mejor llamarlo dicha que felicidad, porque la felicidad da la sensación de algo parecido a lo que conoces como felicidad. Lo que conoces como felicidad no es sino un estado relativo.

Benson fue a la tienda de Krantz a comprarse un traje. Encontró uno justo del estilo que quería; quitó la chaqueta de la percha y se la probó.

Krantz se le acercó y le dijo:
-Sí, señor. Le queda estupendamente.
-Pues me quedará estupendamente, pero no es mi talla. Me tira de los hombros.

-Póngase los pantalones -dijo Krantz-. Son tan estrechos que ya no se fijará en lo de los hombros.

Lo que llamáis felicidad es una cuestión relativa. Lo que los Budas llaman felicidad es algo absoluto. Vuestra felicidad es un fenómeno relativo. Lo que los Budas llaman felicidad es algo absoluto, sin relación con nadie más. No se compara con nadie más; es tuyo, es interior.


Bibliografía: 
Alegría: Osho
Fotografía tomada de internet

NO DRAMATIZAR


martes, 29 de enero de 2019

LA VISIÓN Y LA COMPRENSIÓN


Pero ¿qué implica cambiarse a sí mismo? Lo he dicho en muchas palabras, una y otra vez, pero ahora voy a descomponerlo en pequeños segmentos. Primero, visión. No el esfuerzo, no el cultivo de hábitos, no un ideal. Los ideales hacen mucho daño. Todo el tiempo usted está concentrado en lo que debe ser en lugar de concentrarse en lo que es. Y así está imponiendo lo que debe ser a una realidad presente. Les daré un ejemplo de visión de mi propia experiencia como consejero. Un sacerdote me busca y me dice que es perezoso; quiere ser más industrioso, más activo, pero es perezoso. Le pregunto qué quiere decir "perezoso". En los viejos tiempos le habría dicho: "Veamos: ¿Por qué no hace una lista de las cosas que usted quiere realizar todos los días, y por la noche la comprueba? Eso le hará sentirse bien; así puede adquirir el hábito". O podría decirle: "¿Quien es su ideal, su santo patrono?" Y si dijera que San Francisco Javier, le diría: "Mire como trabajó Francisco Javier. Usted debe meditar sobre él y eso lo pondrá en movimiento". Ésa es una forma de actuar, pero siento decir que es superficial. Hacer que él use su fuerza de voluntad, que haga esfuerzo, no dura mucho. Su comportamiento puede cambiar, pero él no cambia. 

De manera que ahora me voy en otra dirección. Le digo: 

-¿Perezoso? ¿Qué es eso? Hay un millón de variedades de pereza. Miremos cuál es su tipo de pereza. Dígame que significa perezoso para usted. 

Me dice: 

- Bueno, yo nunca termino nada. No me dan deseos de hacer nada. 

-¿Es decir, desde el momento en que se levanta por la mañana? 

- Sí. Me despierto por la mañana, y no hay nada por lo cual valga la pena levantarme. 

Entonces, ¿está deprimido? 

- Podría decirse que sí. Es como si estuviera en retirada. 

-¿Siempre ha sido así? 

- Bueno, no siempre. Cuando era más joven, era más activo. Cuando estaba en el seminario, estaba lleno de vida. 

-Entonces, ¿cuándo empezó eso? 

-Ah, hace unos tres o cuatro años. 

Le pregunto si algo sucedió en ese entonces. Lo piensa un rato. Le digo: 

-Si tiene que pensarlo tanto, no puede haber sucedido algo muy especial hace cuatro años. ¿Qué tal el año anterior? 

-Ese año me ordené 

-¿Sucedió algo el año de su ordenación? 

-Hubo un pequeño incidente, el examen final de teología; no lo aprobé. Fue una desilusión, pero ya lo superé. El obispo pensaba mandarme a Roma para que después enseñara en el seminario. La idea me gustaba, pero como no aprobé el examen, cambió de opinión y me mandó a esta parroquia. Realmente, hubo algo de injusticia porque... 

Estaba agitado; había allí una ira de la que no se había recuperado. Tiene que solucionar esa desilusión. Es inútil echarle un sermón o darle una idea. Tenemos que lograr que se enfrente con su ira y su desilusión y que de ello obtenga algo de visión. Cuando sea capaz de solucionar todo eso, tendrá vida de nuevo. Si yo lo exhortara y le dijera que sus hermanos y hermanas casados trabajan mucho, eso solamente lo haría sentirse culpable. no tiene la visión de sí mismo que lo va a curar. De manera que eso es lo primero. 

Hay otra gran tarea: la comprensión. ¿Usted pensaba realmente que esto lo iba a hacer feliz? Simplemente suponía que lo iba a hacer feliz. ¿Por qué quería usted enseñar en el seminario? Porque quería ser feliz. Usted creía que ser profesor, tener un cierto status y prestigio lo haría feliz. ¿Sí sería así? Aquí se requiere comprensión. 

Al hacer la distinción entre "yo" y "mi", es muy útil desidentificar lo que está sucediendo. Les daré un ejemplo de este tipo de cosa: Un joven jesuita vino a verme; era un hombre amable, extraordinario, talentoso, encantador, simpático - todo. Pero tenía un extraño problema. Los empleados le tenían terror. Hasta se supo que en ocasiones los había agredido. Eso estuvo a punto de convertirse en un caso de policía. Siempre que lo encargaban de los jardines, de la escuela, o de lo que fuera, se presentaba este problema. Hizo un retiro espiritual de treinta días en lo que los jesuitas llamamos la Tercera Probación. Meditó día tras día sobre la paciencia y el amor de Jesús por los menos privilegiados, etc. Pero yo sabía que eso no iba a producir ningún efecto. De todos modos, regresó a casa, y las cosas mejoraron por tres o cuatro meses (Alguien dijo que empezamos los retiros en el nombre del Padre, del hijo y del Espíritu Santo, y que los terminamos como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, amén) Después de ese lapso, volvió a ser como al principio. De manera que vino a verme. En esa época yo estaba muy ocupado. Aunque él había venido de otra ciudad de la India, yo no podía recibirlo. De modo que le dije: "Voy a dar mi caminata vespertina; si quiere acompañarme, está bien, pero no dispongo de más tiempo". Entonces fuimos a dar una caminata. Yo ya lo conocía, y mientras caminábamos, tuve una extraña sensación. Cuando tengo estas sensaciones extrañas, generalmente las verifico con la persona implicada. De manera que le dije: 

- Tengo la extraña sensación de que usted me oculta algo ¿Así es? 

Se indignó. Me contestó: 

-¿Qué quiere decir por "oculta" algo? ¿Usted cree que yo hice este largo viaje para pedirle a usted algún tiempo a fin de ocultarle algo? 

Le manifesté: 

- Es una extraña sensación que tuve, eso es todo; pensé que lo mejor era verificarla con usted. 

Seguimos caminando. No lejos de donde vivo hay un lago. Recuerdo la escena claramente. Me dijo: 

-¿Podríamos sentarnos en alguna parte? 

- Muy bien - le respondí 

Nos sentamos en un pequeño muro que bordea el lago. 

- Usted tiene razón. le estoy ocultando algo - me dijo, y rompió a llorar. Luego agregó: - Le voy a contar algo que no le he dicho a nadie desde que soy jesuita. Mi padre murió cuando yo era muy joven, y mi madre se convirtió en una sirvienta. Ella lavaba orinales, retretes y baños, y a veces trabajaba dieciséis horas diarias para conseguir con qué sostenernos. Eso me avergüenza tanto que lo he ocultado a todo el mundo, y sigo vengándome, irrazonablemente, de ella y toda la clase trabajadora. 

El sentimiento se transfirió. Nadie podía comprender por qué este hombre encantador se comportaba de esta manera, pero en el momento en que él lo vio, nunca más hubo problemas, nunca más.



Extracto del libro:
Despierta (charlas sobre la espiritualidad)
Anthony de Mello
Fotografía tomada de internet

ERRORES


lunes, 28 de enero de 2019

EL EXORCISMO


Sixto Ledesma se ganaba la vida partiendo piedras en las canteras de Maldonado. A la caída del sol, se daba un buen baño en el arroyo. Después encendía la radio, y mientras se echaba unos tragos de caña, creía todo lo que la radio decía. Ya en la nochecita, ensillaba el caballo y se marchaba a enamorar a su dama. 

A veces, Sixto se caía, por culpa de las mañas del caballo, las trampas del camino o la traición de los tragos. Entonces se sacudía el barro de la zanja, se sacaba la camisa y se azotaba la espalda con un arreador de cuero trenzado. Se daba unos cuantos latigazos en cruz, con alma y vida, y con la espalda sangrante llegaba a casa de Excelsa, su bien amada. Y le decía: 

—Tranquila, Excelsa, que estoy suavecito. Ya me saqué todo el comunismo. 


Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
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