jueves, 14 de marzo de 2019

TODO LO QUE QUIERO Y TODO LO QUE AMO VA A CAMBIAR


Está en la naturaleza de todo lo que quiero y todo lo que amo cambiar. 
 No puedo evitar separarme de ellos.

Este es el cuarto recuerdo: «Inspiro y sé que un buen día deberé renunciar a todo lo que me gusta y a todas las personas a las que quiero. Espiro y sé que no hay modo de llevarme todo eso conmigo». 

Un buen día tendré que dejar atrás todo lo que quiero: mi casa, mi cuenta bancaria, mis hijos o mi hermosa pareja. Un buen día tendré que abandonar lo que más aprecio. Nada podré llevarme conmigo cuando muera. Esta es una verdad científica. Lo que hoy tanto nos gusta y nos pertenece dejará de pertenecernos mañana. Conviene aprender a renunciar no solo a los objetos que más nos gustan, sino también a las personas más queridas. 

No podremos, en el momento de la muerte, llevarnos nada y a nadie con nosotros. A pesar de ello, sin embargo, cada día luchamos por acumular más dinero, más conocimiento, más fama, etcétera. Y aunque tengamos 60 o 70 años, seguimos persiguiendo conocimiento, dinero, fama y poder. Sabemos que, un buen día, deberemos abandonar nuestros recuerdos y nuestras pertenencias. Por este motivo la práctica de la vida monástica no consiste en acumular cosas. El Buda dijo que los monjes solo deberían tener tres túnicas, un cuenco para mendigar, un filtro de agua y una esterilla para sentarse…, y estar dispuestos incluso a renunciar a ellas. El Buda solía decir que no debemos identificarnos con el árbol a cuyo pie nos sentamos y nos acostamos a dormir. Debemos ser capaces de sentarnos y dormir a la sombra de cualquier árbol. Nuestra felicidad no tiene que depender de un lugar. 

Debemos estar dispuestos a abandonar todos los lugares. 

Si practicamos y somos capaces de soltarnos, podremos, ahora mismo, ser libres y felices. En caso contrario, no solo sufriremos el día en que finalmente nos veamos obligados a hacerlo, sino también hoy y cada día que nos separe de entonces, porque el miedo nos acechará de continuo. Hay ancianos, como Scroogy, mezquinos y codiciosos, que quieren atesorarlo todo. Es una auténtica lástima que haya personas tan poco inteligentes que no se den cuenta de que un buen día quizá dentro de unos pocos meses, deberán abandonarlo todo. Ello se debe a que la codicia se ha convertido en ellos en un hábito y durante toda su vida han buscado la felicidad a través de la acumulación de cosas. Esos hábitos son tan fuertes que, aun sabiendo que solo les quedan tres meses de vida, siguen aferrados a ellos. 

En Vietnam, hay una leyenda de un hombre rico llamado Thach Sung que estaba muy orgulloso porque creía poseer todo lo que podía encontrarse en los almacenes del rey. Thach Sung se felicitaba por tener tanto oro y tesoros como el mismísimo rey. Un buen día, el rey le preguntó si estaba seguro de ser el hombre más rico del reino. Tan seguro estaba Thach Sung de su riqueza que apostó que, en el caso de que el almacén del rey tuviese algo que no se hallara en el suyo, donaría al monarca todas sus posesiones. Así fue como un buen día el reto comenzó en presencia de todos los ministros. Thach Sung tenía todo lo que el rey iba presentando, pero, a última hora, el monarca sacó algo que Thach Sung no tenía: ¡una cazuela rota! Y, aunque no pudiera utilizarse para hacer sopa, sí que podía emplearse para preparar pescado o platos de tofu. Y cuando el ministro de justicia declaró que, como había perdido la apuesta, Thach Sung debía entregar al rey todas sus propiedades, el hombre se quedó tan contrariado que acabó convirtiéndose en un lagarto que solo podía chasquear la lengua: 

«¡Tchk, tchk, tchk!». 

 Nosotros no queremos convertirnos en Thach Sung, buscando la felicidad en la acumulación de cosas materiales. En cierta ocasión, el Buda pidió a sus discípulos que mirasen el cielo para ver la luna y les preguntó si se daban cuenta de la felicidad de la luna al atravesar el inmenso espacio del firmamento nocturno. Igual de libres debemos ser nosotros. Si en aras de la búsqueda de riqueza, fama, poder o sexo nos apegamos a todas estas cosas, perdemos nuestra libertad.



Extracto del libro:
Miedo
Thich Nhat Hanh
Fotografía tomada de internet

ENVEJECEN CUANDO DEJAN DE ENAMORARSE


martes, 12 de marzo de 2019

SI YO TUVIERA UN TROZO DE VIDA


LA TIERRA


Allí había nacido, allí había dado sus pasos primeros. Cuando Rigoberta volvió, años después, su comunidad ya no estaba. Los soldados no dejaron vivo ni el nombre de la comunidad que se había llamado Laj-Chimel, la Chimel chiquita, la que se guarda en el hueco de la mano: mataron a los comuneros y al maíz y a las gallinas, y los pocos indios fugitivos tuvieron que estrangular a sus perros, para que no los delataran los ladridos en la espesura. 

Rigoberta Menchú deambuló por su tierra alta a través de la niebla, montaña arriba, montaña abajo, en busca de los arroyos de su infancia, pero ninguno había. Estaban secas las aguas donde ella se había bañado, o quizá se habían marchado lejos, las aguas rojas de sangre, lejos. Y de los árboles más añosos, que ella creía alzados para siempre y que habían tenido brazos que la protegían y cuerpos que la escondían, sólo quedaban restos podridos. Después, alguien le contó: esas ramas poderosas habían servido para atar las horcas y esos troncos habían sido paredones de fusilamiento. En los árboles más viejos, en los más sabidos, habían sido asesinados quienes conocían sus nombres. Cuando ya no tuvieron quién los nombrara, los árboles se dejaron morir. 

Y siguió Rigoberta caminando en la niebla, niebla adentro, gota sin agua, hojita sin rama: buscó al kuxín, su muy amigo, lo buscó donde él vivía, y no encontró más que sus raíces secas. Eso era todo lo que quedaba del que la visitaba en sueños, siempre frondoso de flores blancas de corazón amarillo. Y después, supo: el kuxín había sido salpicado por la sangre de sus queridos y había envejecido en un ratito, dolido de ellos, y se había arrancado a sí mismo con raíz y todo 



Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet

lunes, 11 de marzo de 2019

ESCRIBIR MI ODIO SOBRE EL HIELO


LA MARIONETA


Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo, y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero en definitiva pensaría todo lo que digo.

Daría valor a las cosas no por lo que valen, sino por lo que significan.

Dormiría poco y soñaría mas; entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos, perdemos sesenta segundos de luz.

Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás duermen, escucharía mientras los demás hablan y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate...

Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo y me tiraría de bruces al sol, dejando al descubierto no solamente mi cuerpo, sino mi alma.

Dios mío, si yo tuviera un corazón escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol.

Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti; y una canción de Serrat seria la serenata que le ofrecería a la luna. Regaría con mis lágrimas las rosas, para sentir el dolor de sus espinas y el encarnado beso de sus pétalos.

Dios mío, si yo tuviera un trozo de vida...

No dejaría pasar un solo día sin decirle a la gente que quiero, que la quiero. Convencería a cada mujer y hombre de que son mis favoritos y viviría enamorado del amor.

A los hombres les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse.

A los niños les daría alas, pero dejaría que aprendiesen a volar solos.

A los viejos, a mis viejos, les enseñaría que la muerte no llega con la vejez sino con el olvido.

Tantas cosas he aprendido de ustedes, los hombres...

He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña, sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir.

He aprendido que cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño por vez primera el dedo de su madre, lo tiene atrapado para siempre.

He aprendido que un hombre únicamente tiene derecho de mirar a otro hombre hacia abajo cuando ha de ayudarlo a levantarse.

Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, los hombres, pero finalmente no me servirán de mucho porque cuando me guarden dentro de esta maleta con las demás marionetas, estaré muriendo...



Extracto del libro:
La culpa es de la vaca 1a parte
Lopera y Bernal
Fotografía de Internet

viernes, 8 de marzo de 2019

EL DESIERTO


Román Morales emprende la travesía del salar de Uyuni. Se echa a caminar al amanecer, desde las orillas donde las vicuñas detienen su paso y los cóndores su vuelo. Y a poco andar, pierde de vista las últimas señales de la tierra. 

Más de un caminante ha sido tragado por estas inmensidades, y Román lo sabe. El sabe que el salar, el desierto de sal más grande del mundo, ha nacido del rencor. En el principio de los tiempos, ésta fue una vasta mar de leche agria. Cuando Tunupa, la montaña, perdió a su hijo, se vengó regando la leche de sus pechos sobre las cumbres del mundo, que fueron de odio inundadas. 

Cuanto más camina Román, más miedo siente. Metido en el fulgor, pasa las horas, la mañana, el mediodía, la tarde, mientras crujen los cristales de la sal bajo sus botas, y después de mucho andar quiere volver, pero no sabe cómo, y quiere seguir, pero no sabe adónde. Por mucho que se restregue los ojos, no consigue encontrar el horizonte. Ciego de luz blanca, camina sin ver, a través de la blanca nada. 

Y se desploma. Cae de rodillas al suelo o al cielo, suelo de sal, cielo de sal, y las lágrimas saladas le cruzan la cara rajada por los soles que la sal refleja. Y por primera vez, Román escucha que su boca está suplicando, su boca suplica al desierto, con voz de otro: 

—No me mates. 

Y entonces las piernas, piernas de otro, se levantan y siguen caminando. Varias veces Román cae, pero cada vez que va a desmayarse, las piernas se alzan, por su cuenta, y continúan este viaje sin vuelta. Y cuando la noche llega, Román escucha nuevamente esa voz desconocida que de su boca sale, la voz que ahora ruega a las estrellas: 

—No me dejen solo. 

Y las piernas lo llevan a través de la noche y todo a lo largo del nuevo día. Y mucho después, después de mucho tropezar y caer, después de mucho caer y levantarse, súbitamente las piernas dejan de andar. Tumbado en el suelo de sal, Ramón alza la cabeza, parpadea, y ve: allí nomás, cerquita, está la aldea de Atulcha. En esa aldea, en esas cuatro casas, acaba la mar de sal, y acaba el viaje. 

Mirándose las botas, que la sal ha comido a mordiscones, Román se pregunta: 

—¿Quién ha cruzado el desierto? ¿Quién fui, quién habré sido? 

Una bandada de flamencos, ráfaga rosada, le da la bienvenida. 




Tomado de:
Cuentos de Galeano en la Jornada
Eduardo Galeano
Fotografía de internet
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