El padre de una novia que tuve en mi juventud, un español exiliado por el régimen franquista, juraba que el hombre nunca había llegado a la Luna y que todo era un montaje, porque según la religión que profesaba, «el mundo ya se habría acabado si hubieran llegado a la Luna». El señor no sufría ninguna alteración psiquiátrica. Era una buena persona, amable con la gente y emprendedor. Pero en lo profundo de su aparato mental existía una marcada distorsión de la realidad: la negación a ver las cosas como son. Me pasé algunos años tratando de probarle que la banderita estadounidense realmente estaba clavada en el asteroide. Sin embargo, cada vez que lo intentaba me decía con cierta conmiseración: «¡Vamos, hombre, Walter, no te dejes engañar de esta manera... Tú eres un chaval muy inteligente para que te creas esas patrañas!» Creo que ni siquiera subiéndolo a una nave espacial habría logrado que modificara su punto de vista. El mecanismo básico de las personas rígidas es la resistencia a cambiar cualquiera de sus comportamientos, creencias u opiniones, aunque la evidencia y los hechos les demuestren que están equivocadas. Al tener tan poca variabilidad de respuesta, su capacidad de adaptación es sumamente pobre.
La mente rígida vive en un limbo cómodo, distorsionado y altamente peligroso, donde la verdad ha sido secuestrada en nombre de alguien o algo. Cómodo, porque tapa el sol con el dedo y se atrinchera en la lógica del dogmatismo tratando de defender lo indefendible con argumentos simplistas: «Si siempre fue así, será por algo.»