jueves, 25 de junio de 2020
EL MONO QUE SALVO A UN PEZ
«¿Qué demonios estás haciendo?», le pregunté al mono cuando le vi sacar un pez del agua y colocarlo en la rama de un árbol.
«Estoy salvándole de perecer ahogado», me respondió.
Lo que para uno es comida, es veneno para otro. El sol, que permite ver al águila, ciega al búho.
Del libro:
Anthony de Mello
El Canto del Pájaro
Fotografía tomada del internet
miércoles, 24 de junio de 2020
UNA REVOLUCIÓN DE COMPASIÓN
Todos portamos con nosotros un miedo original. Pero el miedo no afecta tan solo al individuo, sino que también son muchos los países y regiones del mundo que se debaten entre las llamas del miedo, el sufrimiento y el odio. Aunque solo sea para apaciguar nuestro sufrimiento, tenemos que volver a nosotros mismos y tratar de entender qué es lo que nos mantiene atrapados en la violencia y el miedo. ¿Qué ha provocado en los terroristas tanto odio que no dudan, para provocar el sufrimiento ajeno, en sacrificar su propia vida?
Percibimos el odio que albergan, pero ¿qué es lo que lo motiva? La respuesta es la injusticia percibida. Es cierto que debemos encontrar el modo de detener la violencia, lo que puede obligarnos, mientras esas personas representen un peligro para los demás, a mantenerlas aisladas, pero no lo es menos también que debemos preguntarnos cuál es nuestra responsabilidad en las injusticias del mundo.
No nos gusta sentirnos asustados y hay veces en que, si nos aferramos al miedo, este acaba convirtiéndose en enfado. Estamos enfadados por tener miedo y también estamos enfadados con lo que nos hace sentir asustados y con quienes consideramos causantes de nuestro miedo. Hay quienes dedican su vida a vengarse de las personas a las que consideran causantes de su sufrimiento. Pero esa motivación no hace sino generar más sufrimiento, no solo a los demás, sino a quienes experimentan las cosas de ese modo.
El odio, la ira y el miedo son fuegos que solo la compasión puede sofocar. Pero ¿dónde lograr esa compasión? No es algo que se venda en los supermercados porque bastaría, en tal caso, con llevarla a nuestro hogar y disolver todo el odio y la violencia que hay en el mundo. La compasión solo puede generarse, a través de la práctica, en nuestro corazón.
Hay veces en que alguien a quien amamos (nuestro hijo, nuestra esposa o cualquier familiar) dice o hace algo cruel que nos hiere. Y aunque en tal caso creamos ser los únicos que sufrimos, lo cierto es que la otra persona también está sufriendo. Si no sufriese, sus acciones y palabras no serían tan desagradables. Las personas a las que amamos no saben transformar su sufrimiento y se limitan, en consecuencia, a volcar sobre nosotros su miedo y enfado. A nosotros compete generar la energía de la compasión que, comenzando por apaciguar nuestro corazón, nos permita luego ayudar a los demás. Si nos limitamos a responder violentamente, no haremos sino aumentar y perpetuar el ciclo del sufrimiento.
Responder a la violencia con violencia genera más violencia, injusticia y sufrimiento, no solo en las personas a las que tratamos de castigar, sino también en nosotros mismos. Todos albergamos, en nuestro interior, una semilla de sabiduría, con la que, cuando respiramos profundamente, podemos conectar. Estoy convencido de que, si todo el mundo tuviese la oportunidad –aunque solo fuera durante una semana– de alimentar la energía de la sabiduría y la compasión, se reduciría significativamente el nivel de miedo, odio e ira que asola nuestro planeta. Por ello recomiendo encarecidamente a todo el mundo el ejercicio de la calma y concentración mental para regar de ese modo las semillas de la sabiduría y la compasión que ya se encuentran presentes en nosotros y aprender también el arte del consumo consciente. Si somos capaces de hacerlo, pondremos en marcha una revolución pacífica, el único tipo de revolución que puede ayudarnos a superar la difícil encrucijada en que nos hallamos.
Extracto del libro:
Miedo
Thich Nhat Hanh
Fotografía tomada de internet
martes, 23 de junio de 2020
SONIDO
Viento en la cueva:
Movimiento en la quietud.
Poder en el silencio.
En una cueva, todos los sonidos externos son suavizados por la roca y la tierra, pero esto hace que los sonidos del latir del propio corazón y la respiración sean audibles. De la misma manera, la quietud contemplativa nos aleja del clamor cotidiano pero nos permite oír lo sutil en nuestras propias vidas.
Al escuchar no con el oído sino con el espíritu, se puede percibir el sonido sutil.
Al entrar en ese sonido, entramos en la suprema pureza. Es por eso que tantas religiones tradicionales rezan, cantan o salmodian como preludio al silencio.
Entienden que la repetición y la absorción del sonido los lleva a lo sagrado.
El sonido más profundo es el silencio. Esto puede parecer paradójico sólo si consideramos el silencio como una ausencia de vida y vibración. Pero para un meditador, el silencio es el sonido unificado con todos sus opuestos. Es tanto sonido como ausencia de sonido, y es en esta confluencia que emerge el poder de la meditación.
Extracto del libro:
365 Meditaciones Tao
Fotografía tomada de internet
lunes, 22 de junio de 2020
EL ASNO Y EL ZORRO
Un campesino poseía un asno flaco y demacrado que, desde el poniente hasta la salida del sol, vagaba, lamentable, sin comer nada, por los pedregosos desiertos. Ahora bien, en estos parajes había un bosque rodeado de marismas, en el que reinaba un león, gran cazador. Este león se encontraba entonces agotado y malherido como consecuencia de un combate con un elefante. Estaba tan débil que ya no tenía fuerza para cazar. Tanto, que él y los demás animales se encontraban privados de alimento. Estos últimos tenían, en efecto, la costumbre de alimentarse con los restos de la comida del león. Un día el león ordenó al zorro:
«Ve a cazarme un asno. Busca uno en el prado y arréglatelas para traerlo aquí por astucia. Comiendo su carne recuperaré fuerzas y me pondré de nuevo a cazar. Necesitaré muy poco y os dejaré el resto. Practica tus sortilegios y tráeme un asno o un buey. Emplea cualquier medio a tu conveniencia, pero arréglatelas para que se acerque a mí.
—Soy tu servidor, dijo el zorro. Estoy en mi terreno cuando se trata de astucia. Mi camino aquí abajo consiste en guiar a los que abandonan el buen camino».
Partió, pues, hacia el prado. Pues bien, en su camino, en medio de un desierto, vino a dar con un asno que vagaba, flaco y demacrado. Se acercó y entabló conversación con este inocente.
«¿Pero qué haces tú en este pedregoso desierto?
—El que yo coma espinas o que esté en el jardín del Irem Dios lo ha querido así y yo le doy gracias por ello. Se deben agradecer los beneficios tanto como las decepciones. Pues en el destino existe lo peor de lo peor. Como es Dios quien hace el reparto, la paciencia es la llave de todo favor. Si me ofrece leche, ¿por qué habría de pedirle miel? De todos modos cada día trae su parte de tormentos.
—Pero, replicó el zorro, la voluntad de Dios es que busques la parte que te está destinada. Este es un mundo en el que reina el pretexto. Si no hay pretexto ni razón aparente, tu parte se te escapa. Por eso es por lo que es importante reclamar.
—Lo que dices, dijo el asno, prueba tu falta de confianza en Dios.
Pues El que da la vida dará también el pan. El que es paciente acaba por encontrar su parte, tarde o temprano y, con seguridad, más rápidamente que el que no sabe esperar.
—¿La confianza en Dios? respondió el zorro. Eso es algo muy escaso. Y no creas que tú o yo la tengamos. Hay que ser muy ignorante para pretender conseguir lo escaso, pues no a todos les es dado llegar a sultán.
—Tu discurso está hecho sólo de contradicciones, replicó el asno.
Aquí abajo, todas las desgracias provienen de la codicia. Hasta hoy, nadie ha oído hablar nunca de una muerte causada por la moderación y nadie ha llegado a sultán sólo por la fuerza de su ambición. Los perros no comen pan y los cerdos tampoco. La lluvia y las nubes no son fruto de una acción humana. El deseo que tienes de conseguir tu parte no tiene igual sino en el deseo que tu parte tiene de unirse a ti. Si tú no vas hacia ella, ella vendrá a ti. En esta búsqueda, la precipitación sólo puede traer decepciones.
—¡Eso no es más que una leyenda! se burló el zorro. Hay que hacer un esfuerzo, aunque no sea más que para obtener una semilla. Puesto que Dios te ha dado manos, debes usarlas. Tienes que trabajar, aunque sólo sea para ayudar a tus amigos. Puesto que nadie puede ser a la vez sastre, aguador y carpintero, el universo encuentra equilibrio en la distribución del trabajo y de las ganancias. Es un error creerse libre porque se consume gratis.
—Yo no conozco mejor ganancia que la confianza en Dios, dijo el asno; pues cada vez que se dan las gracias a Dios, aumenta nuestra ganancia».
Conversaron así durante mucho tiempo y acabaron por agotar las preguntas y las respuestas. Finalmente, el zorro dijo al asno:
«Es una idiotez esperar en este desierto de piedras. La tierra de Dios es vasta. Ve mejor al prado. En él, todo es verde como en el paraíso. La hierba crece abundante. Todos los animales viven allí alegres y felices. La hierba es tan alta que incluso un camello podría ocultarse en ella. Unos arroyos de agua pura amenizan este Edén por aquí y por allá».
El asno ni siquiera dudó en responder:
«¡Oh, traidor! Si vienes de ese paraíso, ¿por qué estás tan flaco? ¿Y dónde está, tu alegría? La debilidad de tu cuerpo es peor que la mía. Si eres un mensajero de los arroyos de lo que me hablas, entonces ¿qué mensajero enviará la sequía? Tú cuentas muchas cosas, pero apenas presentas pruebas».
A fuerza de insistencia, el zorro consiguió arrastrar al asno hacia el bosque. Lo condujo hacia el cubil del león. Cuando estaban aún bastante lejos, el león cargó, lleno de impaciencia. Con un terrible rugido, se precipitó hacia el asno, pero sus fuerzas lo traicionaron y el asno, medio muerto de miedo, logró refugiarse en la montaña. El zorro dijo entonces al león:
«¡Oh, sultán de los animales! ¿Por qué has actuado así contra toda razón? ¿Por qué te has precipitado? Si hubieras sabido esperar, era asunto resuelto. Al verte, el asno ha huido y tu debilidad, revelada a la luz del día, te cubre de vergüenza.
—Yo creía poseer mi fuerza de otros tiempos, dijo el león. Ignoraba que estuviera debilitado hasta este punto. El hambre me ha hecho olvidar todo. Mi razón y mi paciencia se han evaporado. Utiliza, por favor, tu inteligencia una vez más y tráemelo. Si lo consigues, te estaré agradecido para siempre.
—Si Dios lo quiere, dijo el zorro, la ceguera de su corazón le hará cometer de nuevo el mismo error. Quizás olvide el miedo que acaba de experimentar. ¡No sería muy extraño por parte de un asno! Pero si lo consiguiera, no peques por exceso de precipitación para no arruinar mis esfuerzos.
—Ahora ya tengo experiencia, dijo el león. Ya sé que estoy débil e inválido. Te prometo no atacarlo hasta que esté a mi alcance».
Así que el zorro volvió a ponerse en camino rezando:
«¡Oh, Dios mío! ¡Ayúdame! ¡Haz que la ignorancia oscurezca la inteligencia de este asno! Debe de estar ahora arrepintiéndose y jurando no dejarse engañar nunca más por las promesas del prójimo. Ayúdame para que pueda engañarlo una vez más. Pues soy enemigo de toda inteligencia y traidor a todo juramento».
Cuando llegó junto al asno, éste le dijo:
«¡Déjame en paz, oh cruel! ¿Qué te he hecho para que me arrastres así ante un dragón? ¿Por qué has atentado contra mi vida? ¿Qué ha causado esta animosidad? La causa de todo esto es, sin duda, tu perversa naturaleza. Eres como el escorpión que pica a los que nada le han hecho. O como el diablo que nos hace daño sin razón alguna.
—Lo que has visto, dijo el zorro, no era sino una aparición creada por los artificios de la magia. Puedes suponer que, si no existieran tales sortilegios, todos los hambrientos se habrían citado en ese lugar. Si esta ilusión no existiera, la comarca se convertiría en refugio de los elefantes y nada quedaría en pie. Yo quería avisarte para evitarte este terror, pero mi piedad por ti y el deseo que yo tenía de ayudarte, todo eso me quitó esta precaución de la cabeza. Si no, estoy seguro que te habría advertido de ello.
—¡Oh, enemigo! dijo el asno. ¡Desaparece de mi vista! ¡No quiero verte más! Ahora lo comprendo: ¡desde el principio, no buscabas más que mi vida! ¡Después de que he visto el rostro de Azrael, tienes aún el descaro de intentar engañarme! Soy la vergüenza de la especie de los asnos, te lo concedo. Soy incluso, si tú quieres, el más vil de los animales pero, sin embargo, vivo. Un niño que hubiera vivido lo que yo acabo de vivir se habría convertido en un anciano. Prometo ante Dios que nunca más creeré las mentiras de los impostores».
El zorro replicó:
«No existen heces en lo puro. Pero la duda existe en la imaginación. Tus sospechas están injustificadas. Créeme. No hay mentira alguna en mis palabras ni traición en mis intenciones. ¿Por qué afligir a tu amigo con tales sospechas? ¡Aunque las apariencias estén contra ellos, no desconfíes de tus hermanos! La sospecha aleja a los amigos, unos de otros. Te lo repito: ese león sólo era una ilusión. La duda y el miedo no son sino obstáculos en tu camino».
El asno intentó resistirse a las mentiras del zorro, pero la falta de alimento había agotado su paciencia y oscurecido su entendimiento. El cebo del pan ha costado, ciertamente, muchas vidas y atravesado muchas gargantas. Y el asno era prisionero de su hambre. Se decía:
«Si la muerte está al final del camino, eso sigue siendo, a pesar de todo, un camino. Y, al menos, me libraré de este hambre que me atenaza. ¡Si la vida consiste en este sufrimiento, acaso valga más morir!».
Había tenido desde luego un destello de inteligencia, pero, a fin de cuentas, prevaleció su asnería. El zorro lo condujo, pues, ante el león y éste lo devoró. Tras este combate, el león tuvo sed y partió hacia el río para saciarla. Mientras estaba ausente, el zorro comió el hígado y el corazón del asno. A su vuelta, viendo que el asno no tenía hígado ni corazón, el león preguntó al zorro:
«¿Adónde han ido a parar su corazón y su hígado? No conozco criatura que esté desprovista de estos dos órganos».
El zorro replicó:
«¡Oh, león! Si hubiese tenido hígado y corazón[1], ¿habría vuelto aquí por segunda vez?».
[1] Sentimiento e inteligencia.
150 Cuentos sufíes
Maulana Jalāl al-Dīn Rūmī
Fotografía tomada de internet
domingo, 21 de junio de 2020
LA IMPERMANENCIA Y LOS CICLOS DE LA VIDA
Sin embargo, mientras usted esté en la dimensión física y ligado a la mente humana colectiva, el dolor físico -aunque raro- es aún posible. Esto no debe confundirse con el sufrimiento, con el dolor mental-emocional. Todo sufrimiento es creado por el ego y se debe a la resistencia. Además, mientras usted esté en esta dimensión, aún está sujeto a su naturaleza cíclica y a la ley de la impermanencia de todas las cosas, pero ya no percibe esto como "malo". Simplemente es.
Al permitir el "ser" de todas las cosas, se le revela una dimensión más profunda bajo el juego de los contrarios como una presencia permanente, una profunda quietud que no cambia, una alegría sin causa que está más allá del bien y del mal. Esta es la alegría del Ser, la paz de Dios.
En el nivel de la forma, hay nacimiento y muerte, creación y destrucción, crecimiento y disolución de las formas aparentemente separadas. Esto se refleja en todas partes: en el ciclo vital de una estrella o un planeta, en un cuerpo físico, un árbol, una flor, en el surgimiento y la caída de las naciones, los sistemas políticos, las civilizaciones; y en los inevitables ciclos de ganancia y pérdida de la vida de un individuo.
Hay ciclos de éxito, cuando las cosas vienen a usted y prosperan, y ciclos de fracaso, cuando se retiran o se desintegran y usted tiene que dejarlas ir para dejar espacio a que surjan cosas nuevas, o para que ocurra la transformación. Si usted se aferra y se resiste en este punto, significa que está rehusando seguir el flujo de la vida, y sufrirá.
No es cierto que el ciclo ascendente sea bueno y el descendente malo, excepto en el juicio de la mente. El crecimiento se considera positivo habitualmente, pero nada puede crecer por siempre. Si el crecimiento, de cualquier tipo, continuara por siempre, se volvería eventualmente monstruoso y destructivo. Se necesita la disolución para que pueda ocurrir nuevo crecimiento. Uno no puede existir sin la otra.
El ciclo descendente es absolutamente esencial para la realización espiritual. Usted debe haber fracasado profundamente en algún nivel o experimentado una pérdida o un dolor profundos para ser llevado a la dimensión espiritual. O quizás el mismo éxito se volvió vacío y sin significado y así resultó un fracaso. El fracaso se esconde en cada éxito y el éxito en cada fracaso. En este mundo, que permanecerá en el nivel de la forma, las personas "fracasan" tarde o temprano, por supuesto, y cada logro eventualmente se convierte en nada. Todas las formas son impermanentes.
Usted puede de todos modos ser activo y disfrutar el crear nuevas formas y circunstancias, pero no se identificará con ellas. No las necesita para obtener un sentido de sí mismo. No son su vida, sólo su situación vital.
Su energía física también está sujeta a ciclos. No puede estar siempre en un tope. Habrá épocas de energía baja así como otras de energía alta. Habrá periodos en los que usted es muy activo y creativo, pero también puede haber otros en los que todo parece estar estancado, cuando parece que usted no llega a ninguna parte, no logra nada. Un ciclo puede durar desde unas horas hasta varios años. Hay grandes ciclos y ciclos cortos dentro de los largos. Muchas enfermedades se producen por luchar contra los ciclos de energía baja, que son vitales para la regeneración. La compulsión a actuar y la tendencia a derivar su sentido del propio valor y de la identidad de factores externos tales como el éxito, es una ilusión inevitable mientras usted esté identificado con la mente.
Esto le hace difícil o imposible aceptar los ciclos bajos y permitirles ser. Así, la inteligencia del organismo puede tomar el control como una medida autoprotectora y producir una enfermedad para forzarlo a detenerse, de modo que pueda tener lugar la regeneración necesaria.
La naturaleza cíclica del universo está estrechamente ligada con la impermanencia de todas las cosas y situaciones. El Buda hizo de esto una parte central de su enseñanza. Todas las condiciones son altamente inestables y están en flujo constante, o, como él lo expresó, la impermanencia es una característica de toda condición, de toda situación que usted pueda enfrentar en su vida. Estas cambiarán, desaparecerán o ya no le satisfarán. La impermanencia es también fundamental en el pensamiento de Jesús: "No guarden tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen y donde los ladrones entran y roban..."
Del libro:
El Poder del Ahora
Eckhart Tolle
Imagen tomada del internet
Suscribirse a:
Entradas (Atom)