Un templo público es un templo público; uno necesita un templo propio, es un fenómeno privado.
En Oriente solíamos tener una habitación separada para la meditación. Cada familia que podía permitírselo, tenía un pequeño templo propio. Y la gente iba allí solo a rezar o a meditar, no a otra cosa.
De modo que en ese lugar -con el incienso, el color, el sonido, la atmósfera- todo termina por asociarse con la idea de la meditación. Si has estado meditando en la misma habitación, todos los días a la misma hora, en cuanto entras en el cuarto y te quitas los zapatos ya estas en meditación.
En cuanto entras en la habitación y miras las paredes -las mismas paredes, el mismo color, el mismo incienso ardiendo, la misma fragancia, el mismo silencio, la misma hora-, tu cuerpo, tu vitalidad, tu mente empiezan a caer en una unidad. Todos saben que es la hora, el momento de meditar. Y ayudan, no luchan contra ti. Basta con sentarte allí para entrar en meditación con más facilidad, silencio y sin esfuerzo.