Esta historia es ahora cosa del pasado. Hace muchísimos siglos, el rey de un minúsculo estado tenía un solo hijo. Ha-Xin era un príncipe hermoso y bien plantado, valiente, servicial y de carácter amable, pero tenía un grave defecto. Era lento, indolente, indeciso. Siempre era el último en las carreras, las justas, los torneos y las fiestas de la corte. Cuando el gran chambelán, el padre de la muchacha a la que amaba, organizaba todos los años el baile de la cosecha, dejaba que sus rivales se le adelantaran. Y la deliciosa Lin- Fang, de cabello negro de azabache, nuca de leche y ojos llenos de estrellas, danzaba toda la noche con otros.
Todo esto a la larga entristeció tanto a Ha-Xin que éste decidió ir a pedir ayuda al dios de la montaña. Partió a caballo y viajó largo tiempo. Pasó por mil peligros y atravesó noventa y ocho montañas. Finalmente llegó ante la montaña que hacía noventa y nueve. Sus laderas eran tan escarpadas que tuvo que bajar del caballo y trepar asiéndolo de la brida. Al llegar a la cumbre descubrió a una anciana que hilaba bajo un inmenso pino:
-¿Qué buscas, extranjero? -le preguntó la anciana.
-Vengo de muy lejos, honorable abuela -dijo con su cortesía habitual- para consultar al dios de la montaña y solicitar su ayuda.









