Pero hay otra manera de contemplar nuestra búsqueda del hogar. Imagina que eres un recién nacido. Nunca antes has visto el mundo; todo te resulta nuevo y misterioso: ¡todas esas extrañas visiones, sonidos y olores!, ¡todos esos extraños sentimientos y sensaciones a los que todavía no puedes dar nombre! Te despiertas en mitad de la noche. Estás solo, y tienes hambre y miedo (aunque aún no dispongas de palabras para referirte a ninguno de esos sentimientos). A cierto nivel no estás bien, y la única manera que tienes de comunicarlo es llorando y chillando. No puedes decir: «¡Disculpad! ¡No me siento bien! ¡Por favor, que alguien me ayude!». Solo puedes chillar y esperar a que la ayuda llegue.
Tu madre entra, te toma en brazos, te calma y te amamanta. De repente, todo vuelve a estar bien. De repente, el malestar no parece tan terrible. El miedo no parece tan terrible. Ya no estás solo. Te sientes seguro de nuevo. Te sientes protegido por fuerzas exteriores a ti. Tu no estar bien se ha tornado en estar bien. Algo, fuera de ti, ha venido y ha hecho que todo vuelva a ser perfecto.
Si el bebé pudiera hablar, tal vez diría algo parecido a: «Cuando el sentimiento de no estar bien aparece, chillo. Antes o después, mamá viene, y entonces desaparece el no estar bien como por arte de magia. Mamá me quita el no estar bien. Mamá hace que el no estar bien se vaya».
Pero en realidad no era mamá quien hacía que todo volviera a estar bien. Mamá no tiene realmente el poder de hacer que desaparezca el sentimiento de no estar bien..., eso es simplemente lo que le parece a un recién nacido. Es una preciosa ilusión, pensar que los objetos, las personas o cualquier cosa exterior a nosotros pueden hacemos sentir bien, pueden devolvernos al hogar. Rápidamente empezamos a creer que buscar algo fuera de nosotros acabará por hacer que desaparezcan todos los malos pensamientos, sensaciones y sentimientos. El mecanismo de búsqueda se ha puesto en marcha, probablemente desde una edad muy temprana, y buscamos en el exterior algo que lo arregle todo. Quizá el apego a nuestras madres sea la primera expresión de esa búsqueda..., pero no es a nuestras madres a quienes estamos apegados, sino al hogar. Para la mayoría de los bebés, imagino que su madre es la primera persona que simboliza el hogar.
Me pregunto si, de un millón de maneras diferentes, lo que intentamos con nuestra búsqueda no es simplemente volver al vientre materno, al lugar de la no separación. Allí, no había separación entre el vientre y yo, no había separación entre mi madre y yo; solo había integridad, sin fuera ni dentro. Allí, no existía el «otro», es decir, todo era el vientre. Es como si el mundo entero estuviera allí, como si estuviera allí el universo entero, para cuidar de mí, para protegerme. Me sentía inmerso en un océano de amor, siempre. Era el hogar, sin ningún opuesto, ya que en él yo no conocía los conceptos de dentro y fuera. Era el océano en el que todas y cada una de las olas de experiencia se aceptaba profunda y absolutamente. Era yo mismo.
De hecho, ni siquiera estaba en el vientre; yo era el vientre. Así de completo estaba. No existíamos el vientre y yo (dos cosas); solo existía el vientre (una cosa, todas las cosas). De manera que, en verdad, no salí del él. En mi esencia más profunda, era —y soy— el vientre. Soy la integridad que añoro.
Pero, de este lugar de completud total siempre presente y sin opuesto, parece que se me expulsó sin previo aviso. De repente, toda aquella seguridad natural desapareció. De repente, me encontré ante un mundo de objetos separados, un mundo azaroso, impredecible, un lugar donde la comodidad, la seguridad —el estar bien— podían aparecer y desaparecer en cualquier momento. Ahora estaba en un mundo donde el estar bien batallaba con el no estar bien.
No es irracional sugerir que, puesto que todo ser humano que existe o ha existido estuvo en el vientre materno, puede que todavía alberguemos un vago recuerdo preverbal de aquel profundo sentimiento de bienestar, y que todos anhelemos intensamente regresar a él. Quizá la búsqueda del hogar sea también la búsqueda del vientre..., no del lugar físico, sino de la integridad que allí había. Añoramos sentirnos a salvo, protegidos, ser uno con todo. Añoramos volver a estar profundamente bien.
Ahora que somos adultos, ya no chillamos, literalmente reclamando a nuestras madres; en vez de eso, tenemos maneras más sofisticadas de buscar alivio para nuestro malestar. Metafóricamente, chillamos por el siguiente cigarrillo, la siguiente copa, la siguiente conquista sexual, el siguiente ascenso en el trabajo, la siguiente experiencia espiritual, la siguiente vía de escape: cualquier cosa que haga que todo vuelva a estar bien, cualquier cosa que haga desaparecer el no estar bien.
Ni siquiera los niños que han tenido una infancia idílica y llena de afecto escapan a este sentimiento básico de separación, de carencia. Se diría que es inherente a la experiencia de ser un individuo. Ningún padre ni madre es culpable de haber creado este sentimiento de separación, esta sensación de carencia; nadie hace intencionadamente de su hijo un buscador. Los organismos recién nacidos que tienen capacidad de pensamiento abstracto acaban buscando, de un modo natural, una completud conceptual en el futuro, elaborando todo tipo de ideas sobre lo que les hace sentirse bien y mal en sus experiencias, e intentan escapar de todo aquello que perciben como causante del no estar bien, a fin de llegar al lugar del estar bien. Visto así, desarrollar un sentimiento de separación y, luego, buscar la manera de corregirlo encontrando integridad forma parte de la evolución natural de la vida. Buscar no es un error, y no es el enemigo. Es simplemente una cuestión de identidad equivocada.
Extracto del libro:
La más profunda aceptación
Jeff Foster
Fotografías tomadas de Internet
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