miércoles, 10 de enero de 2018

LA VERDAD... ¿ES LA VERDAD?


El rey había entrado en un estado de honda reflexión durante los últimos días. Estaba pensativo y ausente. Se hacía muchas preguntas, entre otras por qué los seres humanos no eran mejores. Sin poder resolver este último interrogante, pidió que trajeran a su presencia a un ermitaño que moraba en un bosque cercano y que llevaba años dedicado a la meditación, habiendo cobrado fama de sabio y ecuánime.

Sólo porque se lo exigieron, el eremita abandonó la inmensa paz del bosque.

--Señor, ¿qué deseas de mí? -preguntó ante el meditabundo monarca.

--He oído hablar mucho de ti -dijo el rey-. Sé que apenas hablas, que no gustas de honores ni placeres, que no haces diferencia entre un trozo de oro y uno de arcilla, pero todos dicen que eres un sabio.

--La gente dice, señor -repuso indiferente el ermitaño.

--A propósito de la gente quiero preguntarte -dijo el monarca-. ¿Cómo lograr que la gente sea mejor?

--Puedo decirte, señor -repuso el ermitaño-, que las leyes por sí mismas no bastan, en absoluto, para hacer mejor a la gente. El ser humano tiene que cultivar ciertas actitudes y practicar ciertos métodos para alcanzar la verdad de orden superior y la clara comprensión. Esa verdad de orden superior tiene, desde luego, muy poco que ver con la verdad ordinaria.

El rey se quedó dubitativo. Luego reaccionó para replicar:

--De lo que no hay duda, ermitaño, es de que yo, al menos, puedo lograr que la gente diga la verdad; al menos puedo conseguir que sean veraces.

El eremita sonrió levemente, pero nada dijo. Guardó un noble silencio.

El rey decidió establecer un patíbulo en el puente que servía de acceso a la ciudad. Un escuadrón a las órdenes de un capitán revisaba a todo aquel que entraba a la ciudad. Se hizo público lo siguiente: “Toda persona que quiera entrar en la ciudad será previamente interrogada. Si dice la verdad, podrá entrar. Si miente, será conducida al patíbulo y ahorcada”.

Amanecía. El ermitaño, tras meditar toda la noche, se puso en marcha hacia la ciudad. Su amado bosque quedaba a sus espaldas. Caminaba con lentitud. Avanzó hacia el puente. El capitán se interpuso en su camino y le preguntó:

--¿Adónde vas?

--Voy camino de la horca para que podáis ahorcarme -repuso sereno el eremita.

El capitán aseveró:

--No lo creo.

--Pues bien, capitán, si he mentido, ahórcame.

EL DOLOR NO SE VA AISLÁNDOTE


martes, 9 de enero de 2018

EL HOMBRE QUE FUE A PEDIR SU PARTE A DIOS


Un hombre muy desgraciado se preguntaba un día qué habría hecho Dios, justo y bueno, con su parte de felicidad, y resolvió que Lo iría a ver y Se la reclamaría. Dicho y hecho, se puso en camino. 

Llegado a un pueblecillo, pidió hospitalidad en nombre de Dios a una mujer, que le dijo que su marido había matado ya a noventa y nueve personas, y que él corría el peligro de convertirse en la centésima víctima. De todas formas, ocultó al viajero en un cobertizo fuera de la casa, tras haberle dado de comer. 

Una vez vuelto su esposo, le contó la mujer lo que había pasado, pero le suplicó que no matase a aquel viajero que había partido para reclamar a Dios su parte. El marido lo prometió, hizo que le trajera al viajero a su casa y lo trató con generosidad durante tres días, después de lo cual le encargó decirle al Señor que, si bien había matado noventa y nueve hombres, a él no le había hecho daño alguno, y que imploraba Su perdón. El viajero aceptó dar aquel recado. 

Después llegó a un bosque donde había un ermitaño que vivía en penitencia y a quien, cada noche, mandaba Dios alimento milagrosamente. 

El ermitaño invitó al viajero a compartir la cena, que aquella noche resultó estar compuesta de dos platos, enviados, como siempre, por el Cielo. Como uno de los platos era más refinado que el otro, lo comió el ermitaño, dejando el menos bueno para su huésped. Cuando éste le dejó, a la mañana siguiente, el ermitaño le encargó que le preguntara a Dios qué lugar le reservaba en el más allá después de la muerte. 

El viajero llegó luego a un desierto en el que distinguió a un hombre de delgadez esquelética, completamente desnudo, que se escondía en un agujero cavado en la arena. Le preguntó al peregrino cuál era su destino y, enterado, le pidió que le dijese a Dios que aquel que no tenía para cubrirse otra cosa que arena le enviaba decir que estaba dispuesto a aceptar una desgracia más, proclamando, esto, con aire desafiante. 

Finalmente, el viajero terminó por encontrarse a un ángel que le preguntó a dónde iba, y que le informó que a él había encargado Dios dar a cada hombre lo suyo. El se encargaría de pedir las respuestas. El hombre respondió que había venido a pedir su parte, pues no había recibido nada en este mundo. En cuanto a aquellos que había encontrado, uno era un hombre que, habiendo matado a noventa y nueve, le había dado hospitalidad y solicitaba el perdón de Dios. El segundo era el ermitaño. El tercero el solitario que vivía en un agujero del Sáhara. 

A TRAVÉS DE LA MEDITACIÓN


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