Me encanta viajar, pero odio llegar.
(Albert Einstein)
Viajar nos permite ver nuevos puntos de vista, nos abre horizontes y flexibiliza nuestra mente. Cuando se habla de viajeros y escritores se suele citar en primer lugar a Bruce Chatwin, que paseó su mochila por Afganistán, Grecia, África... escribiendo sus pensamientos en cartas que después recopilaría su viuda.
Ese misterioso joven de sexualidad ambigua se convirtió en uno de los escritores británicos más conocidos del siglo XX, seduciendo al lector con sus sentimientos y sus descripciones de lo que veía y vivía.
Empezó a trabajar muy joven en una casa de subastas, en la cual lo nombraron director del área de impresionismo cuando detectó una falsificación de Picasso. A pesar de tener su vida establecida, Chatwin dijo un día «me voy a la Patagonia», dejó su empleo y se embarcó en un viaje que no terminaría hasta que una enfermedad le paró los pies.
Murió joven, después de dejar testimonio de sus andanzas en sus cuadernos, donde hablaba de temas tan candentes como la esclavitud o las creencias de distintos pueblos aborígenes. Según él mismo, sus viajes le dieron «la capacidad para retratar a la gente con dos pinceladas».
En sintonía con la citada frase de Einstein, una pregunta que solía plantearse Chatwin en sus viajes era: «¿Qué hago yo aquí?». Y es que en el alma del auténtico viajero no existe una meta como fin, sino el deseo de mantenerse en movimiento, al igual que un científico que no termina nunca su investigación.
Todos somos, de alguna manera, viajeros perennes, y nuestro caudal de felicidad depende de que sepamos disfrutar del viaje en sí.
Tomado del libro:
Einstein para despistados
Allan Percy
Fotografía de Internet
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