lunes, 19 de noviembre de 2018

HACE MUCHO TIEMPO...


Aunque no lo recuerdes, viviste, hace ya tiempo, en el útero de tu madre. Eras un ser humano vivo y muy pequeño. Había, en el útero materno, dos corazones, el suyo y el de tu madre. Durante ese periodo, ella lo hacía todo por ti: comer, beber y hasta respirar. Estabas unido a ella por el cordón umbilical, a través del cual te llegaban el oxígeno y el alimento. En el interior de tu madre, estabas seguro y satisfecho. Nunca hacía demasiado calor ni demasiado frío. En ese suave cojín líquido al que, en China y Vietnam, denominamos “palacio del niño”, descansaste plácidamente los nueve meses más cómodos de tu vida. 

Luego llegó el momento del nacimiento. Todo era, a tu alrededor, diferente, y sentiste las acometidas del nuevo entorno. 

Entonces tuviste que enfrentarte al frío y el hambre. Las luces eran demasiado intensas y los ruidos demasiado fuertes y, por primera vez, experimentaste el miedo. Ese es el miedo original. 

En el palacio del niño, no necesitabas usar los pulmones pero, después de que nacieras, alguien cortó el cordón umbilical y dejaste de estar físicamente unido a tu madre. Y cuando la respiración de tu madre dejó de aportarte el oxígeno necesario, tuviste que aprender a conseguirlo solo, porque, de no haberlo hecho, hubieses muerto. El nacimiento es un hito especialmente doloroso, porque supone el destierro del palacio y el descubrimiento del sufrimiento. Trataste de inhalar, pero el líquido de tus pulmones te lo impedía. Lo primero que tuviste que hacer, para respirar fue expulsar ese líquido. Por ello, en el momento mismo en que nacemos aparece, junto al miedo original, el deseo original: el deseo de sobrevivir. 

Pero para que el niño sobreviva necesita que alguien cuide de él. 

Y es que, después de que se haya cortado nuestro cordón umbilical, nuestra dependencia de los adultos es, para la supervivencia, absoluta. 

Y esa dependencia implica la existencia de un vínculo al que podríamos considerar como una especie de cordón umbilical invisible. 

Cuando crecemos, nuestro miedo y deseo originales siguen todavía ahí. Y es que, aunque hayamos dejado ya de ser bebés, si nadie cuida de nosotros no podemos sobrevivir. Todos los deseos de nuestra vida hunden sus raíces en el deseo original fundamental de sobrevivir. 

De niños, todos necesitamos encontrar el modo de garantizar nuestra supervivencia. Somos impotentes. Tenemos piernas, pero no podemos caminar y tenemos manos, pero no podemos tomar nada. Por ello necesitamos a alguien que nos proteja, cuide de nosotros y garantice nuestra supervivencia. 

Todo el mundo tiene miedo en ocasiones. Tenemos miedo, entre otras muchas cosas, a la soledad, el abandono, la vejez, la enfermedad y la muerte. Hay veces en las que tenemos miedo sin saber exactamente a qué. Pero si miramos profundamente, advertiremos que ese miedo es un resultado del miedo original, del miedo que experimentamos cuando éramos recién nacidos, impotentes e incapaces de hacer nada por nuestra cuenta. Pero, por más que hayamos crecido y seamos adultos, el miedo original y el deseo original siguen todavía vivos en nosotros. Nuestro deseo de tener una pareja es, en parte, una prolongación del deseo de que alguien cuide de nosotros. 

Cuando llegamos a la edad adulta, tenemos miedo a recordar y conectar con ese miedo y ese deseo originales porque, por más que no hayamos tenido la ocasión de hablar con él, ese niño impotente vive todavía dentro de nosotros. No nos hemos dado el tiempo necesario para cuidar de ese niño herido y desamparado que yace en nuestro interior. 

Ese miedo original sigue, de algún modo, vivo dentro de la mayoría de nosotros. A veces tenemos miedo a estar solos. Quizás sintamos que “no podemos hacerlo solos” y que necesitamos la ayuda de alguien. Pero por más que esa sea una prolongación de nuestro miedo original, si miramos profundamente, descubriremos también, en nuestro interior, la posibilidad de calmar el miedo y encontrar la felicidad. 

Necesitamos observar atentamente nuestras relaciones para ver si se asientan en nuestras necesidades o en nuestra felicidad. Tendemos a pensar que nuestra pareja tiene el poder de hacernos sentir felices y que, en su ausencia, no podremos estar bien. Pensamos: «Necesito que esa persona cuide de mí porque, en caso contrario, no sobreviviré». 

Las relaciones que no se basan en la comprensión y la felicidad, sino en el miedo, no tienen un sólido fundamento. Quizá creas que, para ser feliz, necesitas a esa persona…, pero tarde o temprano acabas dándote cuenta de que tus sentimientos de paz y seguridad no proceden realmente de esa persona, que su presencia es un engorro y quieres desembarazarte de ella. 

Si te gusta, de manera parecida, pasar el tiempo en un café, quizás ello no se deba a que ese sitio sea tan interesante como crees. 

Quizás se trate sencillamente de que tienes miedo a estar solo y quieres estar siempre acompañado. Y quizás también, cuando enciendas la televisión, no se deba tanto a que ese programa te resulte fascinante, sino a que tienes también miedo a estar solo. 

Del mismo lugar procede también el miedo a lo que los demás puedan pensar de ti. Tienes miedo a que, si los demás piensan mal de ti, no te acepten y te dejen solo y en una situación peligrosa. La necesidad de que los otros piensen siempre bien de ti es también una prolongación del mismo miedo original. Y lo mismo podríamos decir de la necesidad de comprar regularmente ropa, una necesidad derivada del deseo de ser aceptado por los demás. Tienes miedo al rechazo. 

Tienes miedo a que te abandonen y te dejen solo, sin nadie que cuide de ti. 

Tenemos que ver profundamente para descubrir los miedos y deseos originales primordiales que se ocultan detrás de muchas de nuestras conductas. Todos y cada uno de los miedos y deseos que hoy en día te aquejan son prolongaciones del miedo y el deseo originales. 

Un día, mientras estaba paseando, experimenté una especie de cordón umbilical que me conectaba al sol. Entonces me quedó claro que, de no estar el sol ahí, yo moriría de inmediato. También experimenté un cordón umbilical que me conectaba con el río, y me di cuenta de que, en su ausencia, yo también moriría, porque no tendría agua para beber. Y también sentí la presencia de un cordón umbilical que me ataba al bosque, cuyos árboles se encargaban de generar el oxígeno necesario para que pudiese respirar; si desaparecieran, también moriría. Y también vi el cordón umbilical que me une al campesino que cuida las verduras, el trigo y el arroz que cocino y de los que me alimento. 

La práctica de la meditación te ayuda a ver cosas que los demás no pueden ver. Y es que, aunque tú no puedas verlos, todos esos cordones umbilicales están ahí, uniéndote a tu madre, tu padre, el campesino, el sol, el río, el bosque, etcétera. Y, como la meditación incluye también la visualización, si dibujas esos cordones, descubrirás que no se limitan a cinco o diez, sino que estás atado a centenares y hasta miles de ellos. 

En Plum Village, en donde vivo en el sur de Francia, nos gusta utilizar gathas, breves poemas prácticos que recitamos, en silencio o en voz alta, a lo largo del día, para ayudarnos a profundizar en las acciones de nuestra vida cotidiana. Tenemos un gatha para despertar cada mañana, un gatha para cepillarnos los dientes e incluso gathas para utilizar el coche o el ordenador. Este es el gatha que utilizamos cuando nos servimos la comida: 

En esta comida veo, con toda claridad, la presencia del universo entero sustentando mi existencia.  

Si contemplamos profundamente las verduras que estamos a punto de ingerir, descubriremos en ellas la puesta de sol, las nubes y la tierra y el trabajo amoroso y duro. Comer así nos conecta, aunque no compartamos con nadie la comida, con nuestra comunidad, con nuestros ancestros, con la madre Naturaleza y con la totalidad del cosmos. Nunca, desde esa perspectiva, volveremos a sentirnos solos. 

Una de las primeras cosas que podemos hacer para aliviar el miedo es hablar con él. Puedes sentarte con ese niño interno asustado y, dirigiéndote amablemente a él, decir algo así como: «Querido niño, soy tu yo adulto. Quiero decirte que has dejado de ser un bebé impotente y vulnerable. Tienes manos y pies fuertes y puedes defenderte perfectamente. No hay razón, pues, para que sigas teniendo miedo». 

Creo que hablar de este modo con el niño interno puede ser muy útil, porque puede estar profundamente herido y esperando que volvamos a cuidarle. Todas las heridas infantiles de ese niño siguen ahí, pero hemos estado tan ocupados que no hemos tenido tiempo de ayudarle. Por ello es tan importante tomarnos el tiempo necesario para ayudarle a curar, reconociendo la presencia, en nosotros, del niño herido y hablando con él. Podemos recordarle varias veces que hace tiempo que dejamos de ser niños desamparados, que ya hemos crecido y que, como adultos, podemos cuidar ya perfectamente de nosotros.


Extracto del libro:
Miedo
Thich Nhat Hanh
Fotografía tomada de internet

HOY NO VOY A PENSAR


domingo, 18 de noviembre de 2018

CURIOSIDAD


No tengo talentos especiales, pero sí soy profundamente curioso.
(Albert Einstein)

Esta frase la escribió Albert Einstein en una carta dirigida a Carl Seeling en 1952, y hace referencia al motor que enriquece e impulsa a avanzar nuestra vida, aunque no le prestemos toda la atención que merecería.

Los niños aprenden gracias a la curiosidad, y absorben e investigan todo lo que los rodea, aunque ese impulso natural va perdiendo fuerza con los años por culpa de la educación y la rutina.

A fin de demostrar que los grandes descubrimientos de la humanidad han sido realizados gracias a la curiosidad, los psicólogos estadounidenses Martin Seligman y Chris Peterson realizaron un estudio para conocer las características de esos descubridores, concluyendo que la curiosidad nos aporta felicidad y plenitud en la búsqueda.

Ha sido esta capacidad de búsqueda y renovación la que nos ha permitido avanzar en todos los aspectos de nuestra sociedad a pesar de lo que hubiera en contra. Un estudio realizado en 1996 y publicado en Psychology and Aging puso de relieve que las personas que se muestran más curiosas en su edad adulta, a pesar de sus capacidades físicas, viven más años y con mejor salud mental que el resto.

Desarrollar la curiosidad nos permite ser permeables al aprendizaje, incluso en edades avanzadas, porque mejora nuestra flexibilidad mental.

Algunos trucos para tener esa capacidad bien engrasada:

Cambia algo cada día. Puede ser el trayecto que realizas habitualmente, los cereales del desayuno, la mano con que te cepillas los dientes, tu horario... Varía la rutina todo lo posible.

Investiga. Aunque sean cosas pequeñas, mantén esa alarma que tienen los niños que les hace preguntar «¿por qué?». Hoy en día tenemos muchas herramientas a nuestro alcance, en especial en el océano de internet, para obtener respuestas.

Aprende siempre algo nuevo. Busca nuevas aficiones y nuevos retos. No te conformes. Aprende a cocinar un nuevo plato, un nuevo deporte, un idioma...


Tomado del libro:
Einstein para despistados
Allan Percy
Fotografía de Internet

CREENCIAS


sábado, 17 de noviembre de 2018

EL GRANO DE MOSTAZA


Una mujer, deshecha en lágrimas, se acercó hasta el Buda y, con voz angustiada y entrecortada, le explicó: 

--Señor, una serpiente venenosa ha picado a mi hijo y va a morir. Dicen los médicos que nada puede hacerse ya. 

--Buena mujer, ve a ese pueblo cercano y toma un grano de mostaza negra de aquella casa en la que no haya habido ninguna muerte. Si me lo traes, curaré a tu hijo. 

La mujer fue de casa en casa, inquiriendo si había habido alguna muerte, y comprobó que no había ni una sola casa donde no se hubiera producido alguna. Así que no pudo pedir el grano de mostaza y llevárselo al Buda. 

Al regresar, dijo: 

--Señor, no he encontrado ni una sola casa en la que no hubiera habido alguna muerte. 

Y, con infinita ternura, el Buda dijo: 

--¿Te das cuenta, buena mujer? Es inevitable. Anda, ve junto a tu hijo y, cuando muera, entierra su cadáver. 

***

El Maestro dice: Todo lo compuesto, se descompone: todo lo que nace, muere. Acepta lo inevitable con ecuanimidad. 


Tomado del libro:
101 Cuentos clásicos de la India
Recopilación de Ramiro Calle
Fotografía de Internet

PENSAMIENTOS INOFENSIVOS


viernes, 16 de noviembre de 2018

EL DESPERTAR A UNO MISMO

EL EXILIO


Fue rey en febrero, en muchos febreros fue rey. El rey Traimán, también llamado Sopita y Marqués de las Cabriolas, gobernaba el carnaval. Gorra emplumada, atavíos de seda: allá en lo alto de su trono de luces, alzado sobre el trueno de los tambores y la algarabía del gentío, él no hablaba ni sonreía. El monarca mandaba, con imperturbable gravedad, moviendo apenas el cetro, y su poder duraba mientras duraba la fiesta. 

Pero moría el carnaval, y Traimán continuaba ejerciendo la monarquía. El tenía cara de rey triste, desde que había nacido. En aquella cara de siempre, obra de alfarería indígena, nada se movía: una eterna mueca de desdén le había subido las cejas, le había bajado los párpados y le había cerrado la boca. Sus labios sólo se abrían para decir lo imprescindible: 

—Yo soy el rey de la Araucaria. 

Sin palabras, quitándose el sombrero hongo, agradecía las monedas que muy de vez en cuando contribuían a la causa del reino perdido; y sin palabras vendía caramelos en los tranvías de la ciudad. 

Traimán había llegado a Montevideo, perseguido por los usurpadores blancos, hacía muchos años. En algún lugar secreto guardaba, según se decía, los pergaminos que daban fe de su autoridad sobre las tierras, las lejanas tierras del sur, donde había nacido. 

El esmirriado monarca comía salteado, pero andaba enredado en complicadas gestiones diplomáticas, que emprendía en nombre de sus súbditos. Los reyes europeos no le contestaban, porque estaban atareados en sus guerras. 

Al fin de la segunda guerra mundial, mientras esperaba noticias, Traimán murió, tuberculoso, en un hospital público. Fue enterrado con su levita raída y con todas las medallas que le colgaban del pecho.


Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet

VUELE BAJO


miércoles, 14 de noviembre de 2018

¿POR QUIÉN DEBO AFLIGIRME?


Un hombre se vio obligado a dejar su casa durante unos días para ir en busca de empleo. En su ausencia, el único hijo que tenía enfermó súbitamente y murió. Cuando el hombre regresó a su hogar, su esposa, deshecha en lágrimas, le dio la amarga noticia. Pero el hombre permaneció extraordinariamente sereno y ecuánime. La esposa no podía salir de su asombro e indignación. Comenzó a increparle agriamente su actitud. El hombre la tranquilizó y luego explicó: “Querida, la otra noche soñé que tenía siete hijos y que con ellos mi vida estaba llena de satisfacción y felicidad. Sí, realmente, yo era muy feliz con mis hijos. Al despertarme, de pronto, los perdí a todos. Ahora te pregunto: ¿Por quién debo afligirme? ¡Por los siete hijos o por el que hemos perdido?” 

***

El Maestro dice: Para el que ha trascendido todos los fenómenos y apariencias, la vida es de la misma sustancia que un sueño.


Tomado del libro:
101 Cuentos clásicos de la India
Recopilación de Ramiro Calle
Fotografía de Internet
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