Esta historia es ahora del pasado. Había una vez un emperador tan rico y tan poderoso que reinaba sobre ochenta y cuatro mil reyes vasallos. Tenía en su harén tres mil esposas, que le habían dado cuatrocientos hijos y una multitud de hijas, y no se podían contar sus caballos, sus elefantes y sus palacios. En su juventud, este gran emperador había tenido por compañero de juegos al pintor de la corte encargado de decorar los tabiques y los biombos del «Pabellón de la pureza y el frescor». El recuerdo de ese amigo se conservaba con dulzura en su corazón.
Resulta que al gran emperador le gustaba ir a pasear, disfrazado, por las calles de su capital, Heian-K yo, que hoy se llama Kyoto. Una mañana, mientras deambulaba por la plaza del mercado entre los puestos de pescaderos, tropezó con el cuerpo de un hombre medio enterrado bajo los desperdicios. Se inclinó y reconoció a su amigo de juventud, el pintor Toshibu. Éste llevaba el vestido roto, lleno de suciedad, y se encontraba manifiestamente en un estado avanzado de embriaguez. Compasivo, el gran emperador le metió en el bolsillo un diamante muy grande que adornaba habitualmente su oreja izquierda. Así -pensó-, cuando mi desdichado amigo vuelva en sí, encontrará el diamante, lo venderá y podrá llevar en lo sucesivo una vida honorable. Y se marchó, muy contento de haber satisfecho a los dioses con su buena acción y por haber salvado de la miseria al amigo de su juventud.