El pensamiento normativo se alimenta de una serie de mandatos aparentemente irrevocables (y se esconde detrás de ellos) para justificar su conformismo y evitar la entrada de lo nuevo en escena.
Tres de estas distorsiones que fomentan la resistencia al cambio:
1) resignación normativa: «Nada va a cambiar»;
2) fatalismo conformista: «El cambio no es conveniente»; y
3) baja autoeficacia: «No seré capaz de enfrentarme a lo que viene.»
RESIGNACIÓN NORMATIVA: «NADA VA A CAMBIAR»
La resignación normativa tiene que ver con un pesimismo de línea dura frente al cambio: «Si todo va a seguir igual, ¿para qué intentar modificar lo inmodificable?» Los resignados normativos no mueven un dedo ni colaboran, y utilizan tácticas pasivoagresivas para reafirmar su resistencia al cambio. Pero si el cambio que, supuestamente, no podía ocurrir empieza a concretarse, no saben cómo reaccionar. Algunos hacen mutis por el foro y unos pocos, a regañadientes, aceptan que la modificación ha sido posible. Duela a quien duela: las personas cambian (no todas, pero sí muchas), las organizaciones cambian (lo hacen o desaparecen), los gobiernos cambian (o los cambian), los gustos cambian, los amores sufren mutaciones o se agotan, el sexo se transforma (aunque algunos siguen ensayando la misma posición, a la misma hora, en el mismo lugar y luego preguntan qué estará fallando en la relación), el paisaje se altera, la piel cambia. En fin, la vida misma es un movimiento profundamente variable; y en esa variación constante ella nos enseña que nada permanece igual, tal como afirmaba Buda.