El agua más fría del cielo bombardeó Buenos Aires aquella tarde del invierno de 1906.
A las cinco en punto, en pleno diluvio, lluviazón, helazón, nació un niño en la calle Centro. El padre arrancó al niño de los brazos de la madre, se lo llevó a la azotea y lo alzó, desnudito, ante la lluvia feroz. Y a la luz de los relámpagos lo ofreció a la lluvia, gritando a pleno pulmón, voz de trueno entre los truenos:
—¡Hijo mío, que las aguas del cielo te bendigan!
El recién nacido se pescó tremenda pulmonía. Pasó cuatro meses de mal en peor. Y cuando ya lo daban por muerto, se salvó.
También se salvó de llamarse Descanso Dominical. El padre, un anarquista pobre y poeta, siempre perseguido por la policía y por los acreedores, quiso llamarlo así en homenaje a esa reciente conquista obrera, pero el Registro Civil no le aceptó el nombre. Entonces se reunieron los amigos, anarquistas pobres y poetas, siempre perseguidos por la policía y por los acreedores, y discutieron el asunto. Y fueron ellos quienes decidieron que se llamaría Cátulo, Cátulo Castillo, el niño que unos cuantos años después fue capaz de inventar La última curda y otros tangos de esos que son para escuchar de pie, sombrero en mano.