Hace unas cuantas semanas me dirigía hacia mi equipo de radioaficionado en el sótano de mi casa, con una humeante taza de café en una mano y el periódico en la otra. Lo que comenzó como una típica mañana de sábado, se convirtió en una de esas lecciones que la vida parece darnos de vez en cuando.
Déjenme contarles: sintonicé mi equipo de radio para entrar en una red de intercambio del sábado en la mañana. Después de un rato me topé con un compañero que sonaba un tanto mayor. Él estaba hablando, con aquel con quien estuviese conversando, de algo acerca de “mil canicas”. Quedé intrigado y me detuve para escuchar lo que le decía a su interlocutor: