La idea del amor romántico surgió de un eco filosófico tanto platónico como aristotélico literariamente derivado del poeta romano Ovidio y sus Ars Amatoria. Nótese que en la antigua Grecia la mujer estaba destinada a las tareas del hogar y al servicio del hombre, y por lo tanto no existía el respeto o sentimiento de consideración para con ella (recordemos que la Atenas de entonces no carecía en este sentido de sus propias contradicciones. Por un lado se ufanaba de la ateniense igualdad de derechos para todos los ciudadanos de la poli y por otro determinaban autoritariamente que los esclavos, los extranjeros y las mujeres no tenían ese privilegio simplemente porque no eran ciudadanos). El griego practicaba entonces el amor de si o el amor a la idea. Amaba la belleza de hombres y mujeres, pero no a esos hombres y a esas mujeres.
El amor medieval, en cambio, era motivado por un respeto profundo hacia la dama, por ejemplo, pero no debía ser consumado. Era etéreo y trascendental y activamente alimentado por actos de caballerosidad y galantería, en absoluto contraste con la tradicional persecución acosadora de los apasionados amantes enamorados.
Mas contemporáneamente asistimos a posturas encontradas con lo que los sentidos nos dicen sobre nuestro interior. El determinismo físico cree que el mundo se puede medir y determinar y por ende cada acontecimiento es la consecuencia de los componentes biológicos de la química del cuerpo humano. Por este mismo camino, los genetistas invocan la teoría de los genes que forman los criterios determinantes en lo sexual o en el tipo de elección romántica. Algunos neurobilogistas reducen todos los exámenes del amor a la motivación fisicoquímica del impulso sexual.