Dicen que había un pequeño pueblo en el que vivía un rabino. Todos los habitantes estaban muy conformes con el modo en que el rabino llevaba la vida espiritual del pueblo. Siempre tenía una palabra de aliento o un sabio consejo para darles a los que se acercaban para consultarle.Sin embargo, el rabino era viejo y estaba claro que pronto moriría.
Los habitantes del pueblo se reunieron para decidir quién sería su sucesor y todos coincidieron en que debía ser el hijo del rabino, que también había estudiado religión, pues ¿quién mejor que su propio hijo para que continuara el legado del padre?Pronto el rabino murió y su hijo ocupó su lugar. Sin embargo, al poco tiempo el nuevo rabino comenzó a proponer cambios y a dar consejos misteriosos o totalmente opuestos a los que todos creían que habría dado su padre.
Los habitantes del pueblo volvieron a reunirse para decidir qué hacer y resolvieron ir a hablar con el rabino.Cuando estuvieron frente a él, uno de ellos tomó coraje y habló:- Mire, rabino, para serle franco, estamos un poco preocupados con todos los cambios que está haciendo. ¿Sabe qué pasa?, que nosotros lo elegimos porque pensamos que usted era como su padre, pero no es así.- Se equivocan -respondió el nuevo rabino—. Yo soy igual que mi padre.