El es uno de los fantasmas. Así llama la gente de Sainte Elie a los pocos viejos que siguen hundidos en el barro, moliendo piedras, escarbando arena, en esta mina abandonada que ni cementerio ha tenido nunca, porque tampoco los muertos han querido quedarse.
Hace medio siglo, este minero llegó al puerto de Cayena y se internó en busca de la tierra prometida. En aquellos tiempos, aquí había florecido el jardín de los frutos de oro, y el oro redimía a cualquier forastero muerto de hambre y lo devolvía a casa muy gordo de oro, si la suerte quería y si no lo degollaba algún amigo en un recodo del camino.
La suerte no quiso. Y de nada sirvió la varilla de azogue negro, que era infalible para atrapar al otro fugitivo, ni sirvió de nada el brujo que espantaba la desgracia. Pero este minero sigue aquí, sin más ropa que un taparrabos, comiendo nada, comido por los mosquitos. Y en busca de nada revuelve la arena día tras día, sentado ante la batea, bajo un árbol más viejo que él, que lo defiende de la ferocidad del sol.
El cazador de oro está hablando solo. Sebastián Salgado se acerca, se sienta a su lado. Hay un solo diente, un diente de oro, en la boca del minero, tecla que brilla en la noche de su boca.
—Mi mujer es muy linda —dice, y muestra una foto borrosa, rotosa.
—Me está esperando —dice.
Ella tiene veinte años. Hace medio siglo que ella tiene veinte años, en algún remoto lugar del mundo.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
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