viernes, 8 de septiembre de 2017
jueves, 7 de septiembre de 2017
miércoles, 6 de septiembre de 2017
martes, 5 de septiembre de 2017
LOS CONJUROS
Lucila Escudero no se daba por enterada de sus años. Ella andaba tan campante por los tres patios de su casa y por las calles del vecindario, sorda a las penas y a los achaques y a las tristes voces del tiempo, y con ojos de recién llegada miraba al mundo desde el balcón.
Lucila creía en el cielo, y sabía que lo merecía, pero se sentía mucho mejor en casa. Para despistar a la muerte, dormía cada noche en un lugar diferente. Nunca le faltaba algún tataranieto para ayudar a correr la cama, y de oreja a oreja sonreía pensando en el chasco que se llevaría la muerte cuando viniera a buscarla. Antes de dormir, encendía el último cigarrillo del día, en su larga boquilla labrada, y se echaba la última copa de buen vino tinto. Entraba en la noche bebiendo el vino da a sorbitos, un buche por cada amén, mientras rezaba los padrenuestros y las avemarías.
Había nacido en 1885. Murió a los 110 años de su edad, en Santiago de Chile, cuando ya había enterrado a siete hijos y estaba un poquito aburrida de vivir.
lunes, 4 de septiembre de 2017
EL SEÑOR HAN
El honorable señor Han, mandarín de alto rango, gozaba de un retiro amable en su finca campestre. No detestaba la sociedad, y recibía a menudo al señor Siu, un vecino de trato agradable. Aquel día, mientras conversaban los dos bajo la fresca sombra, tomando el té y comiendo pasteles de arroz, les llegó desde las cocinas el ruido de un altercado. El señor Han se informó. ¡Un monje mendicante quería ser recibido por el dueño de la casa en persona!
-Insiste con descaro ... -explicó el intendente.
-¡Dejadle venir! -dijo el señor Han.
El monje zen, vestido con ropas gastadas y agujereadas, no tenía buena apariencia. El señor Han le interrogó con bondad:
-Llegué hace poco a vuestra pequeña aldea -dijo el miserable clérigo-. Me he instalado en el templo en ruinas, al este del pueblo. ¡Me han hablado de vuestra generosidad, y por esto he venido!
Mientras hablaba, el monje andrajoso se servía abundantemente de los alimentos dispuestos en la mesa. Apreciaba los pasteles de arroz, tanto los salados como los dulces. Picoteaba a su gusto en los tazones de porcelana y comía aquí semillas de calabaza, y allí de girasol. No desdeñaba los panecillos de carne, y se comió tres, perfumados con semillas de sésamo y de loto. Entre dos bocados cogía almendras y frutos secos y, para digerirlo todo, bebía numerosas tazas de té. Una veintena, contabilizó el señor Siu, al que la desvergüenza del personaje escandalizaba.
domingo, 3 de septiembre de 2017
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