Alguna vez he visto algunos despertares desde un darse cuenta salvaje desencadenado por alguna situación especial.
Despertamos, pero no a través de la palabra de otro, sino a través de un proceso de identificación: algo que vemos o algo que vivimos nos empuja al darnos cuenta.
Por ejemplo, nos enteramos, cuando acabamos de cumplir cuarenta y cinco años, que un amigo nuestro que también tenía cuarenta y cinco años se murió. Entonces nos miramos y decimos: ¿Qué pasa acá? Y empezamos a cuestionarnos algunas cosas: cómo estamos viviendo, cómo usamos nuestro tiempo, si estamos disfrutando, si nos sentimos oprimidos por alguien o algo, si nuestra vida finalmente tiene sentido.
O vemos una película y nos estrellamos con la ficción que retrata nuestra realidad, nos damos cuenta de lo que nos está pasando y nos enfrentamos con nuestro propio proceso.
Y nos enteramos de que no hay situaciones donde uno no pueda elegir. Asumimos que siempre estamos eligiendo, aun cuando creemos que no elegimos, en la vida cotidiana, en la de todos los días.
Y cuando decimos:
“No tuve otro remedio...”
“Yo no soy responsable de esto...”
“No tenía otra posibilidad...”
Mentimos. Mentimos alevosamente. Porque siempre elegimos.
En nuestra vida cotidiana decidimos casi cada cosa que hacemos y cada cosa que dejamos de hacer.
Nuestra participación en nuestra vida no sólo es posible, sino que además es inevitable.
Somos cómplices obligados de todo lo que nos sucede porque de una manera o de otra hemos elegido.
“Bueno, pero yo... tengo que ir a trabajar todos los días... y no tengo otra posibilidad... y aunque no quiera y yo no lo elijo, tengo que ir igual, entonces yo no puedo concederme el permiso de no ir a trabajar mañana”.
Si estoy dispuesto a pagar el precio, sí.
Del libro:
El Camino de la Auto-Dependencia
Jorge Bucay
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