Se parecía a Carlitos Gardel, después de la caída del avión. Lo vi hace 30 años, y es como si lo estuviera viendo. Tosía, ajustaba el nudo del pañuelo que le protegía el pescuezo. El pañuelo había sido blanco alguna vez.
—¡Yo no vendo nada! —roncaba.
Trabajaba parado sobre un cajón, frente a la Caja de Jubilaciones de Montevideo. En las manos sostenía una caja de cartón, atada con piolines desflecados como él.
—¡Yo no vendo nada!
Algunos curiosos se acercaban, todos viejos y muy viejos. Poquito a poco, los curiosos se iban haciendo gentío.
—¡Yo no vendo nada!
Y cuando llegaba el momento, dos brasas se encendían en el fondo de sus ojeras cavernosas. Con ampuloso gesto se quitaba el sombrero y lo arrojaba al piso. Y alzando la caja de cartón, la ofrecía a los cielos:
Los viejos se apretujaban, ansiosos, mientras aquellos huesudos dedos desataban, muy lentamente, con parsimonia de amante que demora el goce, los piolines que ataban la caja de cartón. Y la caja se abría. Adentro, había celofanes de colores, anudados en forma de mariposas. Cada celofán era un cambio. Celofanes para cambiar de vida. Había cambios verdes, azules, lilas, rojos, amarillos...
—¡A 200 el cambio! —roncaba el pregonero. —¡Es un regalo, señoras y señores, un regalo! ¡El precio de una botella de vino, que contiene veneno, cárcel, manicomio...!
Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
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