martes, 19 de mayo de 2020

EL YO QUE NO EXISTE (LA HISTORIA DEL ENCUENTRO DE BODHIDHARMA)


Respuestas a preguntas
Pregunta 8 (continuación):

Siempre que me he sentido fatal al terminar una relación, llega un momento en el que me río de mí mismo, siento que vuelvo a ser libre y comprendo que lo único que había hecho hasta entonces era dejar de quererme a mí mismo.

¿Es éste el origen del sufrimiento de la mayoría de las personas o son cosas mías?

Osho responde:
No son cosas tuyas. Es el origen del sufrimiento de la mayoría de las personas, pero no en el sentido que tú le atribuyes. No te has hundido en la miseria por haber dejado de quererte a ti mismo, sino que has creado un yo que no existe, en absoluto. Por eso a veces ese yo irreal sufre al amar a otros, porque el amor no es posible cuando se basa en la irrealidad. Y no se da por una sola parte: dos irrealidades intentando amarse… Tarde o temprano esa situación fallará. Cuando falla esa situación, vuelves a ti mismo: ¿adónde vas a ir si no? Por eso piensas: «He olvidado quererme a mí mismo».

En cierto modo supone un pequeño alivio; al menos, en lugar de dos irrealidades ya sólo te queda una. Pero ¿qué conseguirás amándote a ti mismo? ¿Y cuánto tiempo podrás hacerlo? Es irreal; no te dejará verlo durante mucho tiempo porque es peligroso; si lo observas mucho tiempo, ese supuesto yo desaparecerá. Eso supondría liberarse realmente del sufrimiento. El amor se mantendrá, sin estar dirigido ni a otro ni a ti mismo. El amor no tendrá destinatario, porque no hay nadie a quien destinarlo, y cuando surge el amor sin destinatario, se vive una gran dicha.

Pero el yo irreal no te dejará mucho tiempo para eso. Dentro de poco volverás a enamorarte de alguien, porque el yo irreal necesita el apoyo de otras irrealidades. Por eso la gente se enamora, se desenamora, se vuelve a enamorar y así sucesivamente… y parece un fenómeno curioso que les pase un montón de veces y sigan sin comprender el porqué. Se sienten desgraciados cuando están enamorados de alguien; se sienten desgraciados cuando están solos, sin enamorarse, aunque con cierto alivio… momentáneo.

En India, cuando muere una persona colocan su cuerpo en una camilla y la llevan a hombros hasta la pira funeraria. Pero la van cambiando de posición por el camino, del hombro izquierdo pasan el peso de la camilla al derecho, y al cabo de unos minutos vuelven a cambiarlo al izquierdo. No cambia nada; el peso sigue allí, sobre el cuerpo, pero el hombro sobre el que se ha estado apoyando nota una especie de alivio. Es momentáneo, porque pronto empezará a doler el otro hombro y habrá que cambiar otra vez.

Y así es tu vida. Cambias al otro, pensando que quizá esa mujer, ese hombre, te llevará al paraíso que siempre has soñado. Pero todo el mundo, sin excepción, te lleva al infierno. No hay que criticar a nadie por eso, porque todos hacen exactamente lo mismo que tú: llevar un yo irreal del que nada puede brotar. No puede florecer. Está vacío; adornado sí, pero vacío y hueco por dentro.

Por eso, cuando ves a alguien desde lejos te resulta atractivo. Cuando te acercas, disminuye la atracción. Cuando os conocéis, no es un encuentro, sino un choque. Y de repente te das cuenta de que la otra persona está vacía y te sientes engañado, estafado, porque la otra persona no tiene nada de lo que parecía prometer. La otra persona se encuentra en la misma situación contigo. Las promesas no se cumplen y os convertís en una carga el uno para el otro, un sufrimiento el uno para el otro, os destruís mutuamente. Os separáis. Durante una temporada sentís alivio, pero vuestra irrealidad interior no os deja mucho tiempo en ese estado; muy pronto estaréis buscando otra mujer, otro hombre, y caeréis en la misma trampa. Sólo las caras son distintas; la realidad interior es la misma: el vacío.

Si de verdad quieres liberarte de la tristeza y el sufrimiento, tienes que comprender que no tienes yo. Entonces no sentirás un pequeño alivio, sino un alivio enorme. Y si no tienes yo, desaparece la necesidad del otro. El yo irreal necesitaba al otro para seguir nutriéndose. Ya no necesitas al otro.

Escucha con atención: cuando no necesitas al otro, puedes amar, y ese amor no te traerá sufrimiento. Al traspasar las necesidades, las exigencias, los deseos, el amor se convierte en un tenue compartir, en un gran entendimiento. Cuando te comprendes a ti mismo, ese mismo día comprendes a la humanidad entera. Entonces nadie puede hacerte sufrir. Sabes que todos sufren por un yo irreal y que proyectan ese sufrimiento sobre cualquiera que tengan cerca.

Tu amor te permitirá ayudar a la persona que amas a liberarse del yo.

Yo sólo conozco un don; el amor sólo puede regalarte una cosa: comprender que no eres, que tu «yo» es algo imaginario.


Esta comprensión entre dos personas las transforma de repente en una, porque dos nadas no pueden ser dos. Dos algos son dos, pero dos nadas no pueden ser dos. Dos nadas empezarán a fusionarse y a fundirse. Acabarán siendo una.

Ahora que estamos aquí, por ejemplo, si cada uno es un ego, hay igual número de personas; se pueden contar. Pero en los momentos de absoluto silencio, no se pueden contar cuántas personas hay aquí. Existe una sola consciencia, un solo silencio, una nada, una ausencia del yo. Y únicamente en ese estado pueden vivir dos personas en una alegría eterna. Únicamente en ese estado puede vivir un grupo en una belleza increíble; la humanidad entera puede vivir dichosa.

Pero intenta ver el «yo» y no lo encontrarás. Y no encontrarlo es muy importante. He contado muchas veces la historia del encuentro de Bodhidharma con el emperador chino Wu, un encuentro muy extraño, muy fructífero. El emperador Wu quizá fuera en aquella época el más poderoso del mundo; dominaba toda China, Corea, Mongolia, toda Asia, salvo India. Estaba convencido de la verdad de las enseñanzas de Buda Gautama, pero quienes habían llevado el mensaje de Buda eran eruditos. No había entre ellos ningún místico. Y entonces llegó la noticia de que iba a ir Bodhidharma, lo que despertó gran expectación en aquellas tierras. El emperador Wu estaba influido por Buda Gautama, y eso significaba que también lo estaba su imperio. Iba a llegar un verdadero místico, un Buda. ¡Qué alborozo!

El emperador nunca había ido a recibir a nadie a la frontera de China con India. Dio la bienvenida a Bodhidharma con gran respeto y le dijo:

—He preguntado a todos los monjes y los eruditos que han venido, pero ninguno me ha servido de ayuda. Lo he intentado todo. ¿Cómo librarme de este yo? Porque Buda dice que a menos que te hagas no yo, tu sufrimiento no tendrá fin.

Era sincero. Bodhidharma lo miró a los ojos y respondió:

—Estaré a la orilla del río, en el templo junto a la montaña. Ven mañana, a las cuatro en punto de la mañana, y acabaré con ese yo para siempre. Pero recuerda que no debes llevar armas, ni guardias. Tienes que ir solo.

Wu se quedó un poco preocupado; aquel hombre era raro. «¿Cómo puede destruir mi yo tan rápidamente? Según los estudiosos, se tardan vidas enteras de meditación; sólo entonces desaparece el yo. ¡Qué hombre tan extraño! Y quiere que nos reunamos en medio de la oscuridad, a las cuatro de la mañana, solo, sin siquiera una espada, sin guardias, sin nadie que me acompañe… Ese hombre me parece muy raro… Podría hacer cualquier cosa. ¿Y qué quiere decir con que acabará con el yo para siempre? Puede matarme a mí, pero ¿al yo?».

El emperador Wu no pudo dormir durante toda la noche. Cambió de idea muchas veces: ¿ir o no ir? Pero había algo en los ojos de Bodhidharma, en su voz, un halo de autoridad cuando dijo: «Ven a las cuatro en punto, y acabaré con ese yo para siempre. No tienes de qué preocuparte». Sus palabras parecían absurdas, pero su forma de pronunciarlas con aquel aire de autoridad le hacía pensar que sabía lo que se decía. Por último, Wu decidió ir, decidió arriesgarse. «Lo más que puede pasar es que me mate, Y ya lo he intentado todo. No puedo lograr ése no yo, y sin esa ausencia de yo el sufrimiento no tiene fin».

Llamó a las puertas del templo, y Bodhidharma dijo:

—Sabía que ibas a venir. También sabía que te ibas a pasar la noche dándole vueltas a la cabeza, cambiando de idea. Pero no importa; has venido. Siéntate en la postura del loto, cierra los ojos, y yo me sentaré enfrente de ti. En cuanto descubras el yo dentro de ti, aférralo para que yo lo mate. Sujétalo bien fuerte y dime que lo tienes prisionero. Entonces lo mataré, y se acabó. Es una cuestión de minutos.

A Wu le daba un poco de miedo. Bodhidharma parecía loco; lo representan como un loco; no era así, pero los dibujos son simbólicos. Ésa es la impresión que debía de causar. No era su cara real, pero así debía de recordarlo la gente. Estaba sentado frente a Wu, con su gran cayado, y le dijo:

—No esperes ni un segundo. En cuanto lo agarres… busca en cada rendija, abre los ojos y dime que lo has atrapado, y yo acabaré con él.

Después se hizo el silencio. Pasó una hora, pasaron dos horas. Por fin empezó a salir el sol, y Wu era un hombre distinto. Durante aquellas dos horas había mirado en su interior, en todas las rendijas. Tenía que mirar… Aquel hombre estaba allí sentado y podría haberle dado un golpe en la cabeza con el cayado. De Bodhidharma se podía esperar cualquier cosa; no se andaba con remilgos, no tenía buenos modales ni formaba parte de la corte de Wu. Así que Wu tuvo que mirar con toda atención, intensamente. Y mientras miraba fue retajándose… ¡porque no estaba por ninguna parte! Y al buscarlo, desaparecieron todos los pensamientos. La búsqueda fue tan intensa que utilizó toda su energía en ella; no dejó nada por pensar y desear.

Mientras salía el sol Bodhidharma vio la cara de Wu; no era el mismo hombre… tal silencio, tal profundidad. Wu había desaparecido.

Bodhidharma lo sacudió por los hombros y le dijo:

—Abre los ojos. No está ahí. No tengo que matarlo. Estoy en contra de la violencia, y no mato a nadie. Pero ese yo no existe. Sigue existiendo porque no lo buscas. Sólo existe si no lo buscas, por tu inconsciencia. Se ha marchado.

Habían pasado dos horas y Wu se sentía increíblemente contento. Jamás había probado tal dulzura, tal frescura, tal belleza. Y ya no era. Bodhidharma había cumplido su promesa. El emperador Wu se inclinó y dijo:

—Perdóname, por favor, por haber pensado que estás loco, por haber pensado que no tienes modales, que eres raro, que puedes ser peligroso. Jamás he visto un hombre tan compasivo como tú… Me siento completamente satisfecho. Ya no tengo ninguna duda.

El emperador Wu dijo que cuando muriese quería las palabras de Bodhidharma grabadas en oro sobre su tumba, para que se conocieran en los siglos venideros… «Érase una vez un hombre que parecía loco, pero que era capaz de obrar milagros. Sin hacer nada me ayudó a ser no yo. Y desde entonces todo ha cambiado. Todo es lo mismo pero yo no soy el mismo, y la vida se ha convertido en un canto de puro silencio».


Bibliografía: 
Alegría: Osho
Fotografía tomada de internet

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