No eran estallidos de celebración, eran ruidos de guerra. En el cielo de Zagreb no había más fuegos de artificio que las balas trazadoras que atravesaban la noche y abrían camino a la metralla y las bombas. Moría el año viejo y Yugoslavia moría, suicidándose en un baño de sangre, mientras Fran Sevilla terminaba de transmitir a Madrid una de sus crónicas del exterminio mutuo.
Aquella era su última crónica del año 91. Fran colgó el teléfono y miró el reloj, a la luz de un encendedor. Tragó saliva. El estaba solo, en un hotel habitado por nadie, aturdido por los alaridos de las sirenas y los truenos del bombardeo, y faltaban pocos minutos para que naciera el año nuevo. Los fogonazos de la guerra, que se metían por la ventana, eran la única luz de la habitación.