No hacía mucho que había estrenado los pantalones largos, cuando recibí mi primera lección en el oficio del buen decir, por hablado o por escrito.
Una noche, no recuerdo el dónde ni el porqué, fui invitado a un banquete. Recuerdo que me sentía perdido entre tantos señores respetables, mucha ceremonia, poca comida, y recuerdo que cuando yo ya había devorado el postre escuálido y estaba raspando el plato, escuché un tintineo de cucharitas. Entonces, en la cabecera de la mesa, un caballero se alzó, anunció:
—Seré breve, y derramó su verba sobre todos nosotros. Y transcurrieron los minutos, y transcurrieron los años, mientras caían las cataratas de gorda prosa. El café se enfriaba, cabeceaban la cabezas, algunos ojos se cerraban y otros ojos se desorbitaban de pánico. No había quién pudiera detener al peligroso dueño de la palabra. Ni él podía. Jadeaba el orador en busca del punto final: no iba a encontrarlo, era evidente, jamás. Pero el perseguidor del punto no tenía más remedio que continuar su cacería. Y el punto huía. Cada vez que él estaba a punto de atrapar el punto, el punto pegaba un salto, salto de pulga, y se iba.
Cuarenta años antes, muy lejos de la ciudad de Montevideo, Isaak Babel había escrito:
—Ningún acero penetra tanto el pecho como un punto puesto a tiempo.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
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