martes, 21 de septiembre de 2021

ÉSTA BIEN CUANDO ALGO NO ÉSTA BIEN


 

NADA QUÉ HACER


 

SÍNDROME DE LA NODRIZA: LA AYUDA COMPULSIVA O CODEPENDENCIA


Como ya dije, es natural que tratemos de proteger y cuidar a nuestra pareja, pero si esta ayuda se vuelve adicción, habremos entrado al peligroso terreno de la codependencia. Cuando nos concentramos excesivamente en la pareja, pasamos del auxilio racional a la afectación indiscriminada y de la preocupación sana a la reacción generalizada y permanente. Melody Beattie definió al codependiente como "aquél que ha permitido que el comportamiento de otra persona le afecte y que está obsesionado por controlar dicho comportamiento".

En el caso que nos compete, cuando el amor desborda los límites de la dignidad y la autoestima, algunas mujeres adoptan un estilo afectivo extremadamente protector para con su pareja, convirtiéndose en "nodrizas", "salvadoras" o terapeutas del hombre que aman. Y al igual que cualquier madre sobre-protectora, se sienten culpables y ansiosas por cualquier problema que pueda llegar a tener su pareja, lo que las lleva a ejercer altos niveles de control y vigilancia. Amor y dolor, juntos e inseparables: "Si mi tranquilidad depende de que estés bien y eres una persona repleta de problemas, no tengo otra alternativa que resolverlos".

De esta manera, la ayuda compulsiva que caracteriza la codependencia se refiere a los esfuerzos denodados por buscar el supuesto bienestar de la persona amada, a expensas de las propias necesidades. Austeridad con uno mismo, abundancia para el otro. Como si se tratara de una terapia de rehabilitación, las mujeres nodrizas le enseñan a su pareja a vestirse y desvestirse, a cuidarse, a ganar dinero, a ser segura de sí misma, a tener amigos, a controlar sus impulsos y así. Amor higiénico, reinserción y restauración educativa. ¿Amar o necesitar? Si eres nodriza, más lo segundo. El pensamiento que rige la ayuda al otro como sentido de vida es trágico: "Necesito que me necesites", depender de un dependiente.

Ciertas mujeres se sienten especialmente atraídas por hombres débiles, inútiles, con problemas de adicción, acomplejados, fracasados, pobres o que viven "cuesta abajo". Estos varones desprotegidos y abandonados ejercen sobre ellas una extraña fascinación: rescatarlos del pantano y ponerlos en orden. Es el papel de la redentora que confunde el amor con la asistencia social. Para colmo, estos varones en decadencia son supremamente hábiles para detectar y conquistar a cuanta mujer/niñera pase por su lado, basta con mostrar su mejor rostro de chiquillo desvalido. Una vez instalados en el regazo de su mecenas de turno, se faerran a la fuente de seguridad con la típica angustia de separación del niño temeroso. Así, la relación afectiva adquiere tintes de adopción y madrinazgo. La metáfora: la mujer/madre y el hombre/niño.

El asunto se complica con el paso del tiempo, porque la no retribución va generando, en la nodriza amorosa, resentimiento y cansancio, ya que el infante piensa que no tiene nada qué agradecer y mucho qué exigir. Estos varones empequeñecidos se relacionan por medio del chantaje emocional y de las rabietas infantiles. Además, existen dos complicaciones adicionales para la mujer atrapada en estos vínculos casi incestuosos: ¿cómo hacer el amor con un "hijo adoptado" sin entrar en pánico? Y ¿cómo abandonar un "hijo adoptado" sin sentirse mala? Culpa anticipada, miedo y lástima, todo revuelto, con altas dosis de amor maternal y deseo sexual en descenso.

Mientras tanto, el espíritu de sacrificio sigue su decorosa marcha; ayuda al por mayor, servicio, donativos y caridad, pese a que la mejoría del varón brilla por su ausencia.

Verónica lleva seis años de casada y antes estuvo cuatro de novia. Tiene una hija de dos años y trabaja como arquitecta en una reconocida empresa de construcción. Ella siempre ha sostenido económicamente el hogar porque su esposo no ha podido establecerse en ningún trabajo.

Intentó montar algunos negocios, pero todos fueron un fracaso. El hombre es un tanto idealista y no quiere emplearse porque, según él, "no nació para eso". Dejó la carrera de derecho cuando estaba en tercer año y no ha querido continuar estudiando pese a los ruegos e insistencias de su familia y de Verónica, que se comprometió a pagarle el resto de la carrera. Él aduce que quiere hacer otras cosas, pero cuando ella le pegunta qué le gustaría hacer, no hay respuesta o aparecen vocaciones nuevas, inesperadas y totalmente imposibles de alcanzar, como la de criar caballos de carrera. La joven anda abatida todo el día, duerme hasta tarde, no es amable con ella, no se hace cargo de los quehaceres domésticos y es especialmente exigente con la comida y la ropa. Además, a veces sale de juerga y no llega hasta el alba, lo que le produce a Verónica una angustia tremenda, que la ha llevado en más de una ocasión a buscarlo en los hospitales o a llamar a la policía pensando lo peor. El hombre cada día consume más alcohol y es más agresivo. La última vez la empujó contra un mueble y le lastimó la espalda. Aun así, ella, religiosamente, todos los días lee el periódico y subraya las solicitudes de empleo disponibles, con la esperanza de que él aplique a alguno.

La primera consulta con ella se desarrolló así: "Vengo por mi esposo... El pobre está pasando por un momento difícil.

Quiero ayudarlo; él no sabe que estoy aquí porque no cree en los psicólogos. Había pensado en que usted se hiciera pasar por un amigo de mi padre y nos visitara un día. He querido que vaya donde un profesional, pero cuando le digo esto me grita y amenaza con matarse. Tengo miedo de que haga una locura...". No tenía límites. No sólo pretendía que yo me disfrazara (un psicólogo enmascarado como si fuera el Zorro no funciona), sino que hacía caso omiso de su propio padecer. Durante la hora de consulta, nunca hizo mención a su propio agotamiento, su evidente estrés o la posibilidad de mejorar su calidad de vida.

Desde los diecisiete años. Verónica se está haciendo cargo de un hombre que no ha puesto ni un ápice de su parte para tratar de hacerla feliz o al menos tener una coexistencia pacífica y digna. Ella vive más para su marido que para su hija, y sus ambiciones personales no son otra cosa que una prolongación de las angustias y aspiraciones de él. Cuando algunas pocas veces logra pensar en sí misma, se siente egoísta y culpable. Al igual que millones de mujeres en todo el mundo, está convencida de que no debe interponer sus necesidades a las de su familia. No se siente feliz y realizada con el sacrificio diario de vivir con su pareja, pero lo ama y está convencida de que ese sentimiento justifica estar a su lado en la buenas y en las malas (así las "buenas" no se vean por ninguna parte). El hombre/niño o el hijo/marido que Verónica adoptó no ayuda a que lo ayuden. Y quizás esto último sea un punto clave que se debe tener en cuenta cuando haya que tomar alguna decisión afectiva: si tu pareja necesita ayuda, pero se niega a recibirla, es decir, no te toma en serio y no le importa tu sufrimiento, ya no hay nada qué hacer.

¿Hay que aceptar y patrocinar una relación como la de Verónica? ¿Con qué argumentos? Me sorprende cómo, en ocasiones, la cultura ve con buenos ojos este tipo de sacrificio obsecuente y maternal, a pesar de que su conducta consecuente sea casi siempre la explotación y el maltrato psicológico. La mujer/nodriza es considerada desde la antigüedad como un dechado de virtudes: hada del hogar, madre educadora, maestra de maestros y artífice de un amor que promulga la sacralización del sacrificio.

La verdadera maternidad, es decir, la que no está dirigida a la pareja sino a los hijos, ha resistido las más acérrimas críticas, incluso de las feministas, y sigue siendo para muchas mujeres motivo de realización personal. Lipovetsky en su libro La tercera mujer dice: En un momento en que las mujeres ejercen cada vez más una actividad profesional, en que los nacimientos se eligen, en que el tamaño de la familias se reduce, las tareas maternas se contemplan menos como una pesada carga que como un enriquecimiento, menos como una esclavitud que como una fuente de sentido, menos como una injusticia que recae sobre las mujeres, que como una realización...

Pero una cosa son los hijos y otra, la pareja. Trasladar de manera mecánica ese amor biológicamente determinado a la pareja produce una distorsión afectiva conocida como maternalismo o "paternalismo". He visto mujeres muy inteligentes tratar de aparentar lo contrario para no contrariar el narcisismo de su pareja. ¿No sería mejor vivir con la verdad a cuestas? ¿Por qué una mujer debe sentirse orgullosa de los éxitos de su pareja y no a la inversa? No obstante, la experiencia clínica me ha enseñado que muchas "nodrizas" superan más fácilmente la pérdida de su hombre/hijo que al revés. Es posible que más allá del alboroto y la parafernalia, las mujeres codependientes añoren quedarse solas y libres del varón exigente. La conocida frase de Margaret Mead adquiere un especial significado en estos casos: "Cuando los hombres pierden a su mujer, se mueren. Cuando las mujeres pierden a su marido, sencillamente siguen cocinando".

Pensamiento liberador:

Quiero A-M-A-R-T-E, no C-U-I-D-A-R-T-E.

La ficha técnica de la entrega irracional que caracteriza la ayuda compulsiva de las mujeres codependientes que sufren del síndrome de la nodriza, es la siguiente:

  • Metáfora: mujer nodriza/terapeuta/redentora y hombre niño/hijo/débil.
  • Apetencia típica: varones descarriados, frágiles, enfermos, inútiles e inseguros.
  • Misión básica (meta): ayudar, adoptar, lograr la mejoría/superación, producir salud, salvar, resolver, cuidar, conciliar, alimentar, reformar.
  • Método para alcanzar la meta: control, vigilancia, regaño, ser posesiva, aconsejar, pensar por él, adelantarse a los hechos, disciplinar.
  • Motivación: sentirse indispensable y esencialmente útil • Respuesta masculina: tristeza, pataleta y culpabilizar a la pareja/nana.
  • Pronóstico: el varón encuentra otra madre sustituía o ella termina odiándolo y echándolo a la calle.



Extracto del libro:
Los límites del amor
Walter Riso
Fotografías tomadas de Internet

lunes, 20 de septiembre de 2021

PERSEGUIDO POR EL EGO


 

FALSA GENEROSIDAD


 

EL INSTRUCTOR DEL GRAN SACERDOTE


Érase una vez cierto gran sacerdote de una 
secta zen cuyo benefactor no era otro que el gobernador de una provincia. Cuando fue a la capital a visitar al gobernador a su residencia oficial, el gran sacerdote viajó, en consecuencia, con toda comodidad con una amplia comitiva y mucha fanfarria.

Sucedió durante dicho viaje que los jinetes quisieron comprar nuevo calzado en un lugar en el que la comitiva se había detenido a descansar.

Por recomendación de los porteadores, se llamó a un anciano del que dijeron que hacía muy buenas sandalias de paja.

Entonces, cuando dicho anciano llegó con algunas sandalias nuevas para los jinetes, el gran sacerdote le vio a través de la ventana de su palanquín y casi se desmayó.

El anciano artesano de sandalias no era otro que Tósui, el iluminado Maestro zen que había sido anteriormente su propio instructor* durante muchos años, antes de que desapareciera misteriosamente del templo.

Saliendo precipitadamente de su palanquín aturdido y confundido, el gran sacerdote se postró ante el anciano y le presentó sus respetos con la máxima de cortesía.

Tósui fue amable con él y le habló de los viejos tiempos; pero cuando partieron, el Maestro le dijo al sacerdote: «No te dejes intoxicar por la asociación con nobles.»

* A lo largo del texto, Maestro con mayúscula traducirá la palabra inglesa Master —en el sentido de líder religioso o persona iluminada con discípulos—, e instructor, la palabra teacher —en el sentido de guía—. En muchas ocasiones, el autor las utiliza indistintamente, atribuidas al mismo personaje, probablemente para evitar repeticiones y aligerar el texto. (N. del T.)



Extracto del libro:
Antología Zen
Cien historias de iluminación
Versión de Thomas Cleary
Fotografías tomadas de Internet

domingo, 19 de septiembre de 2021

LA CALMA


 

13. UN BUDA


En Tokio, durante la era Meiji, vivían dos prominentes maestros de 
características opuestas. Uno de ellos, Unsho, instructor de Shingon, guardaba escrupulosamente los preceptos de Buda. Nunca bebía alcohol, ni comía después de las once de la mañana. El otro maestro, Tanzan, profesor de filosofía en la universidad imperial, nunca observaba los preceptos. Cuando tenía hambre, comía, y si tenía sueño durante el día, dormía.

Un día, Unsho visitó a Tanzan, que en ese momento se encontraba bebiendo vino, del que se supone que ni una sola gota debe tocar la lengua de un budista.

«Hola, hermano», le saludó Tanzan. «¿No quieres un trago?».

«¡Nunca bebo!», exclamó Unsho solemnemente.

«Alguien que no bebe no es ni siquiera humano», dijo Tanzan.

«¿Pretendes llamarme inhumano sólo porque no transijo en beber líquidos embriagantes?», exclamó Unsho enfadado. «Entonces, si no soy humano, ¿qué soy?».

«Un buda», respondió Tanzan.



Extracto del libro:
Zen flesh. Zen bones
Paul reps y Nyogen senzaki
Fotografía de Internet

sábado, 18 de septiembre de 2021

LA EXCELENCIA DE LA BODICHITA


Sólo puede verse correctamente con el corazón; lo esencial no puede percibirse 
con los ojos.

ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY

Cuando tenía seis años recibí las enseñanzas sobre la esencial bodichita de boca de una anciana que estaba sentada bajo el sol. Ocurrió un día en el que sintiéndome sola, no querida y enojada, paseaba cerca de su casa dando puntapiés a cualquier cosa que se cruzara en mi camino. Fue entonces cuando me dijo riendo: «Pequeña, no dejes que la vida endurezca tu corazón».

Recibí precisamente allí esta primordial enseñanza: podemos dejar que las circunstancias de nuestra vida nos endurezcan y nos hagan cada vez más resentidos y miedosos, o que nos suavicen y nos hagan ser más bondadosos y adoptar una actitud más abierta ante lo que nos asusta. Siempre tenemos estas dos opciones.

Si preguntáramos al Buda: «¿Qué es la bodichita?», puede que nos respondiera que esta palabra es más fácil de comprender que de traducir. Posiblemente nos animara a descubrir su significado en nuestra vida. Que nos tentara añadiendo que sólo la bodichita es capaz de curar, de transformar el corazón más endurecido y la mente más repleta de prejuicios y miedos.

Chita significa «mente», y también «corazón» o «actitud». Y bodi quiere decir «despierto», «iluminado» o «totalmente abierto». A veces el corazón y la mente totalmente abiertos de la bodichita se denominan el punto débil, un lugar tan vulnerable y sensible como una herida abierta. Se equipara, en parte, a nuestra capacidad de amar. Incluso la más cruel de las personas tiene este vulnerable lugar.

Incluso el más fiero de los animales ama a sus crías. Como Trungpa Rimpoché lo expresó: «A todo el mundo le gusta algo, aunque sólo sean las tortillas».

La bodichita se equipara también, en parte, a la compasión: nuestra capacidad de sentir el dolor que compartimos con los demás. Sin darnos cuenta, nos protegemos continuamente de ese dolor porque nos asusta. Levantamos muros protectores hechos de opiniones, prejuicios y estrategias, barreras construidas por el profundo miedo que tenemos a que nos hieran. Y los reforzamos con todo tipo de emociones: con ira, deseos vehementes, indiferencia, celos y envidia, con arrogancia y orgullo. Pero por suerte para nosotros, el punto débil —nuestra capacidad innata de amar y de interesarnos por las cosas— es como una grieta que aparece en estos muros que levantamos. Es una abertura natural en los muros que creamos cuando tenemos miedo. Con la práctica aprendemos a encontrar esta abertura, a captar este momento vulnerable —en el que sentimos amor, gratitud, soledad, bochorno, incompetencia— para despertar la bodichita.

Una analogía para la bodichita es la crudeza de un corazón roto. A veces este corazón destrozado engendra ansiedad y pánico, y otras, ira, resentimiento y acusaciones. Pero bajo la dureza de esta armadura, se oculta la terneza de una genuina tristeza. Éste es el vínculo que mantenemos con todos aquellos a los que alguna vez hemos amado. Este genuino corazón lleno de tristeza puede enseñarnos una gran compasión. Puede volvernos más humildes cuando hemos sido arrogantes y suavizarnos cuando hemos sido crueles. Nos despierta cuando preferimos dormir y es capaz de atravesar nuestra indiferencia. Este continuo dolor del corazón es una bendición que, cuando se acepta plenamente, puede compartirse con los demás.

El Buda dijo que nunca hemos estado separados de la Iluminación. Incluso en la época que más atrapados nos sentíamos, nunca llegamos a perder ese estado despierto, lo cual constituye una revolucionaria afirmación. Hasta gente tan común como nosotros, con sus malos rollos y su confusión, tenemos esta mente de Iluminación llamada bodichita. Esta abertura y calidez de la bodichita es, en realidad, nuestra verdadera naturaleza y condición. Aun cuando nuestra neurosis parece mayor que nuestra sabiduría, incluso en los momentos en que nos sentimos más confundidos y desesperados, la bodichita —como el cielo abierto— está siempre ahí, sin que las nubes que la cubren temporalmente la disminuyan.

Ya que estamos tan familiarizados con las nubes, es natural que las enseñanzas del Buda nos resulten difíciles de creer. Sin embargo, lo cierto es que en medio del sufrimiento, en los momentos más duros, podemos conectar con este noble corazón de la bodichita, porque siempre está a nuestra disposición, tanto en el pesar como en la alegría.

Una joven me escribió para contarme que se había encontrado a sí misma en una pequeña ciudad de Oriente Medio mientras un grupo de gente la rodeaba burlándose, gritándole y amenazándola con arrojarle piedras a ella y a sus amigas por ser americanas. Por supuesto, estaba aterrorizada, pero le ocurrió algo muy interesante.

De pronto, se identificó con cada persona que a lo largo de la historia había sido menospreciada y odiada. Comprendió lo que significaba que te despreciaran por cualquier razón: por tu grupo étnico, pasado racial, preferencia sexual o sexo. Algo en ella se abrió de par en par, y aquella joven se puso en el lugar de millones de personas oprimidas viendo la situación de una nueva forma. Incluso comprendió la humanidad que compartía con aquellos que la odiaban. Esta sensación de mantener una profunda conexión con los demás, de pertenecer a la misma familia, es la bodichita.

La bodichita existe a dos niveles. En primer lugar, está la bodichita incondicional, que constituye una experiencia inmediata carente de conceptos, opiniones y de nuestra habitual sensación de estar atrapados. Es algo tan inmensamente bueno que no puede definirse ni siquiera ligeramente, es como saber visceralmente que no tenemos nada que perder. Y en segundo lugar está la bodichita relativa, que constituye nuestra capacidad de mantener el corazón y la mente abiertos al sufrimiento sin cerrarnos a él.

Quienes se preparan sin reservas para despertar la bodichita incondicional y la bodichita relativa son llamados bodisatvas o guerreros, en este caso no se trata del guerrero que mata y daña, sino del guerrero de la no agresión que escucha los lamentos del mundo. Son hombres y mujeres dispuestos a prepararse en medio del fuego. Prepararse en medio del fuego significa que los bodisatvas-guerreros se meten en las situaciones desafiantes para aliviar el sufrimiento. Y también se refiere a su deseo de ir más allá de las reacciones personales y del autoengaño, para dedicarse a dejar al descubierto la básica e indistorsionada energía de la bodichita. Hay muchos ejemplos de maestros guerreros, de gente como la madre Teresa y Martin Luther King, que reconocieron que el mayor daño procede de nuestra propia y agresiva mente. Ellos dedicaron sus vidas a ayudar a los demás a comprender esta verdad.

También hay mucha gente corriente que se ha pasado toda la vida aprendiendo a abrir su corazón y su mente para ayudar a los demás a hacer lo mismo. Al igual que ellos, podemos aprender a relacionarnos con nosotros mismos y con nuestro mundo como guerreros, a despertar nuestro valor y amor.

Para ayudarnos a cultivar este valor y esta bondad, hay tanto métodos formales como informales. Existen prácticas para alimentar nuestra capacidad de gozar, de no apegarnos, de amar y de derramar lágrimas. También hay personas que nos enseñan a mantenernos abiertos ante la incertidumbre, o que nos ayudan a estar presentes en los momentos que normalmente nos cerraríamos.

Dondequiera que estemos, podemos prepararnos para ser un guerrero. Las prácticas de la meditación, la bondad incondicional, la compasión, la alegría y la ecuanimidad son nuestras herramientas. Con la ayuda de estas prácticas, podemos dejar al descubierto el punto débil de la bodichita. Descubriremos esa terneza que hay en el pesar y en la gratitud. La encontraremos oculta en la rabia más intensa o en el temblequeo del miedo. La localizaremos tanto en la soledad como en la bondad.

Muchos de nosotros preferimos prácticas que no nos causen incomodidad y, sin embargo, al mismo tiempo deseamos curarnos. Pero el aprendizaje de la bodichita no funciona así. Un guerrero acepta que no podemos saber nunca lo que nos ocurrirá a continuación. Podemos intentar controlar lo incontrolable buscando la seguridad y la previsibilidad, deseando rodearnos siempre de comodidad y seguridad. Pero la verdad es que nunca podremos evitar la incertidumbre. El desconocer lo que nos espera forma parte de la aventura y es también lo que nos asusta.

La preparación para desarrollar la bodichita no nos promete un final feliz. En lugar de ello este «yo» que busca la seguridad —que quiere aferrarse a algo—aprende por fin a crecer. La principal cuestión sobre la preparación de un guerrero no es cómo evitar la incertidumbre y el miedo, sino cómo afrontamos las situaciones difíciles. ¿Cómo practicamos ante las dificultades, las emociones y las imprevisibles situaciones de la vida cotidiana?

Con demasiada frecuencia las afrontamos como tímidos pajarillos que no se atreven a dejar el nido. Henos aquí sentados en un nido que está empezando a oler y que ya ha cumplido su función hace mucho tiempo. Nadie viene para alimentarnos.

Nadie hay ya que nos proteja ni nos mantenga calentitos. Y, sin embargo, seguimos esperando a que nuestra mamá ave venga.

Podemos hacernos un gran favor y abandonar por fin ese nido, algo para lo cual es evidente que se necesita valor. También es obvio que podemos recurrir a algunas ayudas útiles para ello. Quizás dudemos de estar a la altura de la tarea de llegar a ser un guerrero, pero en tal caso podemos preguntarnos: «¿Prefiero crecer y afrontar la vida directamente, o vivir y morir lleno de miedo?».

Todos los seres tienen la capacidad de sentir esa terneza, de experimentar sufrimiento, dolor e incertidumbre. Por eso todos podemos alcanzar el corazón iluminado de la bodichita. Jack Kornfield, maestro de la meditación vipásana, nos cuenta haberlo comprobado en Camboya durante la época de los jemeres rojos.

Cincuenta mil personas se volvieron comunistas a punta de pistola, ya que las amenazaron con matarlas si seguían realizando sus prácticas budistas. A pesar del peligro que corrían, instalaron un templo en el campo de refugiados y veinte mil personas asistieron a la ceremonia inaugural. No se realizó ninguna lectura o plegaria, sino que simplemente cantaron continuamente las enseñanzas principales del Buda:

El odio nunca cesa con el odio,
tan sólo desaparece con el amor.
Ésa es una ley antigua y eterna.

Miles de personas cantaron estas palabras y lloraron, sabiendo que la verdad que encerraban era mayor que su propio sufrimiento.

La bodichita tiene esta clase de poder. Nos inspirará y apoyará tanto en los momentos buenos como en los malos. Es como descubrir una sabiduría y un valor que ni siquiera sabíamos que teníamos. Del mismo modo que la alquimia transforma cualquier metal en oro, la bodichita puede, si se lo dejamos hacer, transformar cualquier actividad, palabra o pensamiento en un vehículo para despertar nuestra compasión.




Extracto del libro:
Los lugares que te asustan:
El arte de convertir el miedo en fortaleza
Pema Chödrön
Fotografía de Internet
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