Hace tres siglos, el río huyó de los franceses. Después, tampoco los ingleses pudieron atraparlo. El nunca estaba donde los mapas decían. Algún colono dibujaba su curso en el día, y en la noche el río se escapaba y se echaba a correr por otros rumbos.
En 1830, fue cazado. Y una ciudad, la ciudad de Chicago, creció a sus orillas.
Cuarenta años después, el río se vengó. Cuando se incendió la ciudad, está probado, él fue cómplice del fuego. El río ardió tanto como la ciudad que ardía, y nadie pudo salvarse arrojándose a sus aguas en llamas.
La ciudad resucitó. Se dictó orden de civilizar al salvaje: el río fue dragado, profundizado, canalizado y encerrado entre altos muros de cemento. Le desviaron el rumbo y lo obligaron a fluir al revés.
 

 








