Esta historia pertenece ahora al pasado. Una pareja de campesinos tenía un hijo único llamado Korato. Era un muchacho honrado y bueno, que cultivaba el campo familiar y cortaba leña para ir a venderla a la ciudad. Ahorrador y trabajador, era el sostén de sus ancianos padres. Korato era un hombre justo, y los dioses velaban por él.
Una mañana estaba trabajando en el bosque cuando oyó un débil ruido que parecía provenir de la copa de un pino: «Kru, u, uu ... »
Prestó atención ... silencio. Pero cuando suspendió un instante el hacha creyó percibir de nuevo aquella llamada:
«Kru, u, uuu ... »
-¿Hay alguien ahí? -preguntó levantando los ojos hacia las ramas más altas.
-Señor, ayudadme, por favor, estoy herida -dijo una voz melodiosa.
Korato se puso enseguida a trepar al árbol; se subió hasta las ramas más altas. Cuando llegó arriba de todo descubrió, medio oculta entre las hojas, una grulla cenicienta que tenía un ala colgando tristemente sobre el costado. Era una criatura de ensueño. Era grande, con un porte lleno de nobleza a pesar de su herida, de largas patas finas; un penacho delicioso sobre la rabadilla la hacía aún más graciosa. Tenía un cuello fino y sobre la nuca se distinguía la adorable mancha roja carmín que es la marca de la especie ... y ese color ceniciento, en todos los tonos de pizarra, esos acordes de gris, con matices plateados en el joven sol del alba. Korato quedó fascinado. Se puso a socorrerla. Como no podía moverla, se fue a buscar agua y comida. Así, durante varias semanas, la cuidó.
Hablaban. Ella le contó su historia: