Dormía poco o nada la Niña María. La luz primera de cada día recortaba las montañas y ya la Niña María estaba clavada de rodillas, susurrando rezos ante el altar.
En el centro del altar reinaba un pequeño Cristo moreno. El Cristito tenía pelo de gente, pelo negro de la gente del lugar. Milagros casi no hacía, poca cosa, algún milagro que otro, muy de vez en cuando, para no perder la mano, pero los lugareños frecuentaban mucho a ese hijo de Dios que tanto se les parecía, y él aliviaba a los lastimados, consolaba a los solos y escuchaba a los pesados. A él acudían los latosos más aburridores del valle de Conlara y de sus inmediaciones, y el Cristito les aguantaba el quejerío con cristiana paciencia.
La Niña María vivía a la mala, se la comía la mugre, pero ella bañaba al Cristito con agua de manantial, lo cubría con las flores del valle y le encendía las velas que lo rodeaban. Ella nunca se había casado. En sus años mozos, se había hecho cargo de sus dos hermanos sordomudos. Después, había consagrado su vida al Cristito. Pasaba los días cuidándole la casa, y por las noches le velaba el sueño.
A cambio de tanto, ella nunca había pedido nada.
A los ciento tres años de su edad, pidió.
Quiere vivir opinaron algunos.
Quiere morir aseguraron otros.
La Niña María nunca dijo el favor, pero contó la promesa:
Si el Cristito me cumple dijo, lo tiño de rubio.
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
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