Mentes simples «versus» mentes complejas
Existe un poso de mediocridad en la mentalidad rígida, aunque a veces se intente ocultar tras cierta erudición. José Ingenieros afirmaba que la Torre de Pisa podía generar tres actitudes posibles, dependiendo de la persona que la mire: escapar, porque se va a caer (hombre mediocre); preguntarse por qué no se cae y generar explicaciones probables (hombre talentoso); o entrar en ella y arrojar dos elementos de distinto peso para ver cuál cae primero (Galileo, hombre genial). La consecuencia lógica de usar anteojeras y no mirar a los lados es que los errores se incrementan y la creatividad decae sustancialmente.
Podría hacerse otra analogía con la actitud que asumimos frente a un paisaje. Hay personas que lo miran de lejos, otros se adentran en él rápidamente y hay quienes se quedan en la periferia. Ninguno de ellos establece un «contacto íntimo» con los elementos del paisaje y, por lo tanto, no lo conocen plenamente. Por otro lado, están los individuos que deciden explorar el lugar a fondo, en muchas direcciones y sentidos: tocan, huelen, exploran e investigan con la intención de recabar más experiencias y de ampliar sus enfoques. Mientras que unos se han quedado en la epidermis, en las afueras, las mentes inquietas han palpado el paisaje con profundidad.
Esta actitud vivencial y comprometida la he experimentado en mi relación con los bosques. Siguiendo un poco la mitología céltica, y en un sentido metafórico, siempre he pensado que los árboles son mágicos. Me producen paz; por eso los acaricio, me recuesto a su sombra, los observo desde abajo y trato de implicarme en el movimiento de sus hojas. Cuando estoy en un bosque me asocio a él, me dejo llevar por la intriga que me genera y mi mayor placer es husmear en cada rincón de su territorio. En este juego de explorador / explorado ha habido momentos en que la compenetración con el bosque me ha permitido sentirme parte de él, no en la acepción mística del término sino en un sentido racional / emotivo: te conozco y te degusto.
La flexibilidad cognitiva nos permite acercarnos a la realidad desde múltiples perspectivas que intentaremos integrar en un todo dinámico y coherente. Si cada vez que entramos en el bosque lo hacemos por el mismo lado, transitamos el mismo sendero y nunca nos aventuramos a ir más allá de lo conocido, será difícil hacernos una idea real y completa del lugar. Podremos describir los altibajos del camino con precisión matemática, pero nunca podremos apropiarnos de su verdadera riqueza. Algo similar ocurre cuando queremos comprender un tema complejo o cuando intentamos resolver un problema importante: si sólo miramos en una dirección, no obtendremos respuestas adecuadas.