jueves, 9 de septiembre de 2021

LA INTEGRIDAD DE LA VIDA (la vida está llena de misterio)



El verdadero viaje de descubrimiento consiste, no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con ojos nuevos.

March Proust

Las arrugas que surcan las manos de tu padre anciano. El llanto de un recién nacido. Una escultura expuesta en una galería de arte. Cierta combinación de notas en una pieza musical. Una gota de rocío sobre una brizna de hierba. La expresión momentánea de la cara de un desconocido que, de pronto, inesperadamente, hace que se te derrita el corazón. La completitud que súbitamente traspasa la separación.

La vida está llena de misterio.

Hace poco hablaba con una amiga que acababa de dar a luz. Es científica, «pensadora racional» y atea, sin el menor interés por la espiritualidad, la religión ni nada que no pueda demostrarse mediante una «revisión por pares», como ella la llama. Piensa que el sentido de la vida está en trabajar, proveer a la familia de todo lo necesario, ahorrar para la vejez v finalmente, jubilarse y darse «la buena vida» antes de morir.

Y sin embargo, la oía hablar del nacimiento de su hija, y sus palabras no eran las de una atea; eran palabras religiosas, palabras espirituales, palabras preñadas de admiración, de asombro ante el sobrecogedor milagro de la creación. Hablaba del milagro de la vida en sí..., el misterio del nacimiento y la muerte, el acertijo cósmico que impregna todas las cosas. Me contaba que el momento en que sostuvo a su hija en brazos por primera vez, dejó de pensar en sí misma por completo, el pasado y el futuro se disolvieron y, de repente, lo único que había era aquello..., solo la vida misma, presente, viva, misteriosa. Solo existía aquel momento precioso, aquí y ahora, nada más.

Me contó que había llorado de gratitud al ver por primera vez los deditos diminutos de su hija..., lo delicados, lo frágiles que eran. Me contó lo asombrada que estaba de que algo tan misterioso y tan vivo hubiera salido de ella, de que algo se hubiera formado de la nada, de que la vida creara vida de sí misma, de que la misma vida que estuvo presente en el Big Bang estuviera también allí, en forma de aquella diminuta criatura rosada. La invadió de repente un amor incondicional..., hacia su hija, hacia todos los bebés y las madres del mundo, hacia la existencia entera; un amor para el que no tenía palabras. Todas las revisiones por pares se hicieron añicos ante la incomprensible vastedad de la experiencia del momento presente.

Mi amiga, la científica escéptica, la pensadora racional, se había transformado temporalmente en una mística no dualista, y ni siquiera lo sabía. Por un momento, había tocado la completitud de la vida, el misterio inefable que impregna toda la creación. Por un momento, se había enamorado de la existencia; la separación entre ella y la vida se había desvanecido para revelar un amor sin nombre.

He conocido a lo largo de los años a mucha gente en la que se había despertado un interés por la espiritualidad a raíz de haber vivido ciertas experiencias o percepciones extrañas, inexplicables, incomprensibles, por lo general de un modo repentino, como aparecidas de la nada, experiencias que después les resultaba difícil poner en palabras, y más difícil todavía comunicar a su familia y a sus amigos.

Los artistas hablan de la desaparición de sí mismos cuando están abstraídos en su trabajo. Los músicos cuentan cómo, cuando están absortos en su música, solo hay música, y la entidad separada que eran hasta ese momento se desvanece en ella, como si la propia vida los hubiera absorbido. No es que interpreten la música: son la música, que se interpreta a sí misma. Los atletas hablan de entrar en el flujo, o «entrar en la zona», un lugar donde el correr, el pedalear o el saltar ocurren sin ningún esfuerzo y el cuerpo funciona a la perfección aunque ellos ya no lo sientan como suyo. Los actores se refieren a desaparecer en sus personajes, hablan de diluirse por entero en el papel, de cómo, cuando actúan de verdad, no hay nadie que actúe. Luego, cuando los felicitan por su actuación y les preguntan cómo lo han conseguido, tienen que admitir que realmente no lo saben.

O vas paseando por el parque y, de repente, no hay un tú que ande..., solo existe el viento en la cara, el crujir de las hojas, la risa de los niños y el ladrido de los perros. Tú desapareces, y eres todo..., o todo desaparece, y tú no eres nada. Las palabras no tienen capacidad para expresarlo.

A veces sucede de un modo menos espectacular. Estás lavando los platos y, de pronto, las burbujas de jabón centelleantes son lo más fascinante del universo..., más aún: las burbujas de jabón son el universo en ese instante, y todos tus problemas, tus miedos, tus angustias, tu ansia desesperada de una vida mejor, de fama, de éxitos, de amor, de iluminación se desvanecen. Todo está profundamente bien de nuevo..., cósmicamente bien. Aunque la situación de tu vida no ha cambiado —sigue habiendo facturas que pagar, hijos que alimentar, trabajo que hacer, dolor que sufrir— tu relación con todo ello se ha transformado de repente. En un instante, has dejado de ser un individuo separado que lucha por encontrar completitud. Solo hay completitud. Has vuelto al vientre de la vida —un vientre del que en realidad nunca has salido—, y, sin embargo, la vida ordinaria sigue estando presente y tú continúas funcionando en el mundo sin el menor esfuerzo.

A la ciencia le ha costado mucho buscar explicaciones a estas experiencias —o no experiencias, o como quieras llamarlas—, pues nos llevan más allá del mundo de la causa y el efecto, el sujeto y el objeto, el observador y lo observado, lo absoluto y lo relativo, dentro y fuera, e incluso el tiempo y el espacio. Son lógica, científica y filosóficamente difíciles de demostrar. Pero para quienes las experimentan, son más reales que nada de lo que conocen. Llámalas si quieres despertares, experiencias pico o simplemente encuentros directos y al desnudo con la vida tal como es; en realidad, da lo mismo cómo las denomines porque, en última instancia, las palabras siempre vienen después.

La existencia rebosa de misterio y prodigio, y, a veces, sin advertencia, la luz puede brillar a través de las grietas del yo separado. Durante unos breves momentos, aparece la sugerencia cósmica de que la vida es infinitamente más de lo que parece ser. El más común de los objetos puede tornarse fácilmente extraordinario, lo cual nos hace preguntarnos si, tal vez, lo extraordinario está siempre oculto en lo ordinario, simplemente esperando a que lo descubramos.

Sí, quizá las cosas ordinarias de la vida —unas sillas desvencijadas, unos neumáticos de bicicleta, los reflejos del sol en unos cristales rotos, la sonrisa de una persona querida, el llanto de un recién nacido— no sean en realidad ordinarias en absoluto. Quizá, oculto en su «ordinariez», haya algo extraordinario. Quizá todo eso que damos por hecho sea en realidad expresión divina, sagrada, infinitamente preciosa, de una integridad, una Unidad que no es posible expresar con el pensamiento ni el lenguaje.

Y quizá esa integridad no esté «ahí fuera», en algún otro sitio, ni en el futuro, esperando a ser descubierta. Quizá no necesitemos viajar hasta los confines del universo para encontrarla. Quizá no esté en los cielos o escondida en las más hondas profundidades de nuestras almas. Quizá la integridad esté justo aquí, donde nos encontramos —en este mundo, en esta vida—, y quizá, no se sabe cómo, nos hayamos vuelto ciegos a ella en nuestra obsesión por encontrarla.

La física moderna ha empezado a confirmar lo que las enseñanzas espirituales de todos los tiempos han señalado: que todo está interconectado, y nada existe aislado de nada. Hemos inventado muchas palabras a lo largo de los siglos para referirnos a esa integridad cósmica; palabras como «espíritu», «naturaleza», «Unidad», «Advaita», «no dualidad», «consciencia», «percepción directa», «vitalidad», «Ser», «Fuente», «Existencia», «Estado de ser», «Tao», «Mente búdica y «presencia». Podríamos pasarnos cien años discutiendo sobre lo que realmente es la integridad de la vida, pero me pregunto si no terminaríamos discutiendo sobre palabras y dejaríamos escapar aquello a lo que se refieren dichas palabras. Así que elige tu término favorito para aludir a la integridad, porque, en definitiva, las palabras son lo de menos. Tú la llamas Tao; yo la llamo vida; ella, Dios; él, consciencia; otro, nada, y otro más todo. Hay a quien le gusta guardar silencio al respecto; un artista pinta cuadros sobre ella y un músico compone una melodía para expresarla; un físico intenta captarla con cálculos de enorme complejidad y enrevesadas teorías; un poeta o un filósofo hacen malabarismos con las palabras intentando alcanzarla; un chamán te da a tomar extrañas sustancias para que la veas por ti mismo; un maestro espiritual te orienta hacia ella, a la vez con palabras y en silencio.

La cuestión es que, sea lo que sea, en última instancia nunca podrá ponerse en palabras, ya que los pensamientos y las palabras fragmentan la integridad; descomponen una realidad unificada en elementos separados: cuerpos, sillas, mesas, árboles, el sol, el cielo, tú, yo... El mundo del pensamiento es el mundo de la dualidad, el mundo de las cosas.

Por supuesto, emplearé muchísimas palabras en este libro. ¡Las palabras son muy útiles para escribir y leer libros! Pero hay algo fundamental que debemos recordar, y es que lo importante no son las palabras. Lo importante es la integridad de la vida en sí..., y eso precede a todas las palabras, incluida la palabra «integridad»



Extracto del libro:
La más profunda aceptación
Jeff Foster
Fotografías tomadas de Internet

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