Un hombre muy desgraciado se preguntaba un día qué habría hecho Dios, justo y bueno, con su parte de felicidad, y resolvió que Lo iría a ver y Se la reclamaría. Dicho y hecho, se puso en camino.
Llegado a un pueblecillo, pidió hospitalidad en nombre de Dios a una mujer, que le dijo que su marido había matado ya a noventa y nueve personas, y que él corría el peligro de convertirse en la centésima víctima. De todas formas, ocultó al viajero en un cobertizo fuera de la casa, tras haberle dado de comer.
Una vez vuelto su esposo, le contó la mujer lo que había pasado, pero le suplicó que no matase a aquel viajero que había partido para reclamar a Dios su parte. El marido lo prometió, hizo que le trajera al viajero a su casa y lo trató con generosidad durante tres días, después de lo cual le encargó decirle al Señor que, si bien había matado noventa y nueve hombres, a él no le había hecho daño alguno, y que imploraba Su perdón. El viajero aceptó dar aquel recado.
Después llegó a un bosque donde había un ermitaño que vivía en penitencia y a quien, cada noche, mandaba Dios alimento milagrosamente.
El ermitaño invitó al viajero a compartir la cena, que aquella noche resultó estar compuesta de dos platos, enviados, como siempre, por el Cielo. Como uno de los platos era más refinado que el otro, lo comió el ermitaño, dejando el menos bueno para su huésped. Cuando éste le dejó, a la mañana siguiente, el ermitaño le encargó que le preguntara a Dios qué lugar le reservaba en el más allá después de la muerte.
El viajero llegó luego a un desierto en el que distinguió a un hombre de delgadez esquelética, completamente desnudo, que se escondía en un agujero cavado en la arena. Le preguntó al peregrino cuál era su destino y, enterado, le pidió que le dijese a Dios que aquel que no tenía para cubrirse otra cosa que arena le enviaba decir que estaba dispuesto a aceptar una desgracia más, proclamando, esto, con aire desafiante.
Finalmente, el viajero terminó por encontrarse a un ángel que le preguntó a dónde iba, y que le informó que a él había encargado Dios dar a cada hombre lo suyo. El se encargaría de pedir las respuestas. El hombre respondió que había venido a pedir su parte, pues no había recibido nada en este mundo. En cuanto a aquellos que había encontrado, uno era un hombre que, habiendo matado a noventa y nueve, le había dado hospitalidad y solicitaba el perdón de Dios. El segundo era el ermitaño. El tercero el solitario que vivía en un agujero del Sáhara.