miércoles, 19 de diciembre de 2018

ALARDEAR DE LA SANTIDAD


Conozco una parábola sufí:

Un día, Nadirsha, un gran emperador, estaba rezando. Eran las primeras horas de la mañana; aún no había salido el sol y estaba oscuro.

Nadirsha estaba a punto de iniciar otra conquista, de otro país, y naturalmente, quería que Dios lo bendijera para su victoria. Le decía a Dios: «Yo no soy nadie, sólo un siervo, un siervo de tus siervos. Dame tu bendición. Voy a trabajar por ti; esta victoria es tuya. Pero recuerda que yo no soy nadie. Sólo soy un siervo de tus siervos».

A su lado había un sacerdote, ayudándolo en sus rezos, actuando como mediador entre Dios y él. Y de pronto oyeron otra voz en la oscuridad. También estaba rezando un mendigo de la ciudad, que le decía a Dios: «Yo no soy nadie. Sólo un siervo de tus siervos».

El rey dijo:

«¡Habrase visto ese mendigo! Le está diciendo a Dios que no es nadie. ¡Basta de tonterías! ¿Quién eres tú para decir que no eres nadie?

Yo no soy nadie, y nadie más puede asegurar eso. Yo soy el siervo de los siervos de Dios. ¿Quién eres tú para decir que tú eres el siervo de sus siervos?».

¿Lo comprendéis? La competición sigue ahí, la misma competición, la misma estupidez. Nada ha cambiado. El mismo cálculo: «Tengo que ser el último. No puedo consentir que nadie sea el último». La mente puede seguir jugando a estos juegos si no comprendes las cosas, si no eres muy inteligente.

Jamás intentes ser feliz a expensas de la felicidad de otro. Eso es feo, inhumano. Es violencia en el verdadero sentido de la palabra. Si piensas que vas a ser santo por condenar a los demás por pecadores, tu santidad no es sino un nuevo viaje del ego. Si te consideras puro por estar intentando demostrar que los demás son impuros... eso es lo que vuestros santos hacen sin cesar. No paran de alardear de su santidad, de su pureza. Ve a ver a vuestros llamados santos y míralos a los ojos. ¡Cómo te censuran! Dicen que estáis todos condenados al infierno; condenan a todos. Escucha sus sermones; todos sus sermones son de condena. Y por supuesto escuchas en silencio su condena porque sabes que has cometido muchos errores en tu vida, que tienes muchas faltas. Y lo han condenado todo, de modo que es imposible que pienses que puedes ser bueno. Te gusta la comida: eres un pecador. No te levantas temprano por las mañanas: eres un pecador. No te acuestas temprano por la noche: eres un pecador. Lo han puesto todo de tal manera que resulta muy difícil no ser pecador.

Sí, ellos no son pecadores. Ellos se acuestan temprano y se levantan temprano por la mañana. ¡Como no tienen nada más que hacer...! Nunca cometen errores porque nunca hacen nada. Se limitan a estar sentados, poco menos que muertos. Pero claro, si haces algo, ¿cómo vas a ser santo? De ahí que el santo lleve siglos renunciando al mundo y escapando del mundo, porque estar en el mundo y ser santo parece algo imposible.

En mi opinión, a menos que estés en el mundo tu santidad no tiene ningún valor. Has de estar en el mundo y ser santo. Hay que definir la santidad de una forma completamente distinta. No vivir a costa de los placeres de otros: eso es la santidad. No destruir la felicidad de otros, ayudar a otros a ser felices: eso es la santidad.

Crea el clima en el que todos puedan sentir un poco de alegría.

Bibliografía: 
Alegría: Osho
Fotografía tomada de internet

AMANTES INSEGUROS


martes, 18 de diciembre de 2018

NO TEMAS AL PASADO


 
Es tan fácil quedar atrapado en el pasado que conviene tener despertadores que nos recuerden la necesidad de permanecer en el presente. En Plum Village utilizamos, para ello, una campana. Cuando escuchamos la campana, inspiramos y espiramos atentamente y nos decimos: «Escucho la campana. Este maravilloso sonido me trae de nuevo a mi verdadero hogar». El pasado no es mi verdadero hogar. Mi verdadero hogar está aquí y ahora. 

Dile al niño que hay en tu interior que el pasado no es tu hogar, que tu hogar está aquí, donde realmente vives. Solo en el presente puedes obtener el alimento y la curación que necesitas. La mayor parte del miedo, de la ansiedad y de la angustia que experimentas se debe a que tu niño interno no se ha visto liberado. El niño tiene que volver al presente para que tu atención y tu respiración puedan ayudarle a darse cuenta de que ya está seguro y puede ser libre. 

Supongamos que vas al cine y que, desde tu butaca, ves todo lo que sucede en la pantalla. Ahí se desarrolla una historia en la que hay personas relacionándose, mientras tú, sentado entre el público, lloras. 

Experimentas lo que está sucediendo en la pantalla como si fuese real y, por ello, sientes emociones reales y viertes lágrimas reales. Bastaría, sin embargo, con que te levantaras de la butaca y te acercases a la pantalla para que te dieses cuenta de que no hay ahí ninguna persona real, lo único que hay son luces parpadeantes. No puedes hablar con las personas que aparecen en la pantalla ni invitarlas a tomar un té. Sin embargo, a pesar de que no puedas formularles ninguna pregunta, esas personas pueden provocarte un sufrimiento real, tanto en tu cuerpo como en tu mente. Del mismo modo, nuestros recuerdos pueden provocarnos, pese a no estar presentes, un sufrimiento real, tanto físico como emocional. 

Cuando reconocemos que tenemos el hábito de reproducir viejos eventos y reaccionar a los nuevos como si fuesen viejos, podemos empezar a advertir su aparición. Y entonces podemos darnos cuenta, amablemente, de que tenemos otras posibilidades. Entonces vemos el presente tal cual es, como un momento nuevo, y dejarnos el pasado para otro momento en que podamos contemplarlo compasivamente. 

Cuando no estemos ocupados y tengamos un momento tranquilo podemos dedicar tiempo y espacio para decirle al niño interno herido que no tiene que seguir sufriendo. Podemos tomarle de la mano e invitarle a venir al presente para contemplar todos los milagros de la vida que se despliegan, aquí y ahora, ante nosotros. 

«Ven conmigo, querido. Ya hemos crecido y no es preciso tener más miedo. Ya no somos vulnerables, ya no somos frágiles y ya no es necesario que tengamos más miedo». 

Tienes que enseñar al niño que hay en ti. Tienes que invitarle a vivir contigo en el presente. Obviamente, puedes reflexionar atentamente en el pasado y aprender de él, pero debes hacerlo desde el presente. Si te asientas en el presente, podrás mirar hacia el pasado y, sin verte arrastrado ni desbordado, aprender de él.



Extracto del libro:

Miedo
Thich Nhat Hanh
Fotografía tomada de internet

ENSEÑANZAS


sábado, 15 de diciembre de 2018

EL COMBATIENTE SOCIAL


En lo que se refiere a las causas sociales, la cosa es más compleja. Pese a que la testosterona sigue circulando por nuestras venas, y a que de vez en cuando nos guste un buen enfrentamiento con algún desconocido que nos miró mal, en el sujeto humano aparecen otros atributos (valores y principios) que modulan las viejas y aparentemente irrefrenables tendencias arcaicas. El altruismo, la amistad, el respeto, la cooperación y el sacrificio consciente por los ideales pueden oponerse, y de hecho lo hacen, a la agresión ciega e indiscriminada. Que no las promocionemos o no las usemos es otra cosa, pero el recurso existe y está disponible. La biología sólo alcanza a explicar una parte de nuestro comportamiento, pero no lo justifica. La justificación humana necesita fundamentación ética y/o moral, es decir, humanización. Tal como decía Jung: "Dejar salir el guerrero interior; para trascenderlo". Si la ausencia de ambición puede aminorar la guerra, y si el respeto permite crear las condiciones indispensables para que la agresión disminuya, ¿qué nos impide cambiar? ¿Por qué no podemos superar al mercenario?

La respuesta es simple. La cultura patriarcal glorifica y promociona una imagen agresiva distorsionada del varón: "Si no te llega, tómalo por la fuerza". La enseñanza social no apunta a trascender al guerrero, sino a exaltarlo y mantenerlo en estado primitivo. Independientemente de la edad, la mayoría de los quehaceres cotidianos del varón giran alrededor de enfrentamientos altamente competitivos y/o destructivos. Si analizamos con detalle el contenido de ciertas películas, los juegos de vídeo, la ropa masculina, algunos deportes exclusivos para hombres, los juguetes y las modernas tiras cómicas televisadas o escritas, veremos que la apología a la violencia masculina está en pleno auge. Es una forma de mantener vivo el espíritu depredador que se supone anida en cada pequeño varón. Todavía retumban sonidos de tambores.

Aunque el valor de la violencia masculina se infiltra de muchas maneras en la mente de un niño, el ensayo y error, es decir, el aprendizaje que surge de la práctica directa y de la experiencia vivencial de crecer en el difícil mundo masculino, es el más determinante. Me refiero a la escuela de la calle. A muchos se nos han olvidado aquellos años de infancia donde teníamos que sobrevivir a una confrontación íntermasculina francamente amenazante. No importa si era feroz, cruel o sutil: ella estaba allí. Clase alta, media o baja, guerra campal o guerra fría, si no había capacidad de contraataque, estábamos psicológicamente acabados. Un buen ejemplo eran los patios de recreo. Ellos representaban el escenario donde se ejecutaban muchos de los futuros guiones de cualquier varón promedio. Era el abrebocas de lo que posiblemente ocurriría algún día afuera: el entrenamiento.

Como buen hijo de inmigrante de clase media, realicé mis estudios de primaria en la escuela pública del barrio. Todos nos conocíamos y formábamos parte de la misma "gallada", por así decirlo. Mis recuerdos de aquella época son alegres y felices, pero también están anclados en un mundillo de actividades marciales y pendencieras: burlas, alianzas estratégicas, golpes, patadas, agradar al más fuerte, explotar a los más pequeños, engatusar a los profesores, correr más rápido, saltar más alto, escaparse del colegio sin ser visto, orinar más lejos que los otros, decir groserías, tirar tizas, hacer más goles, no ser suplente en el equipo de fútbol, ganar el primer puesto, agradar al rector, en fin, la competencia en grado sumo. Recuerdo que en el colegio había un gordo gigante llamado Linares, al cual yo temía porque había decidido mortificarme la vida. Su método de aniquilamiento era consistente y sistemático, pero con variantes. Una de ellas consistía en sentarse detrás de mí y darme papirotazos en ambas orejas. Además de que sus dedos parecían morcillas amarillentas (así es de severa la memoria), los tres o cuatro grados bajo cero de temperatura invernal ayudaban a que el dolor se congelara y me durara todo el día. La otra variante era más salvaje y directa, y por alguna razón que nunca pude entender, también estaba dirigida a mis pobres orejas. De repente y sin motivo alguno, mientras estábamos en el recreo, se abalanzaba sobre mí, me levantaba como si fuera una bolsa de basura, me llevaba detrás de unos arbustos y me ponía boca abajo en el piso. Luego se montaba a caballo sobre mi espalda, me agarraba con fuerza los lóbulos de las orejas y los estiraba sin piedad, hacia afuera, hasta producir una cortada debajo de cada una de ellas. Cuando había terminado su desalmada faena salía corriendo, muerto de la risa, junto a un flacuchento encorvado a quien le decíamos "Toro", porque parecía un pájaro. En esos instantes de tortura y humillación, el patio estaba plagado de mini enfrentamientos similares, aunque más sutiles y disimulados para evitar sanciones. Cada subgrupo estaba en su propia contienda. Algunos gritaban, unos corrían detrás de otros, un grupo saldaba cuentas y el gordo estaba encima de mí. Todo parecía tan normal como Apocalipsis Now.

Eran tantas las veces que esta historia se repetía, que ya nadie nos prestaba atención. Los profesores parecían vivir en otra dimensión (sobre todo cuando nos hablaban de "la importancia del respeto" en la clase de religión) y si algún contuso se quejaba, la respuesta era típicamente masculina: "Debes valerte por ti mismo". Mi madre vivía intrigadísima por las dichosas cortaditas debajo de las orejas, pero jamás llegó a sospechar que su hijo era víctima de semejante monstruo; además, mi orgullo varonil me impedía contárselo. En fin, todas mis estrategias de supervivencia eran infructuosas, estaba atrapado y desamparado. Por fortuna para mi autoestima, la historia tuvo un final feliz. Un día, posiblemente gracias al alma bendita de mi abuela, llegó un muchacho nuevo al barrio y por lo tanto, al colegio. Se llamaba Pelozato, era un campesino rudo, alto y fornido, de piel curtida y con- manos que parecían tenazas. Se había mudado a dos casas de la mía, y luego de saborear las increíbles pizzas de mi madre, yo había logrado conquistar su amistad y especialmente su paladar. Recuerdo que en un recreo cualquiera, el gordo, como de costumbre, arremetió contra mi pobre humanidad con una mueca de placer jadeante, y con la pesadez de un tanque Shennan en cámara lenta, pero esta vez las cosas fueron distintas. Mi nuevo amigo simplemente extendió uno de sus poderosos brazos y el obeso agresor cayó de culo, con un estúpido gesto de sorpresa y el tabique de su nariz partido en dos. El milagro estaba hecho. San Pelozato comió pizzas por muchos años más. Se las había ganado.

Si cambiáramos un poco la escenografía y algunos nombres del relato anterior, no habría mucha diferencia con aquellas películas de presidiarios de los años setenta: Muerte en San Quintin, Fuga de Alcatraz o Escape de Gorgona. En la anécdota relatada está condensada gran parte de la lucha humana por la preservación de la vida, con sus maldades y sus bondades.
En este contexto, la agresión garantizaba la supervivencia, era definitivamente adaptativa e imposible de eliminar. No teníamos otra opción. Pese a que la educación ha cambiado, la estructura básica de muchos sociodramas colegiales se mantiene. Es posible que, en algunos centros educativos modernos, los antagonismos adquieran un carácter más psicológico, menos épico y más civilizado, pero el tema de la violencia competitiva sigue estando presente.

Los varones siempre nos esforzamos mucho más en mostrar el lado agresivo de nuestra masculinidad, de lo que las mujeres se esfuerzan en mostrar el lado tierno de su feminidad. De la anécdota relatada está condensada gran parte de la lucha humana por la preservación de la vida, con sus maldades y sus bondades. El sadismo cruel, el honor, el odio, la complicidad, la sumisión, el oportunismo, la agresión, el terror, el interés, el altruismo y la amistad, todo formaba parte de un sistema educativo ignorante y cómplice. En este contexto, la agresión garantizaba la supervivencia, era definitivamente adaptativa e imposible de eliminar. No teníamos otra opción. Pese a que la educación ha cambiado, la estructura básica de muchos sociodramas colegiales se mantiene. Es posible que, en algunos centros educativos modernos, los antagonismos adquieran un carácter más psicológico, menos épico y más civilizado, pero el tema de la violencia competitiva sigue estando presente. Los varones siempre nos esforzamos mucho más en mostrar el lado agresivo de nuestra masculinidad, de lo que las mujeres se esfuerzan en mostrar el lado tierno de su feminidad. De manera inexplicable, creemos que la rudeza nos reafirma, pero nos destruye.

Como dije anteriormente, la nueva masculinidad no desea matar al guerrero, sino aprender a utilizarlo.

La ira es una emoción indispensable para autoafirmarse en los derechos y superar obstáculos, pero mal utilizada puede ser un arma de doble filo. Cuando la ira está bien procesada se renueva en asertividad, es decir, la expresión adecuada de sentimientos negativos sin violar los derechos ajenos: decir "no", expresar desacuerdos, dar una opinión contraria, defender derechos, expresar rabia, y así. La idea no es castrar al varón y convertirlo en un eunuco falto de toda gracia masculina, sumiso y manipulable. Tampoco se trata de transformarlo en un chimpancé "inteligente", armado hasta los dientes, ensayando tiro al blanco: la clave está en aprender a discriminar cuándo se justifica y cuándo no, expresar la emoción primaria de la ira y darle paso a la consciencia, la autoobservación y los valores.

Cuando la ira obra al servicio de los principios, estamos humanizando al guerrero. El estilo de vida hostil, exigente y arrogante, que instauró la típica sociedad patriarcal, desvirtuó la lucha natural por la supervivencia y decretó el abuso del poder como un valor masculino. La consecuencia de este atropello fue la inhibición violenta de toda expresión positiva emocional.

Más allá de toda transmutación posible y de cualquier intento que permita revaluar el arte de guerrear, muchos varones estamos cansados de pelear por pelear para tener que sentirnos verdaderos hombres.

A más de uno, la leyenda del indomable nos tiene hartos y saturados. Ya es hora de quitarnos esa pesada y limitarte armadura, y de poner a descansar al organismo de tanta testosterona. Cuando disminuyamos los niveles de agresión, entenderemos que lleva más tiempo hacer enemigos que hacer amigos. Aunque muchos varones pendencieros se sientan tocados en su hombría, no hay alternativa: para vivir en paz, hay que bajar la guardia.


Extracto tomado del libro:
Intimidades masculinas
Walter Riso
Imágenes tomadas de internet
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