Para los individuos ultrarrígidos, aceptar ciegamente las normas y no incomodar a nadie (personas, grupos o instituciones) es casi un ideal de vida. Aun así, hay veces en que la irracionalidad de las normas es tal que no tenemos más remedio que actuar en defensa de nuestros derechos.
Hace unos meses fui a pagar una cuenta que debía por el alquiler de unas películas. Eran las diez de la mañana de un sábado, y cuando extraje el número que indicaba mi turno me di cuenta de que era el 117. Me impresionó la cantidad de personas que esperaban ser atendidas. Una señora se sentó a mi lado y comentamos que era una locura tener que esperar todo ese tiempo para efectuar un pago (no tratábamos de obtener un préstamo ni estábamos buscando empleo: ¡sólo queríamos pagar!). A la conversación se sumaron otros dos vecinos de asiento y el problema de la lentitud en la atención quedó claro: había solamente dos cajas habilitadas, de nueve disponibles. Al cabo de media hora, el grupo «disidente» fue haciéndose cada vez más grande, y las protestas también. De repente la señora que estaba a mi lado se puso sobre la silla e invitó, con voz de político en campaña electoral, a la protesta activa. Un guardia de seguridad quiso hacerla callar, pero los gritos de los demás asustaron al hombre, que se limitó a decir que él solamente cumplía órdenes. Y así empezaron las consignas y las arengas pidiendo la presencia del gerente, que estaba dentro «atendiendo una llamada internacional». Finalmente, entre tembloroso y envalentonado, hizo su aparición el mandamás ante los silbidos de los afectados. La señora y otro hombre hicieron de portavoces y solicitaron que pusieran a funcionar las otras cajas. El gerente dio una explicación ridícula que incrementó aún más la indignación de la gente: «No es costumbre de la empresa que los sábados se habiliten más de dos cajas de pago.»