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lunes, 18 de marzo de 2019

EL SOMBRERERO


Sonó el teléfono, escuché la voz cascada: un error así, no puedo creer, óigame bien, yo no hablo por hablar, que una equivocación vaya y pase, pero un error así, cómo es posible, no puedo creer. 

Me quedé mudo, con el teléfono pegado a la oreja. Me ví venir lo peor. Yo acababa de publicar un libro sobre fútbol en un país, mi país, que está habitado por doctores en fútbol, eruditos en la historia del fútbol, catedráticos de tácticas y estrategias del fútbol, y cada uno de mis compatriotas sabe de fútbol más de lo que el fútbol sabe de sí mismo. Se me fue el alma a los pies. Yo había cometido alguna pifia de ésas que no tienen remedio. En silencio, cerré los ojos y acepté mi condenación. 

—El Mundial del 30 —acusó la voz, gastada pero implacable. 
—Sí —musité. 

—Fue en julio. 
—Sí. 

—¿Y cómo es el tiempo en julio, en Montevideo? 
—Frío —imploré. 

—Muy frío —corrigió la voz, y atacó: 

—¡Y usted escribió que en el estadio había un mar de sombreros de paja! ¿De paja? —se indignó—. ¡De fieltro! ¡De fieltro eran! 

Arrepentido, conseguí balbucear: 
—Es verdad. 

Y guardé un bochornoso silencio. 

La voz bajó de tono, evocó: 

—Yo estaba allí, aquella tarde, 4 a 2 ganamos, lo estoy viendo. Pero no se lo digo por eso. Se lo digo porque yo soy sombrerero, siempre fui, y muchos de aquellos sombreros... 

Casi se rompió la voz: 
—... sombreros de fieltro... los hice yo.



Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet

martes, 12 de marzo de 2019

LA TIERRA


Allí había nacido, allí había dado sus pasos primeros. Cuando Rigoberta volvió, años después, su comunidad ya no estaba. Los soldados no dejaron vivo ni el nombre de la comunidad que se había llamado Laj-Chimel, la Chimel chiquita, la que se guarda en el hueco de la mano: mataron a los comuneros y al maíz y a las gallinas, y los pocos indios fugitivos tuvieron que estrangular a sus perros, para que no los delataran los ladridos en la espesura. 

Rigoberta Menchú deambuló por su tierra alta a través de la niebla, montaña arriba, montaña abajo, en busca de los arroyos de su infancia, pero ninguno había. Estaban secas las aguas donde ella se había bañado, o quizá se habían marchado lejos, las aguas rojas de sangre, lejos. Y de los árboles más añosos, que ella creía alzados para siempre y que habían tenido brazos que la protegían y cuerpos que la escondían, sólo quedaban restos podridos. Después, alguien le contó: esas ramas poderosas habían servido para atar las horcas y esos troncos habían sido paredones de fusilamiento. En los árboles más viejos, en los más sabidos, habían sido asesinados quienes conocían sus nombres. Cuando ya no tuvieron quién los nombrara, los árboles se dejaron morir. 

Y siguió Rigoberta caminando en la niebla, niebla adentro, gota sin agua, hojita sin rama: buscó al kuxín, su muy amigo, lo buscó donde él vivía, y no encontró más que sus raíces secas. Eso era todo lo que quedaba del que la visitaba en sueños, siempre frondoso de flores blancas de corazón amarillo. Y después, supo: el kuxín había sido salpicado por la sangre de sus queridos y había envejecido en un ratito, dolido de ellos, y se había arrancado a sí mismo con raíz y todo 



Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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viernes, 8 de marzo de 2019

EL DESIERTO


Román Morales emprende la travesía del salar de Uyuni. Se echa a caminar al amanecer, desde las orillas donde las vicuñas detienen su paso y los cóndores su vuelo. Y a poco andar, pierde de vista las últimas señales de la tierra. 

Más de un caminante ha sido tragado por estas inmensidades, y Román lo sabe. El sabe que el salar, el desierto de sal más grande del mundo, ha nacido del rencor. En el principio de los tiempos, ésta fue una vasta mar de leche agria. Cuando Tunupa, la montaña, perdió a su hijo, se vengó regando la leche de sus pechos sobre las cumbres del mundo, que fueron de odio inundadas. 

Cuanto más camina Román, más miedo siente. Metido en el fulgor, pasa las horas, la mañana, el mediodía, la tarde, mientras crujen los cristales de la sal bajo sus botas, y después de mucho andar quiere volver, pero no sabe cómo, y quiere seguir, pero no sabe adónde. Por mucho que se restregue los ojos, no consigue encontrar el horizonte. Ciego de luz blanca, camina sin ver, a través de la blanca nada. 

Y se desploma. Cae de rodillas al suelo o al cielo, suelo de sal, cielo de sal, y las lágrimas saladas le cruzan la cara rajada por los soles que la sal refleja. Y por primera vez, Román escucha que su boca está suplicando, su boca suplica al desierto, con voz de otro: 

—No me mates. 

Y entonces las piernas, piernas de otro, se levantan y siguen caminando. Varias veces Román cae, pero cada vez que va a desmayarse, las piernas se alzan, por su cuenta, y continúan este viaje sin vuelta. Y cuando la noche llega, Román escucha nuevamente esa voz desconocida que de su boca sale, la voz que ahora ruega a las estrellas: 

—No me dejen solo. 

Y las piernas lo llevan a través de la noche y todo a lo largo del nuevo día. Y mucho después, después de mucho tropezar y caer, después de mucho caer y levantarse, súbitamente las piernas dejan de andar. Tumbado en el suelo de sal, Ramón alza la cabeza, parpadea, y ve: allí nomás, cerquita, está la aldea de Atulcha. En esa aldea, en esas cuatro casas, acaba la mar de sal, y acaba el viaje. 

Mirándose las botas, que la sal ha comido a mordiscones, Román se pregunta: 

—¿Quién ha cruzado el desierto? ¿Quién fui, quién habré sido? 

Una bandada de flamencos, ráfaga rosada, le da la bienvenida. 




Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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sábado, 23 de febrero de 2019

EL VELORIO


Asunción Gutiérrez había muerto en Managua, el día que cumplió un siglo de vida, y fue velada en su casa de la comarca Aranjuez por una multitud de parientes y vecinos. 

Ya hacía rato que los dolientes habían pasado de la pena a la fiesta y de los susurros a las carcajadas, según quiere la costumbre, cuando en lo mejor de la noche doña Asunción se alzó en el ataúd. 

—Sáquenme de aquí, babosos —mandó. 

Y se sentó a comer un tamalito, sin hacer el menor caso de nadie. 

En silencio, los deudos se fueron retirando. Ya los cuentos no tenían quién los contara, ni los naipes quién los jugara, y los tragos habían perdido su pretexto. Velorio sin muerto, no tiene gracia. Los dolientes se perdieron por las calles de tierra. Despabilados por el mucho café, no sabían qué hacer con lo que quedaba de la noche. 

Uno de los bisnietos comentó, indignado: 

—Es la tercera vez que la vieja nos hace esto.



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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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jueves, 21 de febrero de 2019

EL JACARANDÁ


En las noches, Norberto Paso acarreaba bolsas en el puerto de Buenos Aires, y en los días levantaba la casa. Esta casa la hicieron juntos, Blanca y él. Blanca le subía los ladrillos y los baldes de mezcla y las paredes crecían en torno al patio de tierra. Ellos eran muy jóvenes, se reían de cualquier cosa, nunca se aburrían de mirarse. 

La casa estaba a medio hacer cuando Blanca trajo un jacarandá del mercado. Era un árbol chiquito, ella había pagado un platal. Norberto se agarró la cabeza. 

—Estás loca —dijo, y la ayudó a plantarlo. 

Cuando terminaron la casa, Blanca murió. 

Ahora han pasado los años, y Norberto sale poco. Una vez por semana se va al centro, a protestar porque la jubilación es una mierda que no alcanza ni para pagar la soga donde colgarse. Cuando Norberto regresa, tarde en la noche, el jacarandá lo está esperando. Frondoso de flores de cielo profundo, el jacarandá lo espera despierto, para que él le cuente.


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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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viernes, 15 de febrero de 2019

LA BODA


Se fueron por las calles los recién casados. En el Central Park, María Hinojosa y Germán Pérez habían jurado que se amarían hasta el mutuo exterminio. Cuando acabó la ceremonia, los padrinos los acompañaron, en bullanguera procesión, por las calles de Nueva York. 

Iban tronando tambores los padrinos de la música. Los padrinos del fuego marchaban con velas encendidas. Los padrinos del aire soltaban palomas, y echaban puñados de tierra los padrinos de la tierra: tierra de México, donde nació ella, y tierra de la Dominicana, donde nació él. Y caminaban salpicando agua, agua que había sido bendita por la gente más querida, los padrinos del agua.



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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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lunes, 28 de enero de 2019

EL EXORCISMO


Sixto Ledesma se ganaba la vida partiendo piedras en las canteras de Maldonado. A la caída del sol, se daba un buen baño en el arroyo. Después encendía la radio, y mientras se echaba unos tragos de caña, creía todo lo que la radio decía. Ya en la nochecita, ensillaba el caballo y se marchaba a enamorar a su dama. 

A veces, Sixto se caía, por culpa de las mañas del caballo, las trampas del camino o la traición de los tragos. Entonces se sacudía el barro de la zanja, se sacaba la camisa y se azotaba la espalda con un arreador de cuero trenzado. Se daba unos cuantos latigazos en cruz, con alma y vida, y con la espalda sangrante llegaba a casa de Excelsa, su bien amada. Y le decía: 

—Tranquila, Excelsa, que estoy suavecito. Ya me saqué todo el comunismo. 


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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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viernes, 25 de enero de 2019

EL ÁRBOL


Siete mujeres se sentaron en círculo. 

Desde muy lejos, desde su pueblo de Momostenango, Humberto Ak'abal les había traído unas hojas secas, que él había recogido al pie de un árbol. 

Cada una de las mujeres quebró una hoja, suavemente, contra el oído. 

Una sintió un viento soplándole la oreja. 

Otra, la fronda que se hamacaba. 

Otra, un batir de alas de pájaros. 

Otra dijo que en su oreja llovía. 

Otra escuchó los pasos de un bichito que corría. 

Otra, un eco de risas. 

Otra, un rumor de aplausos. 

Humberto me lo contó, y yo pensé: ¿No será que las hojas muertas susurraron, al oído de las mujeres, la memoria del árbol?



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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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domingo, 13 de enero de 2019

EL HOMBRE MÁS VIEJO DEL MUNDO

Era verano, era el tiempo de la subienda de los peces, y hacía ciento veinticinco veranos que don Francisco Barriosnuevo estaba allí. 

—El es un comeaños —dijo la vecina—. Más viejo que las tortugas. 

La vecina raspaba a cuchillo las escamas de un pescado. Don Francisco bebía un jugo de guayaba. Gustavo, el periodista que había venido de lejos, le hacía preguntas al oído. 

Mundo quieto, aire quieto. En el pueblo de Majagual, un caserío perdido en los pantanos, todos los demás estaban durmiendo la siesta. 

El periodista le preguntó por su primer amor. Tuvo que repetir la pregunta varias veces, primer amor, primer amor, PRIMER AMOR. El matusalén se empujaba la oreja con la mano: 

—¿Cómo? ¿Cómo dice? 

Y por fin: 

—Ah, sí. 

Balanceándose en la mecedora, frunció las cejas, cerró los ojos: 

—Mi primer amor... 

El periodista esperó. Esperó mientras viajaba la memoria, destartalado barquito, y la memoria tropezaba, se hundía, se perdía. Era una navegación de más de un siglo, y en las aguas de la memoria había mucho barro, mucha piedra, mucha niebla. Don Francisco iba en busca de su primera vez, y la cara se le contraía como un puño. 

El periodista desvió la mirada, cuando descubrió que las lágrimas estaban mojando los surcos de esa cara estrujada. Y entonces don Francisco clavó en la tierra su bastón de cañabrava y empuñando el bastón se alzó de su asiento, se irguió como gallo y gritó: ¡Isabel!, gritó: 

—¡Isabeeeeeeel!.


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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano

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lunes, 7 de enero de 2019

EL HINCHA

—Aquí hay un fanático que siempre trae al padre —me dijo Sixto Martínez. 

Estábamos en Sevilla, en el estadio. Era un partido aburrido, había criado barba la pelota, pero daba gusto charlar al sol en medio del gentío. 

—Yo también voy con el viejo —dije—. El es futbolero, como yo. 

Sixto encendió un cigarrillo, pitó hondo. Se bajó los anteojos, me clavó la mirada: 

—Este que te digo viene con el padre muerto. 

Y dejó caer los párpados: 

—Fue su última voluntad. 

Domingo a domingo, el hijo traía las cenizas del padre y las sentaba a su lado en la tribuna. El difunto le había pedido, en agonía: 

—Que no me pierda partido del Betis de mi alma. 

Y también le había pedido que siguiera pagando, mes a mes, sus cuotas de socio. 

Al principio, el padre acudía al estadio en envase de vidrio. Una tarde, los porteros le impidieron la entrada, por peligroso. Desde entonces, venía en envase de cartón plastificado. 


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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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jueves, 3 de enero de 2019

EL AGUA


Le cayó muy simpático. Caetano no lo conocía. El muchacho, que andaba por la playa vendiendo cangrejos, lo invitó a dar una vuelta en su barca: 

—Me gustaría —dijo Caetano—, pero no puedo. Tengo cosas que hacer. Compras, trámites... 

Y en barca fueron. Recorriendo la ciudad por sus orillas, fueron al mercado y al banco y al correo y a todos los lugares donde Caetano debía ir. De cuando en cuando se detenían, por el puro gusto, a contemplar Bahía desde la bahía, y era una fiesta demorarse flotando. 

Así, Caetano Veloso fue descubriendo una ciudad nueva. El la conocía, y muy mucho, pero no sabía que la conocía de espaldas. Nunca la había andado así, desde lo mojado, desde lo callado. Una ciudad era la ciudad caminada por las calles donde la gente no puede estarse quieta, luces que bailan, colores que gritan, y otra ciudad, muy otra, era la ciudad navegada por las silenciosas aguas donde no hay más alboroto que el de la espuma. Vista desde la barca, Bahía también era una barca, una serena barca disfrazada de tierra loca por lo mucho que le gustan los disfraces. Las calles no morían en la mar: en la mar nacían. En la mar no estaban las afueras de Bahía de San Salvador, sino sus adentros. 

A la caída de la tarde, la barca devolvió a Caetano a la playa donde lo había recogido. Y entonces Caetano quiso saber cómo se llamaba aquel muchacho que le había revelado la otra ciudad. De pie sobre la barca, el cuerpo negro brillando a la luz del último sol, el muchacho dijo su nombre: 

—Yo me llamo Marco Polo. Marco Polo Mendes Pereira.


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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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viernes, 21 de diciembre de 2018

LA INUNDACIÓN


Las iglesias eran obras de confitería y los palacios, obras de juguetería; algunas casas parecían cajitas de música. Pero la Antigua Ciudad de Guatemala vivía con el corazón en la boca. Lo que no gastaba en lágrimas, se le iba en suspiros. Aburrirse, lo que se dice aburrirse, jamás se aburrían: amenazada por el volcán de Agua y por el volcán de Fuego, estaba condenada a zozobra perpetua, entre los vómitos de los volcanes y los alborotos de la tierra. 

En 1973, un terremoto la sacudió. Ella tenía costumbre. Medio siglo antes, otro terremoto la había despedazado, y Antigua había seguido en su sitio, como si nada, de temblor en temblor, que si Dios me ha de matar me mate y que el Diablo me lleve. Pero esta vez, no sólo la tierra corcoveó y rompió todo: lo peor fue que el río se salió de cauce y ahogó a las gentes y a las casas. Y los que sobrevivieron a la inundación no tuvieron más remedio que huir despavoridos para fundar, lejos, otra ciudad. 

El río que se desbordó se llamaba, se llama, Pensativo. 

De vez en cuando, a mí me pasa lo mismo.


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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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miércoles, 5 de diciembre de 2018

LA FLOR


Parece orquídea, pero no. Huele a gardenia, pero tampoco. Sus grandes pétalos, alas blancas, tiemblan queriendo volar, irse del tallo: en Cuba la llaman mariposa. 

Alessandra Riccio plantó, en tierra de Nápoles, un bulbo de mariposa, traído desde La Habana. En tierra extraña, la mariposa dio hojas, pero no floreció. Y pasaron los meses y los años, y seguía sin nada más que hojas cuando unos cubanos amigos de Alessandra llegaron a Nápoles y se quedaron en su casa durante una semana. 

Entonces, en los alrededores de la planta, sonaron y resonaron las voces de su tierra, el antillano modo de decir cantando: la planta escuchó esa música de las palabras día tras día y noche tras noche, porque los cubanos hablan despiertos y dormidos también. 

A la semana, Alessandra dijo adiós a sus amigos. Y cuando regresó del aeropuerto, una enorme flor blanca la estaba esperando. Las alas desplegadas brillaban, luminosas, en la noche de su casa.


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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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viernes, 16 de noviembre de 2018

EL EXILIO


Fue rey en febrero, en muchos febreros fue rey. El rey Traimán, también llamado Sopita y Marqués de las Cabriolas, gobernaba el carnaval. Gorra emplumada, atavíos de seda: allá en lo alto de su trono de luces, alzado sobre el trueno de los tambores y la algarabía del gentío, él no hablaba ni sonreía. El monarca mandaba, con imperturbable gravedad, moviendo apenas el cetro, y su poder duraba mientras duraba la fiesta. 

Pero moría el carnaval, y Traimán continuaba ejerciendo la monarquía. El tenía cara de rey triste, desde que había nacido. En aquella cara de siempre, obra de alfarería indígena, nada se movía: una eterna mueca de desdén le había subido las cejas, le había bajado los párpados y le había cerrado la boca. Sus labios sólo se abrían para decir lo imprescindible: 

—Yo soy el rey de la Araucaria. 

Sin palabras, quitándose el sombrero hongo, agradecía las monedas que muy de vez en cuando contribuían a la causa del reino perdido; y sin palabras vendía caramelos en los tranvías de la ciudad. 

Traimán había llegado a Montevideo, perseguido por los usurpadores blancos, hacía muchos años. En algún lugar secreto guardaba, según se decía, los pergaminos que daban fe de su autoridad sobre las tierras, las lejanas tierras del sur, donde había nacido. 

El esmirriado monarca comía salteado, pero andaba enredado en complicadas gestiones diplomáticas, que emprendía en nombre de sus súbditos. Los reyes europeos no le contestaban, porque estaban atareados en sus guerras. 

Al fin de la segunda guerra mundial, mientras esperaba noticias, Traimán murió, tuberculoso, en un hospital público. Fue enterrado con su levita raída y con todas las medallas que le colgaban del pecho.


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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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domingo, 4 de noviembre de 2018

EXORCISMOS


Sonia Pie de Dandré se levanta siempre bien temprano, porque el trabajo obliga y también porque da gusto respirar el día cuando está recién nacido y huele a bebé. 

Aquella mañana, ella caminó, cantando bajito, por las calles de Santo Domingo, mojadas de luz nueva, y estuvo entre las primeras de la cola, ante el mostrador donde se retiran los pasaportes. Cuando recibió el suyo, vio que entre los datos figuraba el color de la piel. Trigueña, decía el documento. 

Sonia es negra, y ésa es una de sus imbatibles alegrías. Pidió que se corrigiera el error. No se podía. 

—En este país no hay negros— le explicó el funcionario, negro, que había llenado los formularios.

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Eduardo Galeano
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sábado, 27 de octubre de 2018

LA VOZ


No son más de mil los indios ishir que sobreviven en el Chaco. 

Wylky, legalmente llamado Gregorio Arce, habla por todos en las ceremonias sagradas. Hace años, una peste mató a su gente más querida. Entonces, él se hundió en el bosque, y allí cantó y cantó, y siguió cantando cuando la sangre le brotó de la boca. Con la garganta rota, mucho después, emergió de la fronda. 

Es casi nada la voz que le queda, un susurro quebrado, pero Wylky es un señor de la palabra. Está hecho de silencio, y de pocas palabras secretas y luminosas, el sendero que conduce a la casa de los dioses.


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Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
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martes, 16 de octubre de 2018

EL TEJEDOR


Llevaba poco tiempo en la fábrica, cuando una máquina le mordió la mano. Se le había escapado un hilo. Queriendo atraparlo, Héctor fue atrapado. 

No escarmentó. Héctor Rodríguez se pasó la vida buscando hilos perdidos, fundando sindicatos, juntando a los dispersos y arriesgando la mano y todo lo demás en el oficio de tejer lo que el miedo destejía. Creciéndose en el castigo, atravesó el tiempo de las listas negras y los años de la cárcel, y atravesó también las derrotas y las traiciones y los desalientos. Creía en lo que creía contra toda evidencia, y así fue, siguió siendo, hasta el fin de sus días. 

Eramos muchos. Estábamos esperando en el pórtico del cementerio. Héctor iba a ser enterrado en la colina que se alza sobre la playa del Buceo. Llevábamos allí un largo rato, aquel mediodía gris y de mucho viento, cuando unos obreros del cementerio llegaron trayendo a pulso un féretro sin flores ni dolientes. Y tras ese féretro entraron, en cortejo, algunos de los que estaban esperando a Héctor. 

¿Se equivocaron de ataúd? Quién sabe. Era muy de Héctor eso de ofrecer sus amigos al muerto que estaba solo.

domingo, 7 de octubre de 2018

LA MEMORIA


La mujer de Norberto Rodríguez ha muerto, devastada por el cáncer y por la medicina, al cabo de una agonía de tres meses; y Norberto tiene toda la memoria ocupada por ese tiempo de horror. 

El quisiera arrancar a su mujer de esos suplicios, devolverla a sus días luminosos: la memoria se niega. A veces asoma, en la memoria, algún fulgor venido de los muchos años anteriores al dolor y al adiós, algún pedacito de la alegría compartida con esa mujer querible y queriente. Pero entonces, como en una pantalla condenada a sombra perpetua, las imágenes, atroces irrumpen, invaden y castigan; y no se van. 

Norberto quisiera pedir clemencia a su memoria. El no sabe cómo. Nadie sabe.

sábado, 29 de septiembre de 2018

LA CÁRCEL


En 1984, enviado por alguna organización de derechos humanos, Luis Niño atravesó las galerías de la cárcel de Lurigancho, en Lima. Luis se abrió paso a duras penas y se hundió en el sopor, en el dolor, en el horror. En aquella soledad llena de gente, todos los hombres estaban condenados a tristeza perpetua. Los presos, desnudos, amontonados unos sobre otros, balbuceaban delirios y humeaban fiebres y esperaban nada. 

Después, Luis quiso hablar con el director de la cárcel. El director no estaba. Lo recibió el jefe de los servicios médicos. Luis dijo que había visto muchos presos en agonía, vomitando sangre o comidos por las llagas, y no había visto ningún médico. El jefe explicó: 

—Los médicos sólo entramos en acción cuando nos llama el enfermero. 

—¿Y dónde está el enfermero? 

—No tenemos presupuesto para pagar un enfermero.

sábado, 22 de septiembre de 2018

CAMINARES


Pedro Saad caminó sobre las aguas. En el centro de Rusia, una tarde de mucho frío, Pedro caminó por encima del río Volga, que en el invierno había congelado. Pedro estaba solo, pero mientras caminaba iba sintiendo, en las plantas de los pies, la vibración del río que estaba vivo bajo el hielo. 

Hacía ya unos cuantos años, al otro lado del mundo y del tiempo. Pedro había caminado por alguna calle de Guayaquil, una tarde de mucho calor. Pedro estaba solo, pero mientras caminaba iba sintiendo, en las platas de los pies, el latido de la tierra que estaba viva bajo el asfalto. 
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