Hace unos cincuenta años, mientras yo estaba en Estados Unidos, vino a verme una especialista en budismo y me dijo: «Querido maestro, usted escribe unos poemas maravillosos, pero pasa demasiado tiempo cultivando lechugas y haciendo tareas similares. ¿Por qué no emplea su tiempo en escribir más poesía?». Ella había leído en alguna parte que a mí me encantaba cultivar verduras y cuidar los pepinos y las lechugas. Estaba pensando de manera pragmática y me sugirió que el tiempo que dedicaba al huerto debía aprovecharlo para escribir poemas.
Le contesté: «Querida amiga, si no cultivara lechugas, no podría escribir los poemas que compongo». Es la pura verdad. Si no vives concentrado, siendo consciente, si no vives con profundidad cada momento de tu vida cotidiana, no puedes escribir. No puedes producir nada valioso para ofrecer a los demás.
Un poema es una flor que ofreces a la gente. Una mirada compasiva, una sonrisa, un acto lleno de amor compasivo es también una flor que florece en el árbol de la plena consciencia y la concentración. Aunque no pienses en el poema mientras preparas el almuerzo para tu familia, el poema se estará escribiendo. Cuando escribo una historia corta, una novela o una obra de teatro, puedo tardar una o varias semanas en terminarla, pero la historia o la novela siempre están ahí. De igual modo, aunque no estés pensando en la carta que escribirás a tu ser amado, se está escribiendo en el fondo de tu conciencia.