Ryonen,  cuyo  nombre   significa  «clara  comprensión», era una  muchacha   adornada  con  todas  las  gracias.   Con  su blanca  tez  anacarada,   su  espesa  cabellera   dispuesta    en  un pesado   moño  en la frágil nuca  y sus  ojos profundos  como un lago,  era elegante  y fina,  y su compostura    era perfecta. Ryonen  pertenecía   a una noble  familia  de guerreros  samuráis,  poseía  un gran  talento  como  música  y también  estaba dotada  para  la pintura   y la poesía.  La emperatriz   se fijó en ella entre  todas  las damas  de palacio  y la hizo  entrar  en su círculo   íntimo.   Ryonen   tenía  entonces   diecisiete   años,   y esta  historia   tenía  lugar   hacia  el  año  1700,   en  el período Edo,  durante   el shogunato   de Togugawa  Toshimune,   cuyo sabio  gobierno   proporcionó   al Japón  un largo  ciclo de paz y prosperidad. 
Ryonen  no se contentaba   con ser maravillosamente    bella, sino  que  unía  a las cualidades   del espíritu   las  del corazón,  y todo   el mundo,   desde  la más  noble  dama  hasta  la menor  sirvienta,  la amaba.  Por  eso la sorpresa  y la consternación  fueron  unánimes   cuando  anunció   que deseaba  retirarse a un monasterio   para  estudiar  el Zen.  Su  familia,  alertada,  se negó  rotundamente.    Ryonen   insistió.   Se llegó  a un compromiso.    Primero   Ryonen   tenía  que  casarse  y  tener tres hijos,  entre  ellos un varón  para asegurar  la continuidad del  linaje.  Después,   si  todavía   lo deseaba,    tendría   libertad para  afeitarse  la cabeza  e ir a mendigar  su alimento   por  los caminos  con  una  escudilla  de arroz  en la mano,  o para  ir a esconder   su belleza  en un templo  zen.  Ryonen  respetaba   a su familia  y a sus antepasados,   y se inclinó.   Y la vida siguió su  curso   apacible.    Su  familia,   tranquilizada,    pensaba   que habría  olvidado    completamente    su capricho.   A la edad  de diecinueve   años,  Ryonen   se casó con un gran señor  en medio de fastos  extraordinarios.     Le dio dos hijas, que prometían  ser  tan  gentiles  como  su  madre,   y  un  niño  sólido   y tranquilo,   el pequeño   Oshiba.