domingo, 14 de enero de 2018
sábado, 13 de enero de 2018
CREO EN LOS LIBROS, NO EN LOS PROFESORES
Cuando era estudiante universitario, nunca asistía a las clases de mis profesores. Desde luego, se sentían ofendidos. Un día el decano de mi facultad me llamó y me dijo: ¿Por qué ha venido a la universidad? Nunca lo vemos, nunca asiste a las clases. Recuerde: cuando llegue la hora de los exámenes, no nos solicite una certificación de asistencia, pues para acceder a los exámenes tiene que poder demostrar una asistencia de al menos setenta y cinco por ciento. 
Entonces tomé al viejo de la mano y le dije: Venga conmigo, quiero mostrarle dónde he estado y por qué vine a la universidad. El hombre tenía un poco de miedo, pues no sabía a dónde lo llevaba ni por qué. Además, se sabía que yo era un tanto excéntrico. Me preguntó: ¿A dónde me está llevando?‘ 
Le contesté: Le demostraré que tiene que certificarme el ciento por ciento de asistencia. Venga conmigo‘. Lo llevé a la biblioteca y le dije al bibliotecario: Cuéntele a este señor: ¿ha habido un solo día en que no haya estado yo en la biblioteca?‘ Y en bibliotecario respondió: 
Ha estado aquí aun en los días feriados. Si la biblioteca no está abierta, este estudiante se sienta en el jardín de la biblioteca, pero siempre viene. y todos los días tenemos que decirle: Por favor, tiene que irse porque ya es hora de cerrar. 
Entonces le dije al decano: Encuentro los libros mucho más claros que los así llamados profesores. Además, éstos no hacen más que repetir lo que está escrito en los libros, entonces, ¿de qué me sirve ir a escuchar de boca de otros lo que está en los libros? ¡Yo puedo consultar los libros directamente! 
FUENTE: OSHO: "El Hombre que Amaba las Gaviotas y Otros Relatos", Grupo Editorial Norma, Bogotá, 2003, ISBN 958-04-7279-3, Pag. 70
viernes, 12 de enero de 2018
EL TIRANO QUE LLEVAMOS DENTRO
La premisa es: si acorralas a un dogmático, se volverá autoritario. O dicho de otra forma: una persona rígida, cuando se siente presionada, sacará a relucir al tirano que lleva dentro.112, 113 
Hace unos años, en una prestigiosa Universidad privada hubo un incidente entre un grupo de estudiantes que asistían a una carrera técnica. Fui invitado por el vicerrector al comité disciplinario para analizar los hechos y aportar el punto de vista psicológico. El problema fue el siguiente: En la cafetería de la Universidad, a una hora de máxima asistencia, uno de los estudiantes (al cual llamaré Juan) agredió físicamente a dos de sus compañeros y les causó lesiones menores. El altercado se debió a una discusión entre un pequeño grupo «progresista» y el estudiante agresor, debido a que este último era miembro activo del Opus Dei y hacía abierto proselitismo de sus ideas. Durante los últimos dos años, había sido blanco de críticas y burlas por varios de sus compañeros y estudiantes de otros cursos. Ese día en especial, el «grupo disidente» rayó sus cuadernos, abrió su mochila y rompió unos pasquines en los que se promocionaba la imagen del líder de la organización. Uno de ellos le empujó, otro le pegó un coscorrón y finalmente Juan, que era un joven bastante corpulento, pegó a ambos. De inmediato, la gente intervino tratando de apaciguar los ánimos, hasta que las autoridades universitarias se hicieron cargo del asunto.
El vicerrector era un hombre joven, amable y bastante exitoso en su gestión. Tenía fama de ser inflexible y algo dogmático en sus ideas, pero también de ser justo y recto en sus decisiones. En la primera reunión del comité disciplinario, todo el mundo tuvo una disposición flexible y abierta. Los asistentes fueron: un profesor, una trabajadora social, el jefe de estudios, el vicerrector y yo mismo. Sin embargo, en el segundo encuentro el ambiente cambió debido a una diferencia de criterios entre el vicerrector, por un lado, y el profesor y yo por otro. El desacuerdo fue a causa del tipo de sanción propuesta por la Universidad (la directiva quería expulsar a todos los implicados). La opinión del profesor y la mía era que la expulsión era una medida exagerada y que, de alguna manera, se estaban dejando a un lado los atenuantes que podían explicar y hacer más comprensiva la reacción de Juan. Él había sido víctima de discriminación por sus ideas religiosas, independientemente de que las compartiéramos o no. ¿Había que evaluar a todos con el mismo rasero? 
jueves, 11 de enero de 2018
CAMINARES
Tengo el cuerpo todo lleno de palabras. En los análisis de sangre, siempre aparecen más palabras que glóbulos:
—El colesterol está dentro de los límites, pero las palabras... —me dice el médico, y frunce el ceño.
Las palabras me caminan adentro, mientras yo camino. En mis ires y venires a lo largo de la costa de Montevideo, las palabras van y vienen todo a lo largo de mí: ellas se buscan, se encuentran, se juntan, y juntas crecen y se van convirtiendo en cuentos que quieren ser contados. Entonces las palabras golpean a las puertas de mi cuerpo, la puerta de la boca, la puerta de la mano, queriendo salir, queriendo darse, mientras yo me dejo ir por la orilla del río ancho como mar. Fue a la orilla de ese río-mar donde alguna vez también yo golpeé a las puertas de un cuerpo, queriendo salir, queriendo darme, y fui nacido.
miércoles, 10 de enero de 2018
LA VERDAD... ¿ES LA VERDAD?
El rey había entrado en un estado de honda reflexión durante los últimos días. Estaba pensativo y ausente. Se hacía muchas preguntas, entre otras por qué los seres humanos no eran mejores. Sin poder resolver este último interrogante, pidió que trajeran a su presencia a un ermitaño que moraba en un bosque cercano y que llevaba años dedicado a la meditación, habiendo cobrado fama de sabio y ecuánime.
Sólo porque se lo exigieron, el eremita abandonó la inmensa paz del bosque.
--Señor, ¿qué deseas de mí? -preguntó ante el meditabundo monarca.
--He oído hablar mucho de ti -dijo el rey-. Sé que apenas hablas, que no gustas de honores ni placeres, que no haces diferencia entre un trozo de oro y uno de arcilla, pero todos dicen que eres un sabio.
--La gente dice, señor -repuso indiferente el ermitaño.
--A propósito de la gente quiero preguntarte -dijo el monarca-. ¿Cómo lograr que la gente sea mejor?
--Puedo decirte, señor -repuso el ermitaño-, que las leyes por sí mismas no bastan, en absoluto, para hacer mejor a la gente. El ser humano tiene que cultivar ciertas actitudes y practicar ciertos métodos para alcanzar la verdad de orden superior y la clara comprensión. Esa verdad de orden superior tiene, desde luego, muy poco que ver con la verdad ordinaria.
El rey se quedó dubitativo. Luego reaccionó para replicar:
--De lo que no hay duda, ermitaño, es de que yo, al menos, puedo lograr que la gente diga la verdad; al menos puedo conseguir que sean veraces.
El eremita sonrió levemente, pero nada dijo. Guardó un noble silencio.
El rey decidió establecer un patíbulo en el puente que servía de acceso a la ciudad. Un escuadrón a las órdenes de un capitán revisaba a todo aquel que entraba a la ciudad. Se hizo público lo siguiente: “Toda persona que quiera entrar en la ciudad será previamente interrogada. Si dice la verdad, podrá entrar. Si miente, será conducida al patíbulo y ahorcada”.
Amanecía. El ermitaño, tras meditar toda la noche, se puso en marcha hacia la ciudad. Su amado bosque quedaba a sus espaldas. Caminaba con lentitud. Avanzó hacia el puente. El capitán se interpuso en su camino y le preguntó:
--¿Adónde vas?
--Voy camino de la horca para que podáis ahorcarme -repuso sereno el eremita.
El capitán aseveró:
--No lo creo.
--Pues bien, capitán, si he mentido, ahórcame.
martes, 9 de enero de 2018
EL HOMBRE QUE FUE A PEDIR SU PARTE A DIOS
Un  hombre  muy  desgraciado se  preguntaba un  día  qué habría  hecho  Dios, justo  y bueno,  con su parte  de felicidad, y resolvió que  Lo iría a ver y  Se la reclamaría.  Dicho y hecho, se puso  en camino. 
Llegado a un pueblecillo, pidió hospitalidad en nombre de Dios a una  mujer,  que le dijo que  su marido había matado ya a noventa  y nueve  personas,  y que  él corría el peligro de convertirse en  la  centésima   víctima.  De  todas  formas,  ocultó  al viajero  en un cobertizo  fuera  de la casa,  tras  haberle  dado de comer. 
Una  vez vuelto  su esposo,  le contó la mujer lo que había pasado,  pero le suplicó que no matase  a aquel viajero que había  partido para  reclamar a Dios su parte.  El marido lo prometió,  hizo que  le  trajera al viajero  a su  casa  y lo trató  con generosidad durante tres  días,  después   de  lo  cual  le  encargó decirle   al  Señor  que,  si bien  había  matado  noventa  y nueve hombres, a él no le había hecho daño alguno,  y que imploraba Su perdón.  El viajero aceptó  dar aquel recado. 
Después  llegó a un bosque  donde  había  un ermitaño  que vivía en  penitencia  y a quien,  cada  noche,  mandaba  Dios alimento  milagrosamente. 
El  ermitaño   invitó  al  viajero  a  compartir la  cena,   que aquella   noche  resultó  estar  compuesta   de  dos platos,  enviados,  como  siempre,  por el Cielo.  Como uno de los platos  era más  refinado  que  el otro,  lo comió el ermitaño, dejando el menos bueno  para  su huésped. Cuando éste le dejó, a la mañana siguiente,  el ermitaño  le encargó que le preguntara  a Dios qué lugar  le reservaba en el más allá después  de la muerte. 
El viajero llegó luego a un desierto  en el que  distinguió a un  hombre  de  delgadez  esquelética,  completamente desnudo, que  se  escondía   en  un  agujero  cavado  en  la  arena.  Le  preguntó   al peregrino cuál  era  su  destino  y,  enterado,   le  pidió que  le dijese  a Dios que  aquel que no tenía para  cubrirse  otra cosa  que  arena  le enviaba  decir  que estaba  dispuesto  a aceptar   una   desgracia  más,   proclamando,  esto,   con  aire  desafiante. 
Finalmente, el viajero terminó por encontrarse a un ángel que  le preguntó a dónde  iba, y  que le informó que  a él había encargado Dios dar  a cada  hombre  lo suyo.  El se  encargaría de  pedir  las  respuestas.  El  hombre  respondió  que  había  venido  a  pedir  su  parte,   pues  no  había  recibido  nada  en  este mundo.  En  cuanto  a aquellos  que  había  encontrado, uno era un hombre  que,  habiendo  matado  a noventa  y nueve,  le había dado  hospitalidad y solicitaba  el perdón  de  Dios.  El segundo era  el  ermitaño.  El tercero el solitario que  vivía en un  agujero del Sáhara. 
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