El pensamiento normativo se alimenta de una serie de mandatos aparentemente irrevocables (y se esconde detrás de ellos) para justificar su conformismo y evitar la entrada de lo nuevo en escena.
Tres de estas distorsiones que fomentan la resistencia al cambio:
1) resignación normativa: «Nada va a cambiar»;
2) fatalismo conformista: «El cambio no es conveniente»; y
3) baja autoeficacia: «No seré capaz de enfrentarme a lo que viene.»
FATALISMO CONFORMISTA: «EL CAMBIO NO ES CONVENIENTE»
Estas personas no niegan que el cambio sea imposible, lo que piensan es que «las cosas empeorarán si se producen cambios». Los fatalistas normativos son un estorbo para los progresistas porque ven nubarrones donde no los hay. Expertos en detectar fracasos, actúan como aves de mal agüero tratando de desmoralizar a los que sí quieren la renovación. Su estrategia preferida es el terrorismo psicológico: «¡No te muevas!», «¡no lo intentes!», «¡cuidado!», «¿y si el cambio es negativo?». Puro miedo al fracaso, a lo desconocido, a los imponderables.
Como vimos, todo cambio tiene costes y siempre habrá un balance ajuste / desajuste que es necesario manejar. Sin duda reacomodar los viejos elementos, e incorporar a la base de datos la nueva información, genera estrés e incomodidad. No obstante, la crisis que compaña al cambio suele traer más beneficios que contratiempos.